Y llegamos al año…

Esta semana he estado sintiendo mucho. El primer aniversario del modo pandemia me está pegando. De unos días para acá me visitan, hasta en sueños, los recuerdos de todo lo que hice en los días anteriores al confinamiento.

No sabía en ese entonces que estaba viviendo los últimos días de mi estilo de vida pre-covid. Comiendo en restaurantes, viajando, abrazando gente, dando clases y conferencias en tercera dimensión, viendo caras completas, usando lápiz labial, yendo al cine, acompañando a mis hijas a sus partidos.  

En mi mente esto era una noticia escandalosa y un evento que duraría, cuando mucho, dos semanas.

Ya sonaba el rumor de un nuevo virus cuando me fui a la India el 4 de marzo de 2020. En contra de la voluntad de varias personas a mi alrededor, me lancé.

En los aeropuertos de México y Estados Unidos aún no había nada que indicara que el mundo estaba por ponerse de cabeza. Viaje usando el cubre bocas de manera intermitente. Yo estaba en modo escéptico.

Llegado a la India tuvimos que llenar un formulario, nos tomaron la temperatura y nos echaron un chisguete de gel antibacterial. El único inconveniente de este proceso fue hacer fila detrás de unos 400 pasajeros a la 1:00 am de la madrugada luego de haber estado 15 horas apretujada en mi asiento sin dormir.

En Nueva Delhi, en la entrada del hotel nos recibió una persona con un termómetro en forma de pistola. Daba nervios que te apuntaran con un rayo rojo en el centro de la frente. ¿Qué tal si salía una bala? o ¿Qué tal un resultado que sugiriera un estado febril? Después de un año de ser apuntada en la cabeza en todas partes, temo que un revólver real ya no me impresione.

Arrancamos el tour en una burbuja. Durante los siguientes días, nada de lo que se escuchaba en otras partes del mundo parecía tener eco en ese alejado país. Nosotros caminábamos entre multitudes atrapando imágenes con nuestras cámaras.

Con el pasar de los días fueron alcanzándonos las noticias. Llamadas de familiares pasando nombres de los primeros conocidos contagiados en México, preguntando-sugiriendo si pensábamos acortar el viaje y volver. A sus preocupaciones, yo respondía enviando una foto mía con un paisaje maravilloso detrás y la leyenda “aquí no pasa nada”.   

El entorno fue cambiando. Más medidas sanitarias. Más registros. Mas termómetros en templos y monumentos. Una revisión médica antes de ser admitidos en un hotel.

Algunos países empezaron a cerrar sus fronteras. Las conversaciones de nuestro grupo en el autobús comenzaron a girar alrededor de la pregunta: ¿Adelantamos nuestro regreso o nos la jugamos? Empezamos a estar más alertas, a monitorear vuelos, a sentirnos inquietos. Una especie de ansiedad subyacente se unió a nuestro tour.

Unos cinco días antes de que terminara nuestro viaje las cosas empezaron a complicarse. Íbamos camino al pueblo del opio cuando nuestro maravilloso guía Sandip recibió una llamada a su celular. Se puso muy serio. Colgó y tomó el micrófono. “No podemos entrar al pueblo, las autoridades no quieren recibir extranjeros. Ellos están sanos, no tienen medicamentos para hacerle frente al virus y no quieren exponerse”. De ahí en adelante las fichas cayeron rápido. Anunciaron el cierre del Taj-Mahal. Esta maravilla del mundo era la última parada para cerrar con broche de oro nuestra visita. Tendré que volver.

Con esa noticia empecé a pensar en adelantar mi regreso.

Anunciaron el cierre de los templos, los monumentos, los fuertes. Más vuelos cancelados. Más países cerrando fronteras. Más angustia.

Me despedí del grupo en Jaipur tres días antes del regreso oficial y, ahora sí, sentí la pandemia con todo. El aeropuerto estaba vacío… ¿Te imaginas un lugar en la India sin gente? Era como estar dentro de una película surrealista. Si no salía el avión de Jaipur a Delhi, tampoco podría tomar el vuelo transatlántico. En ese momento estar en mi continente ya era ganancia. Despegamos. A bordo estábamos la tripulación y unas diez personas más, la mayoría extranjeros.

Aterrizamos en Delhi. El aeropuerto estaba desierto. Una imagen contrastante a la que había registrado en mi memoria cuando llegué. La espera fue larga, unas 7 horas. Encontré una mesa frente a una pantalla. Se volvió compulsivo monitorearla. Me daba miedo que el letrero cambiara de “a tiempo” a “cancelado”.

Las horas se sintieron largas.

Pocas veces he sentido tanta tranquilidad como cuando el avión de Delhi a Newark pegó carrera y levantó las llantas de la pista. Aterrizamos unas 16 horas después a eso de las 5:00 de la mañana. Quedarme atrapada en Nueva York ya era mucho mejor opción.

