El mejor momento de tu día

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“Los puntos sólo se unen hacía atrás” decía Steve Jobs y justo así me llegó el tema para este artículo… conectando una serie de eventos pasados.

La idea fue agarrando forma mientras corría en una máquina del gimnasio. Invariablemente, así como pasa la banda bajo mis pies, pasan cientos de cosas por mi cabeza. Algunas veces, uno que otro pensamiento decide quedarse y transformarse al ritmo del trote en un tema para compartir en este espacio.

Recién había pasado la celebración de Acción de Gracias en Estados Unidos y pensé en escribir sobre la gratitud, pero decidí que no, pues ya le he dedicado un par de artículos. Entre pasos, me acordé de un ejercicio muy lindo para apreciar lo bueno en nuestras vidas que se llama “el mejor momento del día”, de ahí brinqué a identificar cuál había sido mi mejor momento del día anterior y en ese recuerdo encontré qué decir.

Mi mejor momento fue patrocinado por una de mis personas favoritas en el mundo. Tiene 18 meses de edad, es completamente encantador y tiene una fuente inagotable de energía.

Jugamos un rato en el parque bajo su dirección. Subimos y bajamos escaleras, dejamos caer piedritas por un resbaladero de cemento, fuimos al columpio, acción al máximo. Y de pronto y de la nada… este motor de año y medio se acostó boca arriba sobre el pasto para ver el cielo.

Relajado, quieto, en paz.

Me quedé parada viéndolo esperando que brincara de regreso a la vertical y saliera corriendo, pero él se quedó decididamente instalado en su posición horizontal. Sentí el impulso de acompañarlo. Hice lo mismo, me tiré en el pasto y nos quedamos varios minutos viendo al mundo desde abajo.

Ese pequeño momento fue grande por varias razones, sobre todo ahora que lo veo hacia atrás y reflexiono sobre todo lo que me hizo pensar y sentir.

Sin palabras todavía, pero con un dedo que comunicaba todo, este chiquito me señaló el pedazo de luna que empezaba a asomarse por detrás de las ramas de un árbol, las mariposas que volaban por encima de nosotros. Llevándose el dedo al oído me hacía saber que era momento de escuchar e identificar los sonidos alrededor y supongo que al quedarse inmóvil, me transmitía que el objetivo era sentir.

Minutos de silencio, de pausa, de simpleza, de tocar raíces, de habitar el presente, de apreciación y asombro.

No importa qué tan acelerados estemos, siempre podemos elegir hacer una pausa. Tenemos la opción de correr, subir, bajar y girar sobre nuestro propio eje a mil revoluciones por segundo. También tenemos la opción de parar. No importa qué tan agitados estemos en un momento, podemos decidir qué tan calmados queremos estar en el siguiente.

Verlo a él acostado en el piso mirando al cielo me conectó con mi propio deseo de hacer tierra. Me dio la oportunidad de recordar lo delicioso que es, de pensar desde hace cuánto tiempo no lo hacía y cuestionarme por qué no lo hago. El zacate, césped, pasto o como le llames siempre está disponible.

Me hizo pensar que todavía no se desprende de lo esencial. Quizá es porque recién empieza a vivir. Me asusta pensar que con los años, las obligaciones y las expectativas se aleje de ese lugar auténtico. ¿Cuándo es que nos despegamos de lo fundamental?, ¿Por qué dejamos de jugar?, ¿Por qué nos volvemos complicados?, ¿Por qué dejamos de andar descalzos y tirarnos boca arriba para ver las estrellas?

Me trajo al momento presente. Esta pausa inesperada se convirtió en una oportunidad para sentir curiosidad, asombro y apreciar el mundo a mi alrededor usando todos los sentidos. Vamos siempre en piloto automático sin percibir, sin sentir la vida.

La felicidad está en lo simple. En tirarte sobre el pasto para ver un pedazo de luna detrás de los arboles y las mariposas al pasar. Un momento pequeño puede ser grande si nos detenemos para crearlo y disfrutarlo.

Esos minutos fueron mi mejor momento del día. Primero porque estaba con él. Luego porque vi el mundo desde otro punto de vista, recordé cuánto me gusta la luna e hice una nota mental para voltear a verla, porque sentí paz habitando el presente.

Y también porque me hizo pensar en lo fácil y accesible que es crear momentos felices, de calma y tranquilidad si tan sólo decidimos parar.

Nota: El ejercicio “tu mejor momento del día” es una herramienta poderosa para practicar la gratitud y apreciar las cosas buenas en tu día. Cada noche, antes de irte a dormir, escribe cuál fue el mejor momento de tu día y describe brevemente por qué. A pocos días de comenzar con este ejercicio comenzarás a notar que andas por tus días buscando y notando momentos positivos que serán candidatos a ganarse el puesto en tu colección y te sentirás más feliz.

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Jóvenes al borde de un ataque de nervios

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“Diez razones por las que los adolescentes están más ansiosos que nunca” es el título de un artículo que llamó mi atención este fin de semana. Aquí te dejo el vínculo.

Tengo dos jóvenes en casa que justo hace unos meses tocaron la puerta de la adolescencia decididas a meterse de lleno. En realidad, no es su debut a esta etapa de la vida lo que me inquieta… les tocará a ellas sobrevivirla y a los que estamos a su alrededor también. Más bien me preocupa pensar: ¿Qué estaremos haciendo los padres para crear ambientes donde la ansiedad de nuestros hijos prospera?

Y es que efectivamente los datos apuntan a que la ansiedad va en franco aumento entre niños y jóvenes.

En la última década la ansiedad ha superado a la depresión al convertirse en la razón número uno por la que los jóvenes buscan apoyo profesional y es el desorden mental más común en Estados Unidos –afecta a una de cada tres personas-. Las Naciones Unidas señalaron en el pasado Reporte Mundial de la Felicidad que para elevar el bienestar mundial es imperante atender los temas de salud mental.

¿Cuáles son algunas de las razones que explican la creciente ansiedad entre los adolescentes?

Nuestros niños y jóvenes tienen que cumplir con una expectativa muy alta: convertirse en súper-humanos. Tienen que ser deportistas, saber bailar, apreciar el arte, tocar violín, opinar de política, hablar francés y tener un portafolio de pasatiempos interesantes. Es obligatorio aparecer en la lista de honores del colegio, ser el estudiante del año –o de perdido del mes-. Deben ser ejemplo de buenos modales desde pre-kínder y llenarse la frente de estrellas doradas. Para ayudarles… los llenamos de tutores, saturamos sus días con clases extras, les buscamos intercambios en el extranjero, campamentos de verano de arquería, organizamos su agenda social con planes y reuniones. Siempre hay espacio para más y tienen que asegurar su lugar en el mundo.

Pero pareciera que tanta actividad y tanta expectativa está llevando a nuestros jóvenes al punto de quiebre…

Desde 1985, el Instituto de Investigación de Educación Superior de la Universidad de California (UCLA) pregunta a los estudiantes de nuevo ingreso si se sintieron abrumados por todo lo que tuvieron que hacer el año anterior. En 1985, el 18% respondió que sí; en 2010, este número creció a 29%; en 2016, fue de 41%. Parece que la cantidad de obligaciones empiezan a desbordárseles.

Los niños y los jóvenes tienen jornadas tan largas y faltas de tiempo libre como los adultos. Muchas matemáticas, tecnología, ciencia… pero pocas habilidades para la vida de esas que se desarrollan jugando al aire libre, con los amigos o simplemente no haciendo nada.

Las redes sociales son también una fuente generadora de estrés y ansiedad. A través de ellas, los adolescentes se someten a una brutal y constante comparación con los demás. Sirven también para medir el nivel de popularidad por medio de “likes”, “shares”, comentarios y número de seguidores. Es necesario atenderlas, revisarlas y alimentarlas constantemente para estar “in”, para estar enterados de todo y no perderse de nada. Las redes sociales pueden ser más demandantes que una pareja celosa.

Los teléfonos celulares ofrecen un escape fácil pero no saludable ni conducente a identificar y manejar emociones. Los adolescentes pueden meterse a esos aparatos mágicos para no sentir o evadir emociones incómodas, para no estar solos, no pensar en el colegio, no estar en silencio o no tener que interactuar en la vida real con los demás. Son un portal para evitar las incomodidades, pero con un efecto secundario peligroso: reducen las oportunidades para desarrollar la resiliencia necesaria para superar los retos del día a día que vienen con esto de vivir.

Pero… ¿Y que hay de nuestra contribución como padres?

No puedo evitar pensar que parte de la explicación de esta creciente ansiedad debe caer en nuestra cancha.

Me siento responsable.

¿Qué estamos modelando?, ¿Qué aprenden de nosotros?

Estos adolescentes son hijos de padres que también vivimos cada día más estresados y ansiosos. Modelamos que el tiempo libre es sinónimo de mediocridad y una vida poco glamorosa, que más es siempre mejor.

Son hijos de papás y mamás secuestrados por la prisa, atrapados en la competencia social, corriendo sin parar en una rueda de hámster sin línea de meta, aceptando compromisos como si tuviéramos ocho manos o pudiéramos estar en varios lugares a la vez, con la atención rehén de nuestros teléfonos, ausentes física y emocionalmente.

Hijos de padres crónicamente cansados, ridículamente saturados, habitantes de medio tiempo del futuro que hemos olvidado jugar y pasarla bien en el presente.

Padres que muchas veces hemos enterrado quiénes somos, que postergamos nuestras versiones auténticas y nos dejamos atrapar por la rutina o el deber ser sin cuestionar si en el camino nos perdemos. Dedicamos nuestras vidas a actividades, relaciones u obligaciones que no nos inspiran y, entonces, tenemos que esconder la frustración, ponernos un uniforme o fabricarnos una personalidad para hacerle frente a la vida. ¿Será que los enseñamos a vestirse también para combinar con el mundo, en lugar de consigo mismos?, ¿Será que observan que quedar bien afuera es más importante que ser genuinos?

¿Será que queremos vivir la vida a través de ellos, los usamos para competir y nos afirmamos con sus logros?

Son hijos de padres que resolvemos todo, en especial, lo que no debemos. Armamos sus grupos de amigos por medio de WhatsApp. Decidimos con quién sí vale la pena juntarse y con quién no. Hacemos estrategia para acomodarles el futuro y posicionarlos. No importa si dos amigas se quieren… importa si se convienen. Les robamos el derecho de opinar y la oportunidad de tomar decisiones sobre con quién pasar sus ratos.

Crecen bajo la expectativa o con la obligación de ser cien por ciento felices. Los papás queremos que así sea y hacemos todo lo posible para lograrlo. No dejamos que sientan tristeza, aburrimiento o frustración, tampoco les dejamos ver cuando a nosotros nos invaden estas emociones. Quitamos obstáculos del camino, resolvemos todo. Quizá les transmitimos que ser completamente felices todo el tiempo es lo normal, lo esperado y, entonces, cuando no logran serlo –como es natural- empiezan a pensar que algo está mal con ellos.

Me parece que con la mejor de las intenciones los papá estamos creando ambientes que fomentan la ansiedad, la competencia feroz, la comodidad y esas burbujas donde no caben las emociones difíciles. En lugar de crear ambientes que favorezcan la resiliencia, la tolerancia y la solución de problemas.

Pero al final y como dice el dicho: “las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra”. Revisemos nuestros propios niveles de ansiedad y trabajemos para reducirlos. La felicidad de nuestros hijos, empieza por nosotros.

¿Puede el dinero comprar la felicidad? Parte II

 

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¿Tu qué piensas?

Con esta pregunta arrancamos  la primera parte de este artículo la semana pasada y luego exploramos por qué no siempre logramos convertir el dinero en felicidad. O dicho de otra forma… por qué no siempre más dinero se traduce en más felicidad.

Decíamos que hay varios sospechosos y hablamos de las comparaciones sociales, la trampa del estatus y el proceso de habituación. Hoy seguimos con dos más:

 La carrera de ratas. Decimos que una persona participa en una carrera de ratas cuando es incapaz de disfrutar el presente pues considera que sólo podrá ser feliz cuando alcance una meta determinada; recibir una promoción en el trabajo, graduarse de la universidad, comprar un carro de lujo, una casa más grande, etc. En este tipo de carrera, la felicidad está siempre un paso más adelante, así como el conejo que corre delante de los galgos y que nunca se deja atrapar… Compramos la casa grande y ahora es necesario ponerle alberca.

La afluencia económica ha crecido en los países industrializados y junto con ésta se ha elevado el nivel promedio de aspiraciones. Lo que antes era un lujo, como tener dos autos o un teléfono celular, ahora se ha convertido en una necesidad. Las personas tenemos expectativas y deseos crecientes que compensan negativamente los efectos positivos de incrementos en el ingreso.

Estamos en una especie de caminadora hedónica que nos obliga a satisfacer constantemente nuevas necesidades para conservar nuestro nivel de felicidad.

Mejoran nuestras condiciones materiales y al mismo tiempo se deterioran nuestras condiciones sociales. Pasamos más horas trabajando y tenemos menos tiempo disponible para la familia, los amigos, el entretenimiento o el descanso. Si queremos que la aportación del dinero adicional a nuestra felicidad sea mayor debemos bajarnos de la caminadora y empezar a visualizar nuestra felicidad como un viaje y no como un destino.

Querer no es lo mismo que gustar. Con frecuencia sobrestimados lo felices que nos hará y todo el uso que daremos a nuestra nueva adquisición. Queremos algo brillante y lujoso para luego descubrir, cuando ya es nuestro, que no nos gusta tanto. Los zapatos con tacón de 15 centímetros se ven divinos en la revista, en la tienda y en nuestros pies, pero después de cinco minutos de usarlos nos patrocinan un tremendo dolor de espalda.

Un ejemplo clásico para explicar este fenómeno es el del cachorrito bonito. Lo imaginamos dormido en su cojín, limpio, bien portado y deliciosamente acurrucado en nuestros brazos. Pero ya que está en casa descubrimos que muerde, llora en la noche, acaba con el jardín, rompe cosas y hace pipí por todos lados.

Es una buena idea examinar por qué queremos algo y como será nuestra experiencia una vez que pase la novedad, antes de comprarlo.

¿Cómo hacer entonces para que más dinero se traduzca en más felicidad?

El dinero adicional tiene un efecto más grande y permanente en la felicidad cuando lo gastamos en experiencias, por ejemplo, unas vacaciones con la familia –planearlas, vivirlas y luego recordarlas aporta a nuestra felicidad-, hacer ejercicio o desarrollar un pasatiempo.

Otra manera para comprar más felicidad es gastando el dinero adicional en los demás. De acuerdo con los investigadores Elizabeth Dunn y Michael Norton, una de las maneras más gratificantes de usar el dinero es invirtiéndolo en los demás y puede hacerse de muchas maneras diferentes: donando dinero a fundaciones que apoyan a personas en lugares lejanos o invitando la cena a un buen amigo. Dunn y Norton además demuestran que este principio no es sólo aplicable a individuos, sino que puede ser utilizado por empresas que tienen como objetivo aumentar la felicidad de sus colaboradores o crear productos que brinden más satisfacción. Algunas empresas como PepsiCo y Google están aprovechando estos beneficios motivando a sus benefactores, clientes y empleados a invertir en los demás. La generosidad es una vía por medio de la cual el dinero puede generar felicidad.

La moneda más valiosa no es el dinero, la inteligencia, la belleza, o nuestra habilidad para programar. Nuestra moneda más valiosa son nuestras relaciones sociales o nuestro capital emocional, como dice Susan Scott.

En caso de tenerlo, no es obligatorio gastar todo el dinero extra. Pagando deudas y ahorrando podemos incrementar nuestro bienestar emocional. No subestimemos el poder que tiene en nuestra tranquilidad irnos a dormir sabiendo que no debemos dinero o tenemos una reserva para hacer frente a potenciales adversidades.

La ciencia de la felicidad nos sugiere evitar las comparaciones sociales y la trampa del estatus, retirarnos de la carrera de ratas, dejar de gastar dinero en cosas materiales a las que nos acostumbramos rápidamente y más bien gastarlo en experiencias, invirtiéndolo en los demás o ahorrando. Siguiendo estas recomendaciones podremos comprar algo de felicidad.

¿Puede el dinero comprar la felicidad? Parte I

 

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¿Tu qué piensas?

Cuando hablo de la relación entre el dinero y la felicidad me gusta arrancar con esta pregunta. Ahora le tocó responderla a mis alumnos.

Sin importar el tipo de audiencia, las respuestas comúnmente se acomodan en cuatro grupos. En el primero están los pocos casos que rápidamente opinan “no”; en el segundo, caen unos cuantos envalentonados que responden “si”. En el tercer grupo entran los que responden “a veces” o “depende” y; en el último, que invariablemente es el más grande, quedan los que permanecen callados con cara de conflicto interior.

Hay varios dichos populares que tienen cierto grado de sabiduría detrás, por ejemplo: “el dinero no trae la felicidad, pero yo prefiero llorar en un Ferrari”, “los que piensen que el dinero no trae la felicidad que lo transfieran a mi cuenta” o “el dinero no compra la felicidad, pero da el enganche”. Todos estos sugieren que, aunque el dinero no es todo para ser feliz, en algo ayuda.

¿Qué nos dice la ciencia con respecto a la relación entre dinero y felicidad a nivel individual?

Estudios de cientos de investigaciones muestran que existe una relación positiva entre dinero y felicidad. En otras palabras, las personas que tienen un nivel de ingreso mayor efectivamente tienden a tener niveles de felicidad más altos, pero esta relación es muy débil. Entonces sucede, por ejemplo, que una persona gana cincuenta veces más dinero en un mes que otra y, sin embargo, la diferencia en su nivel de felicidad es de sólo un punto más alta en una escala del 1 al 10.

Sabemos también que el dinero es muy importante para el bienestar individual cuando es tan escaso que no alcanza para satisfacer las necesidades básicas –alimentación, vivienda, salud-. Pero una vez que lo elemental está resuelto, el impacto del dinero adicional en la felicidad disminuye.

Esto último da pie a una pregunta diferente…

¿Por qué más dinero no siempre se traduce en más felicidad?

Varios factores son sospechosos y podemos caer víctimas de alguno de ellos o de todos. En el artículo de hoy hablaremos de tres… A ver con cuál te identificas tú.

Comparaciones sociales. Vivimos en contextos sociales y constantemente nos comparamos con los demás. Nuestros deseos, aspiraciones y necesidades están altamente influenciados por lo que tienen los integrantes de nuestro círculo social cercano -familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos-.

Cuando la mayoría de nuestros conocidos maneja un auto pequeño estamos satisfechos con el nuestro, pero si alguien cambia el suyo por una camioneta, comenzamos a sentir que debemos hacer lo mismo. Si los papás de los compañeros del colegio ofrecen fiestas de primera comunión cada vez más sofisticadas para sus hijos, sentimos la necesidad de organizar fiestas iguales o mejores para los nuestros –aunque tengamos que endeudarnos-.

Los secciones de sociales de los periódicos nos marcan la referencia de cómo debemos vestirnos, peinarnos y en qué restaurantes comer.

En el trabajo comparamos nuestro ingreso con el de nuestros colegas y, más que la cantidad absoluta de dinero, lo que importa es ganar un poco más en términos relativos. Como dice Mencken: “Un hombre rico es aquel que gana $100 dólares más que su cuñado”.

Esto aplica en todos los contextos. Realizaron un experimento en la Universidad de Harvard y preguntaron a los participantes en donde preferirían vivir, un mundo donde ganaran $50,000 dólares al año y todos los demás habitantes $25,000 dólares, o un mundo donde ganaran $100,000 dólares al año y el resto $200,000 dólares. La mayoría eligió el primer mundo, donde ganarían menos en términos absolutos pero más que los demás.

El problema con las comparaciones sociales es que son tóxicas, son malas para nuestro bienestar emocional por una razón sencilla: es imposible ganar en este juego. La realidad es que no importa qué tan exitosos o ricos seamos invariablemente nos toparemos con alguien que lo sea aún más.

La trampa del estatus. Con frecuencia gastamos dinero en bienes de posicionamiento; es decir, bienes que indican a los demás nuestra posición en la sociedad (ropa de marca, automóviles de lujo, relojes, etc.).

Una bolsa de lujo cumple la función de guardar artículos personales tan bien como una bolsa económica, pero la de lujo además confiere estatus a quien la usa.

Cuando muchas personas empiezan a tener la misma bolsa, ésta pierde su función como bien de posicionamiento y ahora es simplemente una bolsa que sirve para guardar cosas, pero que costó una fortuna –y seguimos pagando durante 24 meses-.

Cuando gastamos más en estos bienes y nuestro estatus mejora, nuestra felicidad aumenta. Sin embargo, cuando el resto de las personas también gasta más en bienes de posicionamiento, el resultado inevitable es que nuestra posición social relativa permanece, pero en el camino gastamos el dinero adicional.

Caemos en esta trampa de buscar nuestra felicidad a través de mejorar nuestro estatus social y posición relativa adquiriendo más bienes materiales.

Y es que efectivamente, estas acciones producen felicidad en el corto plazo. El problema es que el efecto de los bienes materiales en la felicidad es de corta duración y se evapora rápidamente; sin embargo, el esfuerzo requerido para obtener estos bienes es muy alto (más horas en la oficina, menos tiempo con la familia, más deudas y más estrés)

Habituación. El fenómeno de habituación también explica por qué más dinero no siempre se traduce en más felicidad. Gastamos dinero en artículos a los que nos acostumbramos rápidamente (autos, ropa de marca, zapatos, casas, etc.).

Estos artículos nos brindan satisfacción cuando recién los adquirimos, pero a medida que los usamos su efecto en la felicidad se diluye. El auto nuevo huele a nuevo solamente los primeros meses. La felicidad que nos otorgan estos bienes es pasajera pues dejan de ser novedad rápidamente.

 La ciencia de la felicidad nos sugiere evitar las comparaciones sociales, la trampa del estatus y gastar el dinero adicional en cosas materiales a las que nos acostumbramos en unos cuantos días.

Practicar la gratitud es una estrategia que nos protege contra las comparaciones sociales. Cuando logramos apreciar lo que tenemos, lo que tienen los demás pierde relevancia. Y para evitar caer en la trampa del estatus, a veces, lo único que se requiere es un poquito de valentía para decidir no jugar.

En el artículo de la próxima semana revisaremos un par de factores más que nos ayudan a entender por qué más dinero no necesariamente se traduce en más felicidad.

Además compartiré contigo cómo sí podemos usar el dinero para comprar felicidad.

 

 

 

 

Feliz día de la muerte

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En esta semana celebramos a los muertos y vivimos una de las tradiciones mexicanas que más me gustan.

Festejamos a la muerte, escribimos calaveras literarias en tonos chuscos, irónicos y hasta retadores. Dedicamos letras que riman a los difuntos y también a los vivos. Nos reímos y mofamos de la calaca con este humor que nos caracteriza a los mexicanos.

En estos días, la muerte es alegre, la flaca se viste de colores. Es tiempo para recordar a los seres queridos que ya no están. Montamos en nuestras casas altares con sus fotografías y ponemos eso que les gustaba: el sombreo, los cigarros, los lentes, chocolates, dulces, el ron o los aretes. Adornamos el espacio con velas, calaveras de azúcar decoradas con colores brillantes, flores naranjas, papel picado, pan, agua, sal. Todo para hacer de su viaje y visita una fiesta.

En todas las culturas, la muerta siempre invita a la reflexión, a la búsqueda de respuestas, al descubrimiento de lo importante. La muerte viene acompañada de rituales y ceremonias que causan al mismo tiempo temor, admiración e incertidumbre.

Por irónico que esto suene, pensar en la muerte puede ser poderoso en términos de nuestro bienestar. ¿Cómo es esto?

Tener un propósito de vida bien identificado está altamente relacionado con la felicidad y el bienestar emocional. Saber qué nos motiva y nos saca de la cama cada mañana es fundamental para nuestra motivación y sentido de dirección. Algunas personas no tenemos muy claro cuál es la razón por la que estamos aquí y una manera de descubrirla es pensar en nuestro legado. ¿Cómo te gustaría ser recordado cuando ya no estés aquí?, ¿Qué cualidades, atributos te gustaría que tus seres importantes resaltaran de ti? Pensando en nuestra muerte podemos acercarnos a eso que es muy importante para nosotros y en cómo queremos contribuir más allá de nuestro ser.

En muchas ocasiones, cambios trascendentes o radicales de vida son impulsados por encuentros cercanos con la muerte, enfermedades o accidentes. Es en esos momentos cuando redefinimos nuestras prioridades y empezamos a vivir en una manera más auténtica y parecida a nuestro ideal.

Si hoy llegara la muerte a decirte “vamos, ya es hora”, quizá tratarías de negociarle un poco más de tiempo. Quizá le reclamarías que no te notificó dos semanas antes y tienes muchas cosas pendientes. Por ejemplo, ordenar las fotografías familiares, escribir un libro, pasar tiempo con tus hijos, reconciliarte con esa persona, decirle a otra cuanto la quieres, conocer cierto lugar. Y la muerte te respondería algo parecido a: “te he dado toda una vida para hacerlo”. No dejemos, entonces, todo para después. Hagamos lo importante desde hoy para que cuando nos llegue el día viajemos ligeros.

Pensar en la muerte también nos da la oportunidad de practicar la gratitud. Apreciar y agradecer todo lo que tenemos, las personas a nuestro alrededor, lo que podemos hacer. Recordar y agradecer lo que nuestros seres queridos que ya partieron hicieron por nosotros.

Toca celebrar la vida de los que se fueron y la vida de los que todavía andamos por aquí.

¡Feliz día de los muertos!