El modelo W.I.S.E.R y la temporada navideña

Navidad está a la vuelta de la esquina y aunque técnicamente es la época más feliz del año, llega de la mano de reuniones familiares que en ocasiones nos ponen los pelos de punta.

El estrés anticipatorio comienza imaginando a los invitados alrededor del pino. Estará la tía metiche, el cuñado con mala copa, tu mamá corriendo como gallina sin cabeza disparando órdenes y la sobrina que rola los ojos cada vez que alguien le dirige la palabra. Cualquier cosa puede pasar.

Quiero compartir contigo el modelo W.I.S.E.R., una herramienta para responder de manera estructurada a situaciones emocionales e interacciones sociales retadoras. Me topé con ella en el libro “Una Buena Vida” de los autores Robert Waldinger, MD y Marc Shulz, PhD.

Cada una de las letras en el acrónimo W.I.S.E.R. representa una etapa del modelo. En inglés, la palabra WISER quiere decir “más sabio”. Más sabiduría es el ingrediente perfecto para la época. No olvides llevar esta herramienta contigo al intercambio de regalos y tenerla a la mano durante la cena. En realidad, es atemporal y puedes utilizarla en cualquier ocasión.

Aquí los pasos.

W – WATCH

Observa y reflexiona con curiosidad.

Haz una pausa antes de brincar a la acción. Genera un espacio para procesar tus emociones y pensamientos. Los autores explican que nuestras primeras impresiones son poderosas, pero casi nunca están completas. Tendemos a dejar fuera información importante y a quedarnos con lo que nos resulta familiar.

La curiosidad es clave en esta etapa. Observa la situación en su totalidad. El lugar, el contexto, personas involucradas, sensaciones físicas, posibles consecuencias de tus acciones. Hazte preguntas: ¿Esta situación es común?, ¿Es la misma discusión de siempre?, ¿Qué es lo que típicamente pasa después?, ¿Es un evento nuevo o poco común?

I – INTERPRET

Identifica e interpreta emociones.

Ponle nombre a lo que estás sintiendo. Identifica las emociones que están presentes e interpreta el mensaje que tienen para ti. Además, intenta reconocer los detonadores. ¿Qué activo la respuesta emocional que estás teniendo?  

S – SELECT

Selecciona una opción.

Después de observar e interpretar, el paso siguiente es evaluar qué hacer. Explora varias alternativas antes de moverte a la acción. No olvides utilizar la empatía para entender la perspectiva de los demás y escuchar activamente.

La clave está en la pausa. Evitar una respuesta impulsiva, automática y más bien generar una evaluada, intencional y alineada con tu objetivo. Algunas preguntas poderosas en esta etapa son: Dado lo que está en juego y los recursos que tengo disponibles, ¿Qué puedo hacer en esta situación?, ¿Cuál sería un buen resultado aquí?

E – Engage

Accionar con gentileza la estrategia elegida.

Si evaluaste bien las opciones, las probabilidades de éxito son mayores. ¿Cuál es la mejor manera de ejecutar la estrategia?, ¿Sentido del humor?, ¿Enfoque directo? Elige con cuidado tus palabras, gestiona tus emociones, enfócate en encontrar soluciones, más que en asignar culpas y mantén la calma en tus conversaciones.

R- REFLECT

Reflexiona cómo te fue.

El último paso en el modelo consiste en dedicar unos minutos para reflexionar sobre el proceso y la experiencia para mejorar en el futuro. Justo como hacen los equipos profesionales de futbol una vez que concluyó el partido. ¿Qué funcionó?, ¿Qué aprendí?, ¿Qué puedo mejorar?, ¿Qué no repetir?

Aplicar el modelo W.I.S.E.R. requiere de un enfoque deliberado y enfocado a las soluciones de retos emocionales e interacciones personales estresantes. Además, promueve el autoconocimiento, la empatía y la comunicación efectiva. Es una guía para responder a las situaciones difíciles con sabiduría y consideración para todas las partes involucradas.