Mi siguiente vuelo a la Ciudad de México lo cancelaron 50 minutos antes del horario programado de salida. Corrí al mostrador de United y la joven que estaba ahí me dijo: “No preguntes nada, corre conmigo, hay un vuelo a Houston, yo me encargo de tu conexión”. Confié y corrí. Entré en “safe” al avión.

El piloto anunció el descenso. Por ahí de los 10,000 pies nos tuvo dando vueltas alrededor de la ciudad en lugar de bajar. Entonces abrió el micrófono: “mmm… tenemos una situación”. Esa es una combinación de palabras que no quieres escuchar estando en un avión. “No podemos aterrizar en Houston porque hay tormenta eléctrica, tampoco podemos seguir sobrevolado la ciudad por falta de combustible. Vamos a Nuevo Orleans para cargar el tanque y esperar a que mejore el clima”.  Estaba tan cansada que, en lugar de entrar en pánico, pensé “OK, vamos a New Orleans” y seguí leyendo mi libro, que muy a tono con el contexto actual era “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.

Cinco vuelos y cincuenta horas después aterricé en Monterrey a eso de las 11:00 de la noche. Como yo era potencialmente contagiosa, me dejaron un coche en el aeropuerto para no contaminar a nadie. En casa, la instrucción era que dejaran todas las puertas abiertas desde la entrada hasta la regadera para no tocar nada.

Y así empezó la cuarentena que en mi mente duraría sólo dos semanas.

Y así empezó a cambiar nuestro mundo.

A la vuelta de un año, ahora veo películas donde sale mucha gente y me parece raro que no tengan tapabocas. Las imágenes de estadios, de auditorios, de fiestas de celebración me inyectan nostalgia directo a la vena. Con frecuencia sueño que camino entre personas, de pronto, me doy cuenta de que nadie tiene máscara y el sueño se convierte en pesadilla.

Esto empezó para mí como un tema lejano en forma de circulo con un diámetro tan grande que parecía imposible que me tocara. El círculo fue cerrándose con el paso de los meses. Los contagiados ahora eran mis conocidos, los enfermos graves estaban en mi perímetro. En febrero estuve dando pésames todos los días de una semana, a veces, hasta dos por día.

Los espacios han cambiado. Las casas son oficinas, salones de clases, estudios de música, campos de batalla. Lo que más me asusta de todo esto es que pensemos que así está bien. Las personas necesitamos cambiar de espacios, salir a conectar con los demás, a tomar aire. Y si, también hace falta descansar de las personas con las que vivimos.

Las empresas están reacomodándose y están tomando decisiones que quizá no habían contemplado antes. Están desocupando pisos enteros de oficinas porque han visto que las personas pueden trabajar desde su casa y pueden ahorrarse un montón de dinero. Y yo no puedo evitar pensar: “que se pueda, no significa que debamos”.

Y es que tengo la sensación de que no están considerando el costo que traerá la desconexión social, ni las consecuencias que esto tendrá en la salud mental. La innovación se complica estando en posición remota, mantener la cultura organizacional también. Me parece que están olvidando todo lo bueno que se genera cuando la gente se saluda en los pasillos, cuando los equipos hacen sesiones de ideación juntos en una sala. ¿Quién le está poniendo número a las sonrisas, a las interacciones junto a la cafetera, a los “high fives” que provocan los logros?

Me preocupa que el cuerpo de mis hijas vaya adoptando la forma del sillón en que se sientan a tomar sus clases, que se les olvide como entablar una conversación en persona, que se acostumbren a su mundo en línea. Extraño verlas metidas en sus partidos. Perdimos la racha de años de entrenamiento en los equipos de volibol y de basquetbol. Me da tristeza que hayan perdido esas canchas donde desarrollaban la resiliencia, donde aprendían a perder y a ganar, donde trabajaban en equipo. Nuestros niños y jóvenes están empatallados, sedentarios y solos.

El aire se siente espeso. La suma de las pérdidas y el sufrimiento colectivo sellan los pulmones al vacío. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental. Estoy cansada hasta los huesos de sentirme nerviosa, de tener pesadillas, de ver cómo la preocupación adelgaza a mis seres queridos, de tener que contener abrazos, de no ver a mis papás.

Al mismo tiempo han pasado cosas buenas. El mundo entero trabajando junto para fabricar una vacuna, héroes en los hospitales, voluntarios, solidaridad, innovaciones, aprendizaje, creatividad. Estamos aprendiendo a vivir entre opuestos, a manejar la incertidumbre, a ser más tolerantes, a soltar el control, a vivir en el caos.  Estamos conociendo mejor a nuestros hijos, vemos cómo interactúan con sus compañeros de clase, jugamos más, comemos en familia. Me parece que esto lo extrañaremos más adelante.

Podría seguirle a esta lista. Pero la meritita verdad es hoy no me dan ganas. Hoy necesito permiso para renegar.

Ya se me hizo largo el escrito. Acá lo voy a dejar. Sin preocuparme mucho por rematarlo con un final porque esta historia aún sigue.

Persiguiendo la luz del día

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El fin de semana leí “Persiguiendo la luz del día”. Eugene O’Kelly, antiguo CEO global de KPMG, escribió sus memorias en los tres meses y medio que pasaron entre su diagnóstico terminal de cáncer en el cerebro y su muerte en septiembre de 2005.

En su libro, O´Kelly narra los detalles de su enfermedad, así como sus reflexiones sobre la vida, la muerte y el éxito. Me pareció un texto sin desperdicio, emotivo y lleno de esa sabiduría que viene con estar al tanto de cuántos días quedan en la cuenta regresiva.

Tenía este libro formado en mi lista desde hace varios meses. No sabría decir por qué decidí leerlo justo ahora, pero calzó perfecto con la hipersensibilidad que tengo relacionada con tantas malas noticias. La muerte está trabajando turnos dobles y se asoma por todos los rincones.

No nos gusta pensar en nuestra muerte, nos da miedo, hacemos como que a nosotros no nos tocará, o al menos no en el futuro cercano. Quizá la ignoramos para no invocarla, volamos fuera de su radar para que se olvide de nuestra existencia. El peligro de andar por aquí olvidando que somos mortales es que tiramos el tiempo a la nada.

Cuando O’Kelly recibió el dictamen de su enfermedad y supo que le quedaban alrededor de 100 días, decidió administrar su muerte para que fuera lo más bella posible. Tuvo que hacer ajustes rápidos para vivir de la mejor manera posible.

Te comparto las lecciones que aprendí.

Lazos sociales. O’Kelly hizo una lista de todas las personas importantes en su vida y provocó un intercambio para despedirse. Expresó su cariño, compartió su admiración, mostró gratitud, resaltó momentos especiales del pasado. Para sus seres más cercanos organizó una última ocasión especial. Cerró sus relaciones honrándolas.

No hay nada más importante y valioso que nuestra gente. No tenemos que esperar una sentencia de muerte para hacer este ejercicio. La invitación es: hacer una pausa para pensar en las personas que queremos, en por qué las queremos y en decirlo. Hoy estamos aquí y podemos. ¿Quién está en tu lista?, ¿Qué te gustaría compartirles?, ¿Y si ya no esperas más? El amor escondido no le sirve a nadie.

Aceptación. Esto no quiere decir que la realidad que tenemos por delante nos gusta y entusiasma. Creo que ninguno de los que estamos aquí nos formamos para ser protagonistas en una historia de pandemia, por ejemplo. Aceptación significa que le hacemos frente a lo que llega, lo vemos, le ponemos nombre y trabajamos a partir de lo que hay. Resistirnos a situaciones que no podemos cambiar ni controlar sólo aumenta el sufrimiento.

Simplificar. Hacer un análisis del corto, mediano y largo plazo y dejar ir todo aquello que ya no sirve o aporta a nuestra vida. Concentrarnos en lo importante. Nuestra cultura ha girado en torno al “multitasking”, a tener más y mejores cosas. Acumulamos sin detenernos a preguntar: ¿Cuánto es suficiente? Vivimos más plenos y felices cuando identificamos nuestras prioridades y concentramos nuestra energía y recursos en conseguirlas. Todo lo demás sobra. ¿Te has dado cuenta de todo lo que se ha vuelto irrelevante en estos meses de pandemia?

Vivir en el presente. Disfrutar cada momento exactamente por lo que es. Si quitamos el piloto automático y vivimos con atención plena, entonces es fácil concluir que el momento presente es un regalo. ¿Te ha pasado que sabes que una experiencia está por terminar y entonces decides disfrutarla al máximo? Las últimas horas de unas vacaciones, los últimos minutos antes de separarte de alguien que quieres, la última canción del concierto que te gusta. Los sentidos se encienden cuando sabemos cuánto tiempo queda en el reloj. Y entonces ponemos atención al color del cielo, al sonido de los pájaros, al olor de su pelo, al sabor de la comida. Todos estamos en cuenta regresiva… ¿Por qué no empezar a disfrutar cada momento disponible desde hoy?

Momentos perfectos. Si vivimos en el momento presente podemos reconocer, crear y desenvolver momentos perfectos en lo cotidiano. En cada martes, en cada tarde, con cada persona. Llamadas, caminatas por la montaña, el calor del sol en la piel, la risa de tus hijos, un cumplido, una combinación de letras que hacen vibrar el corazón, conversaciones que divierten, que transforman, un intercambio de miradas. Podemos provocar momentos perfectos. Saca la vajilla fina, ponte el vestido que está esperando una ocasión especial desde que lo compraste, canta en voz alta.

Estamos recibiendo recordatorios constantes de que la vida tiene fecha de caducidad. Y más que asustarnos, creo que esto debería motivarnos a vivir con todo, a vivir enserio, a vivir con intención.

La vida es ahorita.