¡Fuerza México!

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Hace 32 años a muchos nos tocó vivir uno de los eventos más duros y difíciles que ha atravesado nuestro país.

Hoy lo revivimos.

Otra vez nos encontramos haciendo llamadas y mandando mensajes para localizar a los que queremos y asegurarnos que están bien. Nuevamente estamos sentados frente a la televisión viendo esas imágenes conocidas que nos dejan sin aliento. Una vez más a prueba.

Eventos como el terremoto de hoy nos recuerdan en un instante lo que es verdaderamente importante en la vida y pasan a segundo plano las pequeñeces que abruman nuestros días.

Este es un momento para reflexionar y actuar en lo que es esencial.

Estrechar nuestros lazos sociales. Noticias como estas dejan claro que nuestros seres queridos son lo más valioso. Recordemos expresar afecto y comunicar nuestro cariño, hacer tiempo para compartirlo con nuestros familiares y amigos. No esperemos ocasiones especiales para dejarle saber a nuestra gente que la queremos.

Practicar la gratitud. Tomar nota de todo lo que pudo haber pasado pero no pasó, agradecer la ayuda de los rescatistas y civiles que están trabajando para salvar vidas y aliviar la situación, apreciar que hoy los protocolos de emergencia funcionan mejor que hace 32 años. Dar gracias a todos los que estando lejos se preocupan y envían mensajes de aliento.

Activar la generosidad. Es momento de ayudar de cualquier manera que sea posible. Contribuir desde donde estamos y con lo que tenemos. Toca mostrarnos solidarios. Estemos al pendiente de las fuentes oficiales de información que anuncian lo que necesitan los afectados y hagámoslo llegar pronto –agua, comida enlatada, pañales, lámparas, guantes para los rescatistas-. Ayuda como puedas.

Fortalecer el músculo de la resiliencia. Superar la adversidad haciendo uso de la fuerza que nos une. Ya lo hicimos una vez. Sabemos como reconstruir. Va de nuevo.

Acompañemos con nuestras oraciones y cariño a todos los afectados de esta tragedia.

México… ¡Hoy es juntos!

La felicidad en tiempos difíciles

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Hay temporadas cargadas de pérdidas. El camino se pone cuesta arriba, no para de llover y la esquina para descansar no está disponible.

Los últimos días han sido de despedidas. Se fue Ofelia, compañera de generación, con sus ojos de azul intenso y su sonrisa generosa. Se fue Eli, entrenador de voleibol del colegio, que por años dedicó tardes enteras a enseñarnos cómo recibir, devolver y rematar balones. Hace dos días también se fue Mími, la perrita del apetito insaciable, guardiana y compañera inseparable de mi mamá durante los últimos nueve años.

Se siente un hueco, el aire se pone denso, se estaciona el gris encima de nosotros y nos envuelve una niebla con pinta de permanente.

Cuando perdemos algo importante o alguien que queremos pierde algo importante, empezamos a desandar los pasos para volver al lugar donde lo vimos por última vez… a ver si de casualidad lo encontramos por ahí.

Entramos en un proceso de duelo.

Pero las reglas no son claras, los tiempos de duración no están definidos, no hay fórmulas universales, el tamaño y la frecuencia de las olas de tristeza son distintas para cada quien.

Por un rato o por un tiempo buscamos lo que perdimos. Damos vueltas por la casa, subimos y bajamos las escaleras, abrimos la puerta del refrigerador, nos asomamos por la ventana con la esperanza de verlo pasar, revisamos el teléfono o nos dormimos para ver si aparece en sueños. Nos sentamos en la esquina del sillón, hacemos como que leemos, como que no estamos buscando nada para ver si quedándonos quietos eso que traemos perdido nos encuentra a nosotros. Nos sentamos frente a la computadora, pero las letras no se ordenan, las ideas no cooperan, la pantalla se aferra al blanco. No encontrarnos nuestro lugar, no sabemos por dónde ir y de nada sirve preguntarle a Google porque para nuestro desasosiego no tiene un mapa disponible.

Empezamos a recuperarnos de a poquito.

Partiendo el día en horas, en minutos y en pequeñas actividades. Un té caliente, un baño largo, un paseo en bicicleta, una caminata, una llamada de teléfono, un pedazo de chocolate. Escuchamos música, escribimos, vemos una película, salimos a comer con una amiga, regamos el jardín.

La niebla empieza a disiparse, ya no es permanente y nos visita sólo a ratos.

Las pérdidas que nos tocan de cerca duelen porque se llevan algo que queremos, el efecto es brutal y directo.

Las pérdidas ajenas nos afectan de otra forma. Nos exponen a nuestros propios miedos, nos dejan ver que eso también puede pasarnos, que nuestras personas favoritas pueden irse, que podemos perder lo que tenemos, lo que hemos logrado, que pueden esfumarse nuestras habilidades y ventajas. En respuesta a todo esto nos dan ganas de escondernos en la cama y taparnos hasta arriba con las cobijas como cuando éramos niños y pensábamos que así nada ni nadie podía jalarnos los pies.

Perdemos cosas todo el tiempo… amigos, amores, oportunidades. Se escapan ideas que eran muy buenas pero que no apuntamos, dejamos ir sueños o no atrapamos algún proyecto. Perdemos el sueño, la tranquilidad, el buen humor, la forma y hasta la cordura. A veces nos quitan ilusiones, a veces las dejamos ir o renunciamos a ellas. En términos relativos, estas pudieran considerarse pérdidas pequeñas o incluso micro. Pero nos roban energía, nos desorientan y de estás también tenemos que recuperarnos.

Hace un par de semanas escuché una entrevista que Oprah Winfrey le hizo a Sheryl Sandberg, jefa de operaciones de Facebook. En ese espacio, Sheryl relata la muerte inesperada de su esposo, habla de su tristeza y del proceso que ha seguido para salir adelante.

Escribió un libro “Opción B” junto con Adam Grant en el que ofrecen estrategias basadas en ciencia para hacer frente a las pérdidas y hacernos más resilientes ante futuras adversidades.

¿Cuales son algunas de las estrategias?

Aplican tanto para las personas que están pasando por un duelo como para las personas que están a su alrededor.

Explica Sandberg que una reacción natural de las personas cuando alguien está pasando por una pena es no hablar del tema con ellas para no recordarles. Pero las personas no olvidan su dolor, lo tienen presente independientemente de si decimos algo o no. Y no preguntar puede tener el efecto contrario, pues podemos hacer sentir a la persona sola o excluida.