Aprovecho para desearte una ¡Feliz Navidad!

Positivismo Tóxico

Hace un par de semanas estuve en una reunión social flotando de un grupo a otro para conocer gente nueva. Me quedé estacionada en una conversación entre dos amigas que se ponían al día sobre el deseo de una de ellas de emprender el proyecto de sus sueños.

Todo iba bien hasta que la amiga que indagaba sobre el estatus del proyecto hizo una pausa, volteó a verme de frente y me preguntó: Y tú, ¿A qué te dedicas?. Soy consultor y coach en Psicología Positiva. ¡Ah!, ¡Qué bien!, ¡Entonces vamos a mandarle puros pensamientos positivos al proyecto! Dijo mientras le salpicaba polvos mágicos a la futura emprendedora. 

Chin.

Pausa incómoda de mi parte.

Cambio de pie de apoyo.

“Bueno. Sí. Pero pensar positivo no es suficiente, también tiene que definir una estrategia, objetivos y meterle muchas horas de trabajo.”

Comentario no muy bien recibido.

Cambio de grupo.

Me quedé pensando en esta asociación peligrosa que existe entre la Psicología Positiva y el positivismo tóxico. 

En la cultura occidental y en nuestra sociedad, ronda la idea generalizada de que para hacerla en la vida basta con manifestar el éxito y fabricar pensamientos positivos. Si fracasamos es porque nosotros mismos invocamos ese resultado con malas vibras. La expectativa es que seamos capaces de aniquilar las emociones incómodas, sonreír ante la adversidad y ahuyentar cualquier señal de preocupación o negatividad. 

El positivismo tóxico ha permeado tanto en nuestra manera de vivir que ser felices, optimistas, agradecidos y encontrarle el lado bueno a todo es obligatorio. Sugiere que cualquier obstáculo puede ser superado si somos positivos.

¿Te quedaste sin trabajo? ¡Que gran oportunidad para reinventarte!, ¿Te diagnosticaron con cáncer? ¡Sonríe, la actitud es todo!, ¿Perdiste un bebé? ¡Al menos sabes que puedes embarazarte!, ¿Quedaste paralítico? ¡Todo pasa por algo!, ¿Se incendió tu casa, murió la mascota, tienes Covid, te pidieron el divorcio, tu mamá se fracturó la cadera y tu hijo es adicto a las drogas? ¡El universo no te manda más de lo que puedes manejar! 

En un mundo donde sólo cabe lo bueno, no hay permiso para sentir miedo, tristeza, enojo, desilución. A estas emociones las hemos bautizado con el nombre de “negativas” y están tan satanizadas como la grasa en un buen trozo de carne.

El positivismo tóxico es peligroso. 

Los eventos trágicos, las malas noticias y las desiluciones requieren que atravesemos y procesemos emociones difíciles. Negar la existencia del dolor y pretender que estamos bien, porque es lo socialmente aceptable, intensifica los problemas y termina dejándonos sumergidos en una sensación de soledad.

Eso está claro en Psicología Positiva. 

No hay cantidad de pensamientos rosas ni frases motivacionales que alcancen para desviar las dificultades que vienen incluidas en el paquete de vivir.

La Psicología Positiva es mucho más que pensamientos bonitos.

El universo es aleatorio, amoral e imparcial. No anda metido en nuestras cabezas detectando a los pesimistas para recetarles catástrofes, ni a los optimistas para enviarles viento a favor. Las tragedias llegan sin importar si podemos manejarlas o no y a la gente buena le pasan cosas malas. 

Pensar positivo no sirve de nada si no hacemos el trabajo. El tiempo no cura todo, sino lo que hacemos con el tiempo. Para que funcionen, las intenciones, afirmaciones y pensamientos TIENEN que estar seguidas de acciones concretas.

La Psicología Positiva no niega el lado oscuro de la vida. Reconoce su presencia y parte de la realidad por horrorosa que ésta sea. 

Frases como “todo pasa por algo” o “el universo no te manda más de lo que puedes manejar” pueden sentirse como patada al hígado con bota vaquera picuda, aunque sean ofrecidas para mostrar solidaridad y dar consuelo. 

¿Cuál es la razón del universo detrás de la leucemia de un hijo?, ¿Detrás de los huérfanos que deja una guerra?, ¿Detrás de un abuso sexual?

Me queda claro que nuestra intención y deseo de apoyar a quienes queremos cuando atraviesan por momentos difíciles es genuina y buena.

Si queremos hacerlo efectivamente tenemos que aprender a usar mejores frases. Por ejemplo: “Estoy contigo”, “¿Quieres hablar al respecto?”, “Esto es muy doloroso”, “No sé qué decirte, pero estoy aquí para ti”, “Te quiero”, “¿Cómo estás hoy?”. Y si no sabemos que decir, basta con sentarnos en silencio junto a la persona, hacer la comida, quitarle un pendiente de encima.

Una vida plena y feliz incluye dificultades y problemas. Esto nos obliga a sentir y gestionar emociones agradables y desagradables. A involucrarnos en los procesos por dolorosos que sean, confiando en que podremos utilizar nuestras fortalezas, recursos personales y contar el apoyo de las personas que nos quieren. 

Capitalismo Consciente

Hace unos 25 años participé en una acalorada discusión de sobremesa alrededor del objetivo de las empresas. Mis contrapartes argumentaban que el fin último de las organizaciones era generar utilidades. Mi punto de vista era diferente. Para mí, generar utilidades era importante -de lo contrario el negocio no existiría- pero no debía ser el propósito superior. Éste más bien tendría que ser generar bienestar y contribuir positivamente en la vida de sus colaboradores, de la comunidad y del medio ambiente.

Aún recuerdo las miradas burlonas que intercambiaban y los tonos condescendientes que lanzaban en mi dirección.

De regreso al presente.

En marzo de 2022 tuve la oportunidad de escuchar una charla de Raj Sisodia , creador del movimiento capitalismo consciente, en el marco del World Happiness Summit celebrado en Miami. Me gustó el contenido de su presentación, pero sobre todo su calidez y vulnerabilidad. Terminando su conferencia compré dos de sus libros. Quería conocer más de él y de su trabajo.

Empecé a leer “Capitalismo Consciente” que escribió junto con John Mackey, fundador de la cadena de supermercados Whole Foods.

No pude evitar sonreír cuando descubrí que yo no andaba perdida aquel domingo hace un cuarto de siglo. El argumento central del libro gira en torno a esa idea que me rondaba y defendí con absoluta convicción: el propósito superior de las organizaciones va mucho más allá de hacer dinero.

Sigo sonriendo.

Hoy podemos ver los efectos secundarios negativos que han dejado en el mundo las empresas que operan desde un bajo nivel de consciencia y con el único objetivo de generar utilidades. La mentalidad “el fin justifica los medios” deteriora el medio ambiente, provoca maltratado a los colaboradores, a los proveedores y promueve incentivos perversos en el sistema.

Las empresas son fuentes increíbles creadoras de valor y, sin duda, es importante que sean rentables. El punto clave aquí es CÓMO lo logran.    

Raj Sisodia y John Mackey argumentan que el heroísmo del capitalismo y de la libre empresa radica en emprendedores que usan su pasión y sus sueños como combustible para crear valor a sus clientes, colaboradores, proveedores, inversionistas y miembros de la comunidad. 

El capitalismo consciente es una manera de concebir negocios conectados con un propósito superior y su impacto en el mundo. Refleja una consciencia profunda sobre por qué existen las organizaciones y cómo pueden crear más valor para todas las partes involucradas.

Tiene cuatro principios fundamentales: (1) Propósito superior, (2) Integración de stakeholders – partes interesadas-, (3) Liderazgo consciente, (4) Cultura y gestión consciente.

Propósito superior. Una empresa impulsada por un propósito tiene un impacto más amplio y positivo en el mundo. Va mucho más allá de sólo generar utilidades y crear valor para los accionistas. El propósito es la razón de existir de una organización, da dirección, es el paraguas bajo el cual se conectan las voluntades y los esfuerzos de todos los colaboradores. El Para Qué resuelve una necesidad del mundo, es catalizador de la creatividad, de la innovación y del compromiso organizacional. Las empresas con propósito saben cómo responder a las preguntas: ¿Por qué existe nuestro negocio?, ¿Por qué necesitamos existir?, ¿Cuáles son los valores fundamentales que unen a todas las partes interesadas e involucradas?

Integración de stakeholders. Los stakeholders son todas las partes que impactan o son impactadas por un negocio -colaboradores, clientes, proveedores, comunidad-. Las organizaciones conscientes reconocen que cada una es importante, están conectadas y son interdependientes. Por esta razón, el negocio debe tener como objetivo optimizar la creación de valor para todas.

Liderazgo consciente. Una organización consciente necesita un líder consciente. La motivación principal para este tipo de líderes es servir al propósito superior de la empresa, darle vida y crear valor para todos los stakeholders. Rechazan los juegos suma cero -aquellos en los que para que haya un ganador tiene que haber un perdedor-. Provocan la creatividad, promueven la creación de sinergias y los negocios basados en intercambios. Están en constante búsqueda de condiciones ganar-ganar para entregar diferentes tipos de valor de manera simultánea.

Cultura y gestión consciente. La cultura de un negocio consciente es una fuente de fortaleza y estabilidad para la empresa. Asegura que su propósito y sus valores centrales perduren en el tiempo y sobrevivan a transiciones de liderazgo. Con frecuencia, están basadas en confianza, responsabilidad, transparencia, integridad, lealtad, equidad, justicia, crecimiento personal, amor y cuidado.

En este libro, los autores nos presentan empresas que operan bajo estos principios y logran resultados increíbles. Además de generar utilidades, generan bienestar en el mundo.

Las empresas son el mejor mecanismo para elevar el estado de consciencia en el mundo. Entre más grande es la organización, mayor es su responsabilidad y la huella que deja en el mundo.

Me gustó mucho una frase de KIP Tindell, Co-fundador y CEO de The Container Store, que compartieron los autores del libro sobre el poder de la ola: “Así como un barco deja un gran cuerpo turbulento de agua, así mismo los individuos y las empresas dejan una ola detrás de ellos. Sin embargo, la mayoría de nosotros estamos tan enfocados en nuestro destino, que olvidamos voltear para apreciar el impacto que dejamos en el mundo”.

Interactuamos con las empresas más que con cualquier otra organización. Juegan un rol central en nuestra existencia. Mantenemos nuestro estilo de vida y proveemos para nuestras familias trabajando en ellas, compramos los bienes y servicios que producen. Si nos ponemos a pensar, detrás de nuestra calidad de vida, salud, educación, diversión, entretenimiento y nuestro bienestar en general, están las empresas.

Me entusiasma encontrar cada vez más organizaciones conscientes. Las iniciativas encaminadas a motivar a las empresas a operar bajo el esquema del capitalismo consciente me provocan optimismo. Las nuevas generaciones que buscan no sólo trabajar para ganar dinero, sino trabajar con propósito me dibujan sonrisas en la cara. Serán quienes obliguen al cambio.

El mundo necesita empresas conscientes, con el bienestar en el centro e impulsadas por el propósito.

PD. Si estás al frente de una empresa, este libro es obligado.

Pesa el Mundo

Esta mañana tomé mi teléfono para ver la hora. Deslicé el dedo en la dirección equivocada y me llevó a la pantalla de búsqueda. Ahí estaba un resumen de encabezados de las noticias. 

  • Tiroteo en Uvalde, Texas. Joven de 18 años en escuela primaria mata a 19 estudiantes, a 2 maestras y a su abuela.  
  • Homicidios en México: segundo día más violento del gobierno de AMLO. 
  • Matan en México a mil 167 mujeres en primeros cuatro meses del año. 

El martes 24 de mayo fue terrible.

¿Cuántos años tienen los estudiantes en cuarto de primaria? Unos diez. Todavía tienen dientes de leche. Muchos están chimuelos. Imaginan qué quieren ser de grandes al mismo tiempo que abrazan a su peluche por las noches. Intento ponerme en el pellejo de los padres de los niños que perdieron la vida en su salón de clases y no puedo. Se me cierran los pulmones. 

¿De dónde se saca esperanza después de una noticia como esta?

¿Quién me dice dónde puedo comprar, aunque sea medio kilo?

Hay muchas cosas en esta historia que me revuelven las entrañas.

Quitando lo astronómicamente increíble que es que cualquiera pueda comprar armas, me pregunto: ¿No le pareció raro al vendedor de la tienda que un joven de 18 años comprara un rifle de uso militar? Quizá pensó que eso no era su problema. 

Esta película ya la vimos. Es una repetición. Enciendo la televisión y veo a los reporteros -a los mismos- haciendo las mismas preguntas de siempre. Mismos argumentos, mismas declaraciones, mismos discursos. Otra vez imágenes de policías corriendo en todas direcciones, padres desgarrados, tiras de plástico amarillo acordonando espacios, flores en la entrada del colegio, políticos ofreciendo oraciones. Lo mismo. No creo que la falta de memoria sea el problema. Mientras las personas sigan aferrándose a su derecho de portar armas en la guantera y la industria a sus ganancias, esta historia está destinada a repetirse. 

No soporto que adolescentes y niños sientan miedo cuando van a la escuela. No soporto mi propio miedo. 

Escuché decir a Steve Kerr, entrenador de basquetbol de los Golden State Warriors, que está cansado de los minutos de silencio. Yo también.

Y es que los minutos de silencio en el colectivo mundial ya gritan con altavoz.

Dos años de pandemia con todo lo que eso supone, guerra en Ucrania, feminicidios y ejecuciones rompiendo récords en México, tiroteos, sequía en Nuevo León, contaminación rampante. 

¿Cómo se hace para respirar cuando el aire es sólido?

Nuestra salud mental está bajo ataque.

Y a lo que sucede en el panorama macro hace falta sumarle lo que ocurre en nuestro entorno inmediato. 

Mi microambiente ha tenido lo suyo.

El COVID llegó a mi familia y cuando recién me digería la noticia, me dijeron: “esto no termina… ahora viene el Monkeypox”, ¿el qué?, “la viruela del simio” … 

¿Dónde hago caber una preocupación más? 

Siento que todos los elefantes del planeta están parados sobre mis hombros.

Amigos y conocidos recibiendo diagnósticos inesperados y escalofriantes; otros, viajando al cielo sin mucho aviso. Me pregunto en voz alta: ¿Siempre ha sido así y yo no sabía? o ¿Ser joven ya no es garantía de nada? 

Quiero esconderme en un rincón y que el mundo pase frente a mí sin verme. 

¿Cómo no volvernos locos con tanto al mismo tiempo?

Sé que mi nivel de ansiedad está tres rayitas más arriba cuando empiezo a crear escenas mentales catastrofistas y despierto en las madrugadas. Sé que la carga está acumulándose cuando me siento agotada -como si hubiera corrido medio maratón- pero no he andado más de 2,000 pasos por día. Sé que necesito hacer algo cuando no puedo concentrarme para leer mi libro “Stop Overthinking” justo porque estoy “overthinking”. Cuando mi sensibilidad a los sonidos aumenta significa que estoy parada en zona de alerta.

Hoy fue así.

Te comparto esto con la idea de decirte que podemos aprender a leer las señales y recurrir a estrategias para recuperar la calma. 

Pensé en los jóvenes y en los niños. Pensé en mis hijas. Pensé en todos los papás y mamás. Recordé un artículo que leí la semana pasada sobre por qué los adolescentes en Estados Unidos están tan tristes. Aquí te dejo el link. Vale mucho la pena. 

Una de las razones que señalan ahí es que el mundo se ha convertido en un lugar estresante. Pareciera que por todos lados se resquebraja y no hay muchas razones para sentirse optimista. 

¿Qué hacemos?

Te comparto mi estrategia de emergencia. 

Movimiento + Naturaleza + Silencio + Habitar el presente. 

En días como hoy, sólo caminar no es suficiente. Tengo que caminar al mismo tiempo que mantengo mi mente amarrada al presente. Algo así como sacar a pasear a mi cabeza con correa. Una correa que me mantiene aquí y ahorita.

Caminé una hora haciendo este ejercicio:

  • 5 cosas que puedo ver (el sol, un buzón de correo, una ardilla cruzando la calle, una casa amarilla, una rama)
  • 4 cosas que puedo sentir (el aire en mi cuerpo, el reloj en mi muñeca, el suelo bajo mis pies en cada paso, mis brazos rozando con mi playera)
  • 3 cosas que puedo escuchar (el viento -habla fuerte hoy-, las voces de dos vecinas que vienen platicando y pasan junto a mí, pájaros)
  • 2 cosas que puedo oler (el pasto recién cortado, la piel de mi brazo)
  • 1 cosa que puedo saborear (el sabor a café en mi boca)

Y volver a empezar. Modo “repeate” porque en días como hoy, que son los que le siguen a días como ayer, una vuelta al ejercicio no es suficiente.

El efecto positivo es doble si camino al aire libre y envuelta en silencio. Sin redes sociales, sin noticias, rodeada de verde, escuchando animales, viendo el cielo. En la naturaleza está mi contrapeso. 

¿Y con los hijos?

Yo no recuerdo que el mundo fuera tan rudo cuando yo tenia la edad de mis hijas. A lo mejor sí lo era, pero lo cargaban mis padres y no existía el internet. No crecí pegada a un celular para enterarme de todo, sobretodo de lo malo. 

¿Qué hago yo? 

Yo le digo muy seguido a mis tres que la historia completa del mundo también incluye noticias buenas, descubrimientos científicos increíbles, tecnologías médicas para cuidar y reparar la salud, jóvenes como ellas comprometidas con el medio ambiente, voluntarios en todos los rincones haciendo la diferencia.

También les lleno su bandeja de Instagram con imágenes de paisajes que inyectan luz al corazón, de cachorros de todas las especies que despiertan la ternura, de obras de arte que encienden la creatividad, de historias inspiradoras en el deporte, de artistas haciendo su magia. Quiero contrarrestar la avalancha de malas noticias. Me gusta creer que cuando ellas hacen “clic”, el algoritmo interpreta que eso les gusta y les manda más de lo bueno.

Y las abrazo mucho.

Y les digo que las quiero.

Varias veces el día.

Todos los días.

En días como hoy, no tengo una conclusión. 

De un Hilo

Cada vez me cuesta mas trabajo entender este mundo y explicárselo a mis hijas. Encontrar un “por qué” que haga sentido para hilvanar una respuesta a lo que está sucediendo es como querer atrapar una nube.

La historia se repite y lo único que asimilo de la historia es que no aprendemos un carajo de ella.

Estoy en mi cuarto, sentada en la cama con las piernas cruzadas viendo las noticias sobre la invasión rusa a Ucrania.

Las imágenes me llevan de regreso a 1990. Tenía 15 años. Recuerdo estar sentada en la cama de mis padres frente a la televisión -igual con las piernas cruzadas- viendo el inicio de la Guerra del Golfo. Recuerdo el nudo en la garganta, la pata de elefante oprimiendo el corazón, los silencios, las preguntas que hacía y que quedaban sin respuesta.

Es 2022. De nuevo el nudo en la garganta, la pata del elefante, el remolino de emociones. Están conmigo mis hijas. Tienen más o menos la misma edad que tenía yo en 1990, están sentadas en la cama frente a la televisión -con las piernas cruzadas- y hacen cientos de preguntas. Ahora soy yo la mamá que no tiene respuestas.

Es la misma película otra vez, sólo que en alta definición. Reporteros transmitiendo con explosiones iluminando el cielo en el fondo, humo por todos lados, edificios destruidos, fierros torcidos, tanques de guerra, fuego, ceniza, vidrios rotos, cuerpos sin vida, calles vacías.

Otra vez imágenes que provocan charcos en los ojos. Miles de personas abandonando sus casas, sus vidas, atiborrando trenes y camiones para salir de la zona de conflicto. Familias separándose, abrazos desesperados, caras atemorizadas, llantos, labios apretados intentando ser valientes. Y ese último beso en la frente antes de partir.


Lo nuestro es vivir entre opuestos.

La humanidad peleando junta contra el COVID y al mismo tiempo matándose por voluntad propia. Muestras de heroísmo por un lado y de lo más ruin por el otro.

Pensé que habíamos aprendido algo en la pandemia.

¿Qué toca?

Colgarnos de la esperanza.

Otra vez.

Descubre tu propósito: A ti, ¿Qué te mueve?

El pasado jueves 2 de diciembre fue el lanzamiento de mi segundo libro “Descubre tu propósito: A ti, ¿Qué te mueve?, en el marco de la Feria Internacional del libro de Guadalajara. La patada de salida la dio mi querida Paulina Vieitez, Coordinadora de Círculo Sanborns, con su entrevista para Charlas con Café.

Este lanzamiento tuvo un toque súper personal y especial para mi. Quizá no lo sabes, pero yo nací en Guadalajara. En esa ciudad vivieron, hace muchos años mis abuelos maternos. Pasé varias semanas de mi infancia de visita en su casa. A la fecha todavía viven ahí tías, primas y sobrinos del lado de mi papá. Así que sentí que eché a volar el libro con la ayuda de mi tribu, los que están en tierra y lo que están en el cielo.

Pienso que los libros comienzan a escribirse dentro de mi, sin hacer mucho ruido ni levantar sospechas, mucho tiempo antes de que yo lo sepa e inicie el proceso activo de juntar palabras. El tema empieza a circularme por la mente, se me aparece en sueños, me sale al paso y la curiosidad me empuja a salir en búsqueda de información, datos e investigaciones. A conocer más. Comienzo a jalar de la hebra que llama mi atención en primer lugar hasta que me topo con la idea central que me está esperando. Esa que luego voy trabajando hasta convertirla en una obra que tiene forma, peso, color, páginas y que puedo compartir con los demás.

Tener un ejemplar en mis manos, luego de un proceso intenso de investigación, planeación y horas de escritura, de noche, de día, entre ratos. Largas sesiones de revisión, edición, lectura y más lectura; me provoca una sensación efervescente, como si de pronto circularan por mis venas millones de burbujas.

El proceso creativo es a ratos lindo y a ratos una tortura, pero cuando abro la caja y me encuentro con el trabajo de tantos meses en forma de mi libro se genera una explosión de emociones coloridas -alegría, gratitud, alivio, al mismo tiempo ganas de saltar que de desplomarme en una silla.  Al mismo tiempo ganas de gritar a todo pulmón, que de dejarme absorber unos minutos por el silencio. Los ojos se mojan, el corazón crece y late con estruendo hasta que las manos le acercan el libro para abrazarlo justo encima de él.

Este libro es el resultado de la combinación de una epifanía y una pregunta que no supe cómo responder. Te cuento un poco sobre las dos.

La epifanía me llegó una mañana de lunes caminando en mi montaña favorita. De pronto, entendí con claridad que la mayoría de mis decisiones de vida respondían al miedo y no al amor. Que vivía evitando lo que me sacaba de mi zona de seguridad, en lugar de ir tras mis sueños. Este descubrimiento me hizo cuestionar mi manera de vivir y me llevó a la siguiente conclusión: tenía que elegir la valentía por encima de la comodidad. Me gusta pensar que en aquel momento desperté.

La pregunta para la cual no tuve respuesta la hizo uno