Grant y Sandberg resaltan la importancia de hacerle saber a quien está sufriendo que reconocemos su dolor, que estamos ahí para acompañarla. Con un gesto, un abrazo, una palabra de aliento o un plato de sopa caliente. Preguntando ¿cómo estas hoy? y así darle permiso de hoy no estar muy bien.

También es importante sentarnos con el dolor. No podemos empaquetarlo y enviarlo a otro lado; rechazarlo, ignorarlo o sepultarlo bajo una tonelada de trabajo no funciona. Es importante hacerle un lugar, pasar tiempo con él y aceptar que, aunque vayamos mejor, nos visitará sin previo aviso en diferentes momentos de nuestras vidas.

Practicar la gratitud es una estrategia poderosa en situaciones difíciles. Hacer una pausa para salir de la tristeza y reconocer lo positivo que tenemos mejora nuestro estado de ánimo. Escribir tres cosas buenas que pasaron durante nuestro día y rescatar el mejor momento nos ayuda a mirar con ojos de esperanza.

Darnos permiso de tener momentos felices, de risa, de buen humor es fundamental. Nos sentimos culpables cuando tenemos un rato alegre en medio de una tragedia o cuando alguien se va. Pero es por ahí que empezamos a sanar también.

Muchas veces no podemos modificar la realidad, deshacer una tragedia o revertir diagnósticos terminales y nos sentimos impotentes. En estos casos, dice Maria Sirois, debemos preguntarnos a nosotros mismos ¿cómo puedo ser la mejor versión de mi mismo en medio de esta pena?, ¿Cuál es la mejor versión de hija, hermana, madre, amiga que puedo ser para esta persona en esas circunstancias? Y eso es suficiente.

La muerte y la naturaleza transitoria de todas las cosas es una realidad, una parte intrínseca de nuestra vida diaria. Tenemos que hacer todo lo posible por aliviar el sufrimiento. La vida nos empuja y nos obliga a continuar.

Y si la opción A no está disponible… tenemos que recurrir a la opción B.

 

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“Si quieres cambiar al mundo empieza por tender tu cama”

tender la cama

Dijo el Almirante de la Marina de los Estados Unidos William H. McCraven a los estudiantes de la Universidad de Texas en su discurso de graduación.

El video ha estado circulando en las redes sociales en los últimos días. Te lo recomiendo.

¿Cómo es que algo tan trivial e insignificante como tender la cama puede darte el impulso para cambiar el mundo?

“Si tiendes tu cama en la mañana habrás completado tu primera tarea del día. Esto te dará una pequeña sensación de orgullo y te motivará a realizar otra. Al final del día esta tarea completada se habrá convertido en muchas tareas completadas”

Esta idea, sencilla y poderosa, es uno de los ejemplos clásicos en cualquier libro sobre cambio de hábitos. Al igual que el ejercicio y dormir suficiente, tender la cama es considerado un hábito “clave” pues tiene un efecto en cadena de resultados o conductas positivas en otras áreas. Tender la cama representa ganar una “pequeña batalla” que pone a nuestro cerebro en modo éxito y genera la motivación para seguir y lograr más.

En su libro “El poder de los hábitos”, Charles Duhigg relata los resultados de estudios que muestran que las personas que hacen su cama en la mañana son más productivas, más felices y más capaces para adherirse a un presupuesto. Tender la cama en la mañana aumenta nuestras posibilidades de tomar mejores decisiones durante el resto del día y eleva nuestra sensación de control.

“Tender la cama también refuerza que las cosas pequeñas importan. Si no puedes hacer bien las cosas pequeñas, nunca podrás hacer bien las cosas grandes”

Escuchar esta frase me hizo recordar los días en que mis hijas tuvieron la misión de aprender a lavar los platos. Durante las primeras sesiones en la cocina hubo de todo: lloriqueos -no era justo tener que hacerlo-, gritos de frustración porque los platos tenían mostaza, todo tipo de gemidos y hasta un total desmoronamiento a causa de pan aguado en el resumidero. No había nada peor en el mundo que un pedazo de brócoli atorado en un tenedor.

Durante una de esas escenas recuerdo claramente haber pensado que si una fresa machacada era suficiente para perturbar a una niña, no quería ni imaginar lo que podría hacerle la vida con sus retos. Entendí que si no dejamos a nuestros hijos frustrarse con lo pequeño y solucionarlo no podemos esperar que resuelvan lo grande.

Y ya que estamos en el tema de hijos y labores domésticas…

En esas actividades poco sofisticadas y aparentemente triviales hay un montón de enseñanzas. Desafortunadamente y, con la mejor de las intenciones, seguido le negamos a nuestros hijos la oportunidad de aprender, desarrollar habilidades y hacerse de recursos para la vida.

Limitamos su exposición a situaciones donde cumplir la meta significa tener que hacer las cosas mal muchas veces antes de hacerlas bien, a tareas que obligan a ejercitar el músculo de la resiliencia, la paciencia, la gratitud y la generosidad –características que se relacionan con la felicidad-.

Exentándolos de los quehaceres los alejamos de ocasiones donde es posible experimentar esa sensación que viene luego de contribuir, completar un objetivo, reconocerse útiles y capaces. Se quedan al margen de escenarios donde crece la responsabilidad y el sentido de compromiso.

Y no es como que el tiempo que ahorran brincándose los deberes de la casa lo invierten en algo que valga la pena… lo dedican a ver televisión o a naufragar en el teléfono.

Volviendo a los detalles, a la conquista de pequeñas batallas y a los platos de la cocina…

Me acuerdo también que mis hijas invariablemente preguntaban: ¿Cómo voy a terminar con todo esto? y yo respondía: “lavando un plato a la vez”.

Y ahora que lo pienso, así funciona la vida también… una conquista de pequeñas victorias a la vez.

Adelgazamos un kilo a la vez, tejemos un suéter una puntada a la vez, armamos un rompecabezas acomodando una pieza a la vez, corremos un maratón un paso a la vez, aprendemos un intento a la vez, avanzamos, olvidamos, sanamos y soltamos un día a la vez, ¿no?

Y todo esto se hace más fácil tendiendo la cama… un día a la vez.

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¿Haces caso a tu intuición o actúas en contra de ella?

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La intuición siempre ha sido para mi una especie de mensaje mágico que llega de golpe desde no sé dónde, se siente en todos lados y en ninguno al mismo tiempo, inquieta y susurra “me late que…”.

Algunas personas le dicen a la intuición “sexto sentido” y otras la describen como un “feeling”.

Si buscas en un diccionario la definición de intuición te vas a encontrar con esto: percepción directa de una verdad que es independiente de cualquier proceso de razonamiento; habilidad para entender algo inmediatamente, anticipación, sospecha.

Pareciera que en esta definición formal, al igual que en la mía, hay un componente misterioso e inexplicable.

A mi todo lo que está desconectado de la razón me incomoda. Y creo que es justo por esto que a pesar de tener una muy buena intuición, con frecuencia desconfío de ella. No me gusta no poder explicarla.

¿Cómo sé que mi sexto sentido es atinado?… ¡Fácil! Prácticamente todas las decisiones que he tomado ignorado a mi voz intuitiva me han llevado a ese horripilante lugar donde crecen los “te lo dije”, los “ya sabías” y todo lo que se le parece. En cambio, las cosas me han salido bien cuando he actuado de manera congruente y alineada con mis instintos.

¿Por qué actuamos en contra de lo que dice nuestra intuición?

Brené Brown, en su libro The Gifts of Imperfection, ofrece una respuesta interesante a esta pregunta y comienza presentando el concepto de intuición de la Psicología, que es diferente y mucho más completo.

La intuición no es independiente de la razón; es un proceso inconsciente de asociaciones rápidas, algo así como un rompecabezas mental. El cerebro hace una observación, escanea sus archivos y la relaciona con nuestros recuerdos, conocimientos y experiencias previas. Una vez que hilvana una serie de asociaciones nos lanza una “respuesta” o un “feeling” sobre lo que estamos observando.

Esta definición me gusta mucho más… la intuición no es pura magia… es el resultado de un proceso de análisis de datos que hace nuestro cerebro a velocidad de la luz.

Nuestra intuición puede darnos diferentes mensajes. Algunas veces nos dice lo que necesitamos saber o hacer… “esta persona no es de confiar”, “ve al doctor… eso está raro”, “voy a conseguir el trabajo”. En otras ocasiones nos incita a conseguir más información antes de tomar una decisión… “analiza los números antes de firmar el contrato”, “haz más preguntas”, “pide referencias de esta persona antes de contratarla”.

No siempre atendemos los mensajes o decidimos pasarles por encima.

¿Por qué?

Nuestra necesidad de certidumbre silencia nuestra voz intuitiva, explica Brené Brown.

¿Cómo es esto?

La mayoría de las personas somos muy malas para no saber. La incertidumbre nos hace sentir miedo, ansiedad y vulnerabilidad. “Nos gustan tanto la seguridad y las garantías que no ponemos atención o ignoramos los procesos de asociación de nuestro propio cerebro”.

Empezamos a buscar confirmaciones en las opiniones de los demás… ¿tú que piensas?, ¿tú que harías?, ¿qué te late?. Y no es que preguntar a otra persona sea una mala idea, pero suele pasar que entre más incómodos nos sentimos manejando la incertidumbre más encuestas hacemos, construimos una tabla mental con los resultados del estudio de mercado y entonces corremos el riesgo de decidir en función de lo que opine la mayoría, aunque vaya en dirección opuesta a lo que nos dice nuestra voz intuitiva. Nos desconectamos de nosotros mismos.

Nuestro instinto muchas veces nos dice que no estamos listos para tomar una decisión, que tenemos que investigar más, explorar o ajustar las expectativas. Esto forzosamente requiere de pasar tiempo en la dimensión de la incertidumbre, de bajar la velocidad y salir a conseguir más datos.

Pero si nuestra tolerancia al no saber es muy baja… saboteamos lo que dice nuestro instinto –”espera… busca más datos”- y nos precipitamos a decidir con tal de tener una certeza: “ya no me importa, simplemente lo voy a hacer y a ver qué pasa”, “prefiero hacerlo que esperar un minuto más”.

En ocasiones nos apresuramos a tomar grandes decisiones –sin honrar el mensaje de nuestra voz intuitiva- porque en realidad no queremos conocer las respuestas que podríamos encontrar luego de un proceso de análisis cuidadoso. En el fondo sabemos que podríamos encontrar algo diferente a lo que nos gustaría que fuera y preferimos taparnos las oídos para no escuchar el mensaje… “esta persona ha brincado de trabajo en trabajo, pero es agradable y necesito ayuda”.

La intuición no es un proceso mágico y no siempre se trata de obtener las respuestas en nuestro interior. Muchas veces recurrimos a nuestra sabiduría interna y ésta nos dice que no tenemos suficiente información para tomar una decisión y tenemos que explorar más.

La intuición no es una manera exclusiva de saber, tampoco es una forma impulsiva de proceder –actuar por intuición no es lo mismo que actuar impulsivamente-. Es una habilidad para hacerle espacio a la incertidumbre y una disposición para confiar en las muchas maneras en que desarrollamos conocimiento y obtenemos perspectiva, incluyendo el instinto, la experiencia y la razón.

Para cultivar nuestra intuición es necesario reconocer que no siempre tenemos las respuestas, tolerar la incertidumbre el tiempo suficiente para obtener más información, no tomar decisiones precipitadas y ser valientes para atender un mensaje diferente al que queremos escuchar.

 

 

 

 

 

Personas tóxicas: ladrones de felicidad

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Para ser feliz no hay nada más esencial que nuestros lazos sociales.

La fortaleza de nuestras conexiones –con amigos, familiares, vecinos, compañeros de trabajo, pareja- está estrechamente ligada a nuestro bienestar de largo plazo.

Cuando se trata de vivir más sanos y felices la recomendación básica es tener interacciones de buena calidad, estar cerca de nuestros seres favoritos, mantener contacto frecuente con ellos y sacarle la vuelta a las personas tóxicas.

Y es que estas últimas no sólo nos hacen sentir miserables, sino que también son nocivas para la salud. Convierten cualquier intercambio en una experiencia desgastante.

Estudios muestran que la exposición a estímulos que producen emociones difíciles –como el que generan este tipo de personalidades- conduce a nuestro cerebro a un estado de estrés, que sostenido en el tiempo, puede incluso cambiar su estructura.

Las personas tóxicas tienen la capacidad de hacernos pasar de emociones positivas a emociones difíciles como si estuviéramos en un carrito de montaña rusa, aumentando con esto, nuestro riesgo de tener depresión y problemas cardiovasculares. Pasar tiempo con ellas y sus conductas impredecibles es más peligroso que pasar tiempo con gente a la que no queremos o nos cae mal.

¿Cómo sabemos si estamos en una relación tóxica? o ¿Cómo identificamos a una persona tóxica?

Haz un diagnóstico. Date cuenta de cómo te sientes antes o después de interactuar con ciertas personas; generalmente, las personas tóxicas nos dejan con resaca emocional.

Después de pasar tiempo con ellas nos sentimos atropellados, como si nos hubieran succionado el alma con una aspiradora industrial o sumergido en un remolino de confusión. Drenan nuestra energía y nos quitan el brillo.

A veces, cuando sabemos que vamos a pasar tiempo con alguna persona en particular, empezamos a sufrir por anticipado, sentimos miedo, nos da dolor de cabeza, empiezan a sudarnos las manos, se nos engarrota la espalda, nos ponemos nerviosos, ansiosos o de mal humor. Esta es una señal inconfundible de un próximo encuentro cercano con una persona tóxica. ¿Te ha pasado?

Este tipo de personas generalmente tienen características que podemos identificar –aquí algunos ejemplos-. Víctimas, envidiosas, manipuladores, pesimistas crónicos, arrogantes, agresivos, violentas. Personas mal intencionadas, que acaparan la atención, desbordan sus emociones, crean intrigas, son protagonistas de conflictos y dueñas absolutas de la verdad. ¿Conoces a alguien así?

Reconoce tu rol en la relación. No podemos controlar las acciones o la personalidad de alguien más pero sí nuestra disposición para servirle de tapete. ¿Por qué aceptamos ciertas conductas? Podría ser que anteponemos las necesidades de los demás a las nuestras, que nos sentimos vulnerables o que pensamos que es lo normal. Es importante reconocer que tenemos autonomía para elegir qué o cuánto toleramos.

Pon límites. Es importante dibujar una línea clara entre lo que estamos dispuestos a permitir y lo que no. No tenemos que recibir todo lo que nos quieren dar o lanzar en nuestra dirección, tampoco tenemos que responder a cualquier petición. Recuerda que “no” es una oración completa.

Crea distancia física y disminuye la frecuencia. Si no podemos cambiar la naturaleza de la relación o rediseñar a la persona, una estrategia efectiva consiste en poner distancia física y reducir la frecuencia de las interacciones. Nos afectan más las personas que tenemos cerca, así que lejos de nuestra vista y afuera de nuestro perímetro hacen menos daño.

Practica la aceptación e instala distancia emocional. Es muy fácil alejarte de una persona tóxica cuando no forma parte de tu círculo inmediato, pero ¿qué hacer cuando se trata de una persona a quien es muy difícil evitar? Por ejemplo, tu mamá, tu suegro, el esposo de tu hermana o un colega de trabajo. Aceptar que así es esa persona y tenemos que lidiar con ella puede reducir parte del estrés asociado a querer cambiar la realidad. Se vuelve predecible y podemos hacer un esfuerzo por no responder al caos emocional.

Haz una pausa entre estímulo y reacción. Podemos controlar nuestra respuesta cuando alguien nos trata mal o ante cualquier circunstancia si creamos un espacio entre un estímulo y nuestra respuesta. Si te sientes enojado, asustado, confundido o amenazado lleva tu atención a tu respiración. Cuando las cosas van mal no te vayas con ellas. Evita hablar con esta persona hasta que te encuentres nuevamente en un estado de calma. La meditación y la practica de la atención plena –mindfulness– son estrategias efectivas para hacer estas pausas.

Practica la compasión. Esto implica un nivel de sofisticación avanzado y es contra intuitiva, pero los beneficios son considerables. Trae a la persona tóxica al centro de tu atención y envíale buenos pensamientos. Puedes practicar la meditación compasiva repitiendo en tu mente “deseo que seas feliz, deseo que tengas salud y fortaleza, deseo que tengas calma, paz y estés libre de sufrimiento”. Con esta practica recuperamos la tranquilidad y nos ponemos por encima de la situación.

Somos, en gran medida, el producto de las personas con quienes más tiempo pasamos. Las emociones son contagiosas y las conductas de las personas a nuestro alrededor influyen en nuestro bienestar. Cuidemos la calidad de nuestros lazos sociales recordando siempre que el camino es de dos vías.

 

 

 

¿Generosidad auténtica o ayuda interesada?

generosity

La generosidad es una de las vías rápidas de la felicidad. Ser generoso físicamente se siente bien, mejora nuestra autopercepción y da sentido a nuestras vidas. Sin embargo practicar la generosidad puede ser un problema cuando hacerlo se convierte en una obligación, damos desbordadamente o ayudamos por las razones equivocadas.

Practicar la generosidad genera felicidad hasta que ésta empieza a sentirse como una carga que no podemos soltar… ¿Te quedas fuera de todos los planes porque el resto de la familia asume que tu cuidarás del enfermo?, ¿Automáticamente te caen miradas encima cuando algo se necesita? Cuando estamos en la posición de ayudador designado sin importar de qué se trata –en la familia, en el trabajo, en la escuela- elevamos nuestras posibilidades de germinar resentimiento y coraje.

Estar en una posición que requiere de ayudar a otros puede ser abrumador y desgastante. Esto es especialmente cierto para las mujeres y las personas en profesiones que por definición asisten a otros –enfermeros, rehabilitadores, etc.- Descuidan sus propias necesidades, dejan su bienestar en último lugar e incrementan su riesgo de experimentar depresión y fatiga crónica.

Excedernos ayudando a los demás también puede ser contraproducente pues reduce nuestra sensación de felicidad y bienestar. Hay una diferencia fundamental entre la generosidad y dar desbordadamente: nuestras verdaderas intenciones.

La auténtica generosidad parte de un corazón pleno y desinteresado, se siente bien y es ligera. Implica que las necesidades personales están satisfechas y sobra energía positiva para dedicarla a los demás.

En cambio, dar desmedidamente no es un acto desinteresado y viene de una falta de capacidad para recibir o pedir lo que necesitamos. Las personas que ayudan compulsivamente generalmente lo hacen desde un corazón vacío esperando ser festejados, recibir atención, mejorar su imagen o ser amados incondicionalmente para siempre. Sacrifican sus propias necesidades y seguido terminan el día sintiéndose exhaustas.

¿Has escuchado la frase “Es mejor dar que recibir”? Me parece que tratando de vivir bajo esta creencia muchas personas terminamos batallando para cuidar de nosotros mismos. Hemos crecido escuchando que para ser una buena amiga, esposa, hijo, colega, vecino tenemos que dar sin reparo; incluso cuando estamos cansados, no tenemos tiempo, dinero o ganas. Cuando damos sin límites y sin recibir apoyo acabamos psicológica, física y espiritualmente drenados o en bancarrota emocional.

¿Cómo saber si estás sobre ayudando? Quizá te identifiques con los siguientes ejemplos o situaciones…

Pagas la cuenta siempre que sales con tus amigos o familiares, pides postre pero comes sólo una cucharada porque lo repartes a todo mundo, haces el trabajo extra porque invariablemente levantas la mano, estás siempre retrasado en tus deberes porque dedicas tu tiempo a resolver los de alguien más, dices que sí cuando en realidad quieres decir que no, estás disponible el cien por ciento del tiempo para quien sea.

A lo mejor te hace sentir importante ser quien da en tus relaciones personales, te sientes culpable cuando alguien hace algo por ti –“soy débil, no puedo solo”-, pones tus necesidades en último lugar, no pides ayuda, das porque quieres recibir algo a cambio –“yo hice esto por ti, ahora me debes”, quieres quedar bien con los demás –“me van a querer más”-, tienes sentimientos de agotamiento, enojo y resentimiento, te sientes decepcionado, frustrado y piensas que la gente se aprovecha de ti.

Dar por las razones equivocadas puede deteriorar nuestras relaciones sociales, que son un ingrediente básico del bienestar. Es posible que ciertas personas quieran explotarte y tomar ventaja de tu disposición para ayudar lo cual te dejará con resentimiento. Puedes incomodar a las personas a tu alrededor si éstas perciben que das para recibir algo a cambio y no con un deseo genuino de ayudar. Puede ser también que al apoyar a alguien –con la mejor de las intenciones- disminuyas su sentido de dignidad y termines haciéndolas sentir mal si no están emocionalmente listas para recibir ayuda.

Entonces… ¿Cómo practicar la generosidad para recibir sus beneficios en términos de felicidad? Les comparto algunas ideas que pueden ser útiles:

Para evitar caer en una generosidad compulsiva –no auténtica- vale la pena hacer un ejercicio de introspección y reflexionar sobre cuál es nuestra verdadera razón detrás ayudar. ¿Están satisfechas mis necesidades emocionales? ¿Ayudo desde un corazón pleno? Es útil cambiar la frase “Es mejor dar que recibir” a “Es mejor dar y recibir”.

Practicar la generosidad aporta a nuestro bienestar siempre y cuando hacerlo sea nuestra elección y no una obligación. Es importante poner límites y, como dice Anne Lamott, recordar que “NO” es una oración completa. Si te sientes muy incómoda diciendo simplemente “no” puedes intentar decir “no… pero”. Por ejemplo, “no puedo pasarme la tarde cuidando a tus niños, pero puedo enviarte comida” o “no puedo ayudarte con este proyecto, pero puedo conectarte con alguien que sí”.

Podemos ser generosos con nuestro dinero, tiempo, presencia, con nuestra atención, palabras y conocimientos. Sin embargo, la ciencia muestra que recibimos mayores beneficios cuando practicar la generosidad nos sirve para conectar con la persona que la recibe. En este sentido, el efecto de pasar tiempo con alguien o hacer trabajo voluntario es más poderoso que donar dinero a obras de caridad en general.

Somos más generosos cuando tenemos tiempo. Si vives de prisa y no te alcanzan los días para hacer trabajo voluntario o participar en actividades que requieran de atención elige dar un micro momento de cariño. Conecta con una sonrisa, un saludo, con tu mirada. Busca realizar pequeñas acciones como abrir la puerta, preguntar ¿cómo estas?, hacer un comentario positivo. Es mejor hacer una pequeña aportación que sentir remordimiento por no ayudar cuando nos gustaría hacerlo.

La generosidad y la felicidad van de la mano. Pocas cosas elevan nuestra sensación de bienestar y sentido de vida como contribuir positivamente en la vida de las personas que cruzan nuestro camino. La generosidad empieza en casa –contigo mismo- y en un corazón auténtico y pleno.

 

Las 5 arrepentimientos más comunes de las personas que saben que van a morir

Helping the needy

Si supieras que estás a unos días de morir y te preguntaran ¿Qué hubieras hecho diferente?… ¿Cuál sería tu respuesta?

Hace unos días me reencontré con un artículo de Bronnie Ware, una enfermera australiana que dedicó su carrera a acompañar y ofrecer cuidados paliativos a personas en sus últimas semanas de vida. Ella charlaba con sus pacientes y les preguntaba si había algo de lo que se sintieran arrepentidos o harían diferente si tuvieran la oportunidad de vivir otra vez.

Con el paso del tiempo, Bronnie notó la claridad de visión que obtienen las personas al final de sus días y descubrió que ciertos temas salían recurrentemente en sus conversaciones. Eventualmente escribió un libro donde relata los cinco arrepentimientos más comunes entre quienes saben que van a morir.

  1. “Me hubiera gustado tener el valor de vivir una vida auténtica y no la vida que otros esperaban de mi”

Cumplir las expectativas de otros y renunciar a los sueños personales es el arrepentimiento más común. Vivir para los demás, en función del qué dirán o ajustarse a moldes prefabricados pesa al final de la función. Estudiar medicina para continuar con la tradición familiar cuando en realidad querías ser pintor, abandonar tu carrera profesional porque te casaste, tuviste hijos y la expectativa es que atiendas tu casa, renunciar al amor de tu vida, dejar de viajar porque a tu esposo no le gusta, no escribir una novela porque no estudiaste literatura.

Cuando el tiempo se agote y miremos hacia atrás veremos en fila todos esos sueños que se quedaron en el tintero por decisiones que tomamos, que no tomamos o cosas que dejamos para después… “cuando me jubile”, “cuando los hijos crezcan”, “cuando adelgace”.

Pateamos la felicidad y la ponemos siempre a la vuelta de la esquina. La felicidad es hoy y los sueños, para esta vida. ¿Por qué esperar una enfermedad, un accidente o a estar de cara a la muerte para honrar eso que verdaderamente nos importa?

Vivimos de prisa y la vida se escurre por los dedos. ¿Que podrías hacer para ser 1% más autentico?, ¿Qué micro cambio podrías hacer para acercarte a tu mejor versión? Me parece a mi que deberíamos vivir con intención y tomando acción para que nuestros sueños sucedan.

  1. “Me hubiera gustado no haber dedicado tanto tiempo al trabajo”

Especialmente cierto en el caso de los pacientes hombres –de generaciones mayores-. Entregaron sus vidas al trabajo y en el trayecto se perdieron de momentos claves en las vidas de sus hijos y seres más queridos –primeros pasos, festivales, partidos, cumpleaños-.

Hace un par de generaciones eran pocas las mujeres que dedicaban sus vidas al trabajo fuera de casa. Esto está cambiando; cada vez más mujeres tienen una carrera profesional activa y pudieran correr el riesgo de caer presas de este arrepentimiento.

Creo que en retrospectiva sólo unos cuantos momentos en la empresa son trascendentales y requieren de nuestra absoluta presencia. A tiempo pasado esa junta, en realidad, no ameritaba faltar al festival de baile. La empresa sigue y el trabajo siempre espera al día siguiente en el escritorio o en el buzón de correo electrónico. No sucede lo mismo con los eventos especiales en la vida de quienes más queremos.

El trabajo es un ingrediente fundamental del bienestar y mantenernos activos en algo que nos gusta hace más plena nuestra vida. Pero no a costa de todo lo demás.

Al final de la vida el dinero y las riquezas materiales pierden importancia. Que no se nos olvide darle valor al tiempo para crear momentos y recuerdos especiales. Viviremos y moriremos más felices si vamos creando espacios para lo realmente significativo durante el recorrido.

  1. “Hubiera deseado tener el valor de expresar mis sentimientos”

Muchas personas reprimieron sus sentimientos para mantener la paz y la armonía a su alrededor. Como resultado de esto terminaron resignándose a una existencia gris o a una versión de sí mismos que nunca alcanzó su potencial.

Vamos por la vida reprimiendo lo que sentimos, maquillando emociones o coleccionando lo que queremos decir pero no decimos. Se nos quedan atrapados los “te quiero” detrás de los labios, olvidamos agradecer lo que otros hacen por nosotros, se nos escapan oportunidades por temor a pedir una promoción en el trabajo, levantar la mano para participar en un proyecto o preguntar si también podemos ir.

Recordemos dar atención, mostrar afecto y aprecio. El amor tiene que sentirse, verse y escucharse. No te quedes con las ganas de decirle a alguien que lo admiras, que te inspira o lo tanto que te gusta. Cuando notes algo bonito en alguien díselo… lo que a ti puede tomarte un segundo alguien puede recordarlo toda la vida.

  1. “Me hubiera gustado mantenerme en contacto con mis amigos”

En las últimas semanas de vida las personas caen en la cuenta de la importancia y los beneficios de las viejas amistades. Muchos dejaron pasar el tiempo involucrándose en sus propias vidas y fueron descuidando sus lazos sociales. Al final todos echan de menos a los amigos.

La vida pasa muy rápido. Nos dejamos atrapar por la rutina, las obligaciones y el trajín de cada día. Es sólo cuando miramos hacia atrás que notamos la velocidad con la que pasaron los meses.

El ingrediente más importante para una vida sana y feliz son nuestras conexiones sociales. Cuando llega la hora, no es el estatus ni le dinero lo que importa. Todo se reduce al amor y a las personas especiales que nos acompañaron en el trayecto. Nutrir nuestros lazos sociales es la mejor inversión que podemos hacer.

  1. “Hubiera deseado darme permiso de ser más feliz”

Muchas personas concluyeron sus días reconociendo que la felicidad era –en buena parte- una decisión. Pasaron mucho tiempo atascados en sus zonas de confort, atrapados en sus hábitos, rehenes de sus miedos o limitados por la opinión de los demás cuando en realidad les hubiera gustado reír, cantar, bromear y divertirse más.

Una parte de nuestra felicidad depende de lo que hacemos y pensamos todos los días. Podemos decidir cómo pasar nuestros ratos… ¿Decides bailar en una fiesta porque te gusta o te quedas sentado por temor a lo que opinen los demás sobre tu falta de ritmo?, ¿Te quedas sentada bajo la palapa con tu blusa y tus shorts porque tienes unos kilos de más o te lanzas al agua a nadar y pasarla bien? ¿Por qué no empezar a ser felices hoy?

Desde que leí este artículo la primera vez me puso a pensar por adelantado. Cuando era más joven y tenía toda la vida por delante pensaba en todo lo que haría “cuando fuera grande”. Había tiempo de sobra. Esa versión mía hace rato que alcanzó ese punto que antes parecía muy lejano y ya estoy grande. El margen de maniobra se reduce y ahora es cuando.

Conocer las cinco cosas más comunes de las que se arrepienten las personas que saben van a morir nos da la oportunidad de corregir el camino cuando aún quedan kilómetros por recorrer.

 

Y a ti… ¿Por dónde se te escapa la felicidad?

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La felicidad se nos escurre por varios lugares. Muy seguido nos la roban las dificultades de todos los días. Otras veces la depresión, la ansiedad o problemas crónicos de salud la secuestran. Pero la felicidad también se nos va cuando vivimos de prisa, ejecutando tareas y resolviendo pendientes como si estuviéramos en una línea de ensamble.

Pasamos por los días sin detenemos a reflexionar sobre los temas importantes y viajamos en piloto automático. Dejamos que nuestros hábitos tomen las riendas, aunque a veces nos conduzcan por caminos que deterioran nuestro bienestar emocional.

Tenemos control sobre muchas cosas que influyen en nuestra felicidad. Aquí te dejo una lista de 10 ideas para que identifiques por dónde podrías estar perdiendo felicidad y qué tipo de parche podrías usar para detener la fuga.

Ya eres feliz pero no te has dado cuenta. Te has puesto a pensar… ¿Qué tal si ya eres suficientemente feliz? Creer que debes ser todavía más feliz –cuando ya te sientes feliz- irónicamente podría hacerte menos feliz. Querer ser un 10 perfecto en la escala de la felicidad siendo un sólido 8 ó 9 puede generar una sensación de falsa carencia e insatisfacción. En ocasiones, el secreto está simplemente en reconocer que, al menos en este periodo de tu vida, eres feliz o ya tienes parte del camino avanzado.

No sabes qué te hace feliz. Con frecuencia usamos moldes prefabricados en lugar de un traje hecho a la medida y creemos que lo que hace feliz a otros nos hará felices a nosotros también. Dedica un momento a reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿Qué actividades, personas, lugares, experiencias se traducen en felicidad para ti?, ¿Correr, escuchar música, leer, pintar, cantar, tocar el piano, cocinar, bailar, regar el jardín, caminar con tu perro, escribir, nadar? y ¿Cómo puedes integrarlas a tu rutina diaria? Identifica lo que te gusta y hazlo más seguido.

Ves la vida a través de un lente de escasez. Somos muy buenos para detectar las fallas, lo que no tenemos o no podemos hacer. La gratitud es el antídoto perfecto contra este hábito. Consiste en desarrollar un sentimiento profundo de agradecimiento con la vida. Tiene que ver con notar los pequeños detalles, lo bueno que te pasa, lo que sí tienes, sí puedes hacer y las personas que sí están contigo queriéndote, apoyándote y contribuyendo positivamente en tu vida. La gratitud permite ver la vida a través de un lente de abundancia.

Te comparas con los demás. No importa qué tan buena seas, qué tan bonita tengas tu casa, qué tan importante seas en el trabajo, que tan guapo estés, que tan inteligente seas o qué tan a la moda te vistas… siempre habrá alguien un puntito mejor. No hay como ganar esta competencia en un mundo que incluye a Tom Brady, a la Mujer Maravilla y al Photoshop. Haz un esfuerzo por no caer en el juego de las comparaciones sociales… son tóxicas. Mejor practica la gratitud con respecto a lo que tienes y a quien eres.

Descuidas tus lazos sociales o estás solo. Para ser feliz no hay nada más esencial que nuestros lazos sociales. De fábrica venimos cableados para conectar. Si de pronto te encuentras solo y triste haz un esfuerzo por cambiar tu situación. Busca ambientes sociales donde puedas encontrar personas con tus mismos gustos y valores. Sonríe, conversa y muestra interés, acepta invitaciones, genera oportunidades para socializar. Cuida tu relación con las personas más importantes en tu vida… irónicamente son a quienes más descuidamos poniéndolos en segundo lugar después del trabajo o cualquier otra actividad.

Pasas tiempo con personas poco felices o tóxicas. Las emociones son contagiosas. Nuestro bienestar está fuertemente influenciado por las personas con quienes pasamos más tiempo. Si tus amigos o familiares son una constante fuente de negatividad –quejas sin fin, comentarios ácidos, malas noticias, mal humor, detectores de todo lo que está mal- es momento de reducir tu contacto con ellos y buscar personas más positivas.

No cuidas tu cuerpo. Es el único lugar que tenemos para vivir. Es difícil ser feliz cuando nuestra salud no anda bien o no tenemos la energía para hacer lo que tenemos que hacer. Hacer ejercicio –movernos de manera natural-, comer sano y dormir suficiente es clave para cuidar nuestro bienestar. Además son las herramientas preventivas más baratas y eficientes para tener una vida sana.

No habitas el presente. Las personas más felices viven y disfrutan el momento actual. Pasar mucho tiempo recordando el pasado genera sentimientos de nostalgia y depresión; mientras que pensar constantemente en el futuro produce ansiedad. Haz pausas e involucra tus sentidos para notar lo bonito alrededor. Este momento es el que tienes disponible ahorita.

Caes en la trampa del cuando. ¿Dejas la felicidad para después o para cuando cierta condición se cumpla? Voy a ser feliz cuando me case, cuando tenga vacaciones, voy a ser feliz cuando me promuevan en el trabajo, cuando cambie de carro, cuando mis hijos terminen la carrera. Pensar de esta manera hace que la felicidad nos quede siempre un paso adelante o a la vuelta del la esquina. Tómate unos momentos o unos días para disfrutar las metas que alcanzas, los objetivos que cumples. No postergues la felicidad.

No has encontrado el propósito de tu vida. Las personas más felices pueden articular en una frase corta la razón por la que se levantan cada mañana –sin contar la alarma del despertador-. Cuando no tenemos claro a dónde queremos ir podemos llegar a todos lados. Nuestro propósito de vida está en la intersección de lo que nos apasiona, lo que sabemos hacer, nuestros valores, fortalezas personales y sentido de trascendencia. ¿Qué te inspira?, ¿Qué te da curiosidad?, ¿Qué disfrutas haciendo?, ¿Qué sabes hacer muy bien?, ¿Cómo te gustaría ser recordado?, ¿Qué estarías dispuesto a hacer aún sabiendo que puedes fallar? Dedica tiempo a reflexionar sobre estas preguntas y muy posiblemente tu propósito de vida –si es que no lo tienes claro- empezará a dibujarse.

Circunstancias de vida pueden reducir nuestra felicidad. Pero una parte de nuestra felicidad o falta de ella depende de lo que hacemos y pensamos todos los días.

Si descubriste en esta lista algún rincón por donde a ti se te esté escapando felicidad asegúrate de sellarlo.

 

 

Naturalezamente feliz

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Nada me relaja más que pasar tiempo en la naturaleza. Caminar entre árboles con la montaña de fondo, escuchar las voces del agua o la música de los insectos, encontrarle forma a las nubes o perderme en los colores del cielo tiene un efecto tranquilizante para mi.

Los remolinos de pensamientos se apaciguan, bajan las revoluciones de las emociones intensas, los problemas existenciales parecen más gobernables, brotan ideas y aparece una sensación de equilibrio. La naturaleza es como una sesión de alineación y balanceo para cuerpo, mente y espíritu.

Desde que tengo memoria me hechizan los paisajes. Son fuente indiscutible de felicidad para mi, el verde me entra directo a la vena y cuando me desvió de la naturaleza me desvío del bienestar.

No sólo me pasa a mi. La conexión con la naturaleza nos hace más sanos y más felices. La ciencia ha demostrado sus beneficios:

Mejora nuestra salud. Pasar tiempo al aire libre baja nuestros niveles de cortisol –la hormona del estrés- y reduce el ritmo cardiaco. El efecto de la naturaleza es tan poderoso que basta mirar por una ventana o ver imágenes de paisajes para sentirnos más relajados y en paz. Las prisiones de gris sofocan el alma.

Mejora nuestro estado de ánimo. La naturaleza promueve emociones positivas y es un antídoto eficaz contra los efectos negativos que produce la práctica de incubar emociones y sentimientos. A esto también se le conoce como “rumiar” y se asocia con depresión y ansiedad. Los ambientes naturales logran liberarnos de los pensamientos recurrentes que nos mantienen patinando en el mismo lugar. Prácticamente no hay mal genio que sobreviva a una buena caminata y nada como una dosis de tierra y verde para serenar niños.

Reduce la fatiga de atención. Vivimos bombardeados por información que nos llega por todos los flancos y nos jala en todas direcciones. Esto causa fatiga mental y puede ser abrumador. Pasar tiempo en medios ambientes naturales nos permite desconectarnos y restaurar nuestra energía. Con esto mejora nuestra creatividad, capacidad para solucionar problemas y habilidad para conectar con los demás.

Fomenta el sentido de trascendencia. Exponernos a la belleza de la naturaleza desata nuestra admiración, capacidad de asombro y reverencia. Estar en un cañón y no verle fin a las montañas, levantar la vista para encontrar ese punto donde los árboles tocan el cielo, sentarse en la arena a contemplar el océano o tirarse a ver las estrellas puede ser una experiencia poderosa y sublime. Una escena natural nos ofrece la oportunidad de encontrarnos con algo que va más allá de nosotros mismos. Su majestuosidad puede hacernos sentir al mismo tiempo insignificantes –pone nuestros problemas en perspectiva- e inmensamente grandes y parte de un todo que no tiene principio ni fin.

Me parece a mi que estamos pasando cada vez más horas adentro y en línea. Atrapados en cemento y presas de las pantallas. No estamos diseñados para ser sedentarios y nuestros niños tampoco. Estamos hechos para movernos y pasar tiempo al aire libre, bañarnos con un rato de sol e interactuar con el mundo que nos rodea.

No olvidemos o dejemos de priorizar nuestra relación con la naturaleza. Es restauradora y esencial para sentirnos vivos, sanos y felices.

¿Embotellador o incubador de emociones?

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¿Alguna vez te has puesto a pensar cómo manejas las emociones difíciles que vienen con los problemas de la vida?

Las personas reaccionamos de maneras diferentes, pero hay dos maneras de hacerlo que son muy comunes: embotellar emociones o incubar emociones.

Las emociones básicas -alegría, furia, miedo, tristeza, sorpresa, desprecio y repulsión- nos han acompañado desde que existe la humanidad. Todas cumplen una función y sirven un propósito. Pero en algún momento decidimos no aceptarlas como parte de nuestras vidas y empezamos a perseguir esta idea de la felicidad perfecta y permanente.

Tal Ben-Shahar –líder académico en el mundo de la Psicología Positiva- habla de un concepto que me gusta mucho: “permiso para ser humano”. Esta idea sugiere aceptar que las personas venimos cableadas de fábrica con la capacidad de experimentar una gran cantidad de emociones y es natural sentirlas, incluso cuando pudieran ser contradictorias.

Por ejemplo, podemos estar totalmente enamorados de nuestro bebé en un momento, pensar que no hay cosa más linda en el mundo y en dos horas sentirnos desesperados con esa creatura de otro planeta que no para de llorar y no tiene para cuando dormirse.

Darnos permiso de ser humanos supone aceptar que las emociones difíciles son parte de nuestra naturaleza y que una vida plena y feliz incluye problemas.

Hacerle frente a las emociones rudas, tener curiosidad sobre lo que tratan de decirnos y tomar decisiones en consecuencia es mucho mejor para nuestra salud y bienestar que negarlas, ignorarlas o ahogarnos en ellas.

Existen dos comportamientos comunes a los que recurrimos las personas para no encarar ciertos sentimientos: embotellar emociones o incubar emociones. Susan David los describe con detalle en su libro “Agilidad emocional”. A ver si te identificas con alguno de ellos o con los dos.

Si te suena conocido hacer a un lado las emociones difíciles, disfrazarlas, esconderlas debajo del tapete, meterlas al fondo del cajón y taparlas con un montón de calcetines para no verlas y seguir con tu rutina -como si nada estuviera pasando- es posible que seas un embotellador de emociones.

¿Cómo se ve en la práctica? Después de un conflicto con alguien cercano podrías sumergirte en un proyecto de trabajo que “tienes” que hacer. Luego de una ruptura amorosa podrías encontrarte tomando alcohol para anestesiar al dolor. A lo mejor estás muy triste, con ganas de llorar, pero tienes que ir al colegio de tus hijos y como no quieres llegar con la evidencia en los ojos mejor te pones a hacer galletas para distraerte. O postergas frustraciones personales ocupándote de los demás. Podría ser también que no expresas lo que sientes para no alborotar el avispero o minimizas la importancia de esa promoción en el trabajo que no recibiste y haces como que no te duele.

El tema con embotellar emociones es que no soluciona su causa y podemos pasar años padeciéndolas estacionados en el mismo lugar. En un trabajo que odiamos, en la relación que no funciona o pasando tiempo con ese amigo tóxico. Ignorar las emociones impide cualquier posibilidad de cambio o crecimiento.

Embotellar tiene un riesgo que se conoce como “fuga emocional”. Podemos pasar semanas tratando de evitar un tema doloroso, actuando positivamente y haciendo todo lo que tenemos que hacer en términos de obligaciones con nuestro mejor disfraz puesto. De pronto nos damos cuenta que uno de nuestros hijos olvidó darle de comer al perro y armamos una guerra nuclear o estamos viendo una película inofensiva y alguna escena nos deja llorando sin control. Tenemos una fuga emocional cuando un detalle pequeño tiene la capacidad de liberar toda la presión acumulada.

Ahora, si te instalas profundamente en los sentimientos difíciles, te cuesta trabajo salir de ellos o ver más allá… es posible que seas un incubador de emociones. Quizá ensayas en tu mente conversaciones que vas a tener con tu jefe o tu novio cuando los veas. O te reprochas por haber dicho “X” en lugar de “Y” y te castigas por no haber hecho las cosas de diferente manera. Los incubadores de emociones son como una olla de cocimiento lento. Una de las cosas más difíciles para las personas de esta naturaleza es “dejar ir”.

A diferencia de los embotelladores que evaden sus emociones, los incubadores las sienten intensamente y corren el riesgo de ahogarse en ellas. Pueden tener la impresión de que pensando mucho en sus problemas o mortificaciones solucionan el problema. Pero sólo pensar no es suficiente, más bien es agotador y poco productivo. Es necesario tomar acción.

Ni embotellar ni incubar emociones favorecen nuestra salud y bienestar. Son “aspirinas emocionales de corto plazo”, como dice David. Recurrir a estas tácticas de vez en cuando no es problema; a veces es necesario hacer a un lado un conflicto para sacar adelante una tarea importante.

Pero estas estrategias usadas de manera consistente tienen un efecto negativo en nuestras condiciones de vida, frenan el cambio y nos alejan de la gente que queremos.

No es fácil cambiar nuestros estilos de un día para otro, pero quizá un primer paso podría ser identificar nuestras reacciones cuando estamos invadidos de emociones difíciles y mostrar un poco de curiosidad para explorar de dónde vienen.

Y tu… ¿embotellas o incubas emociones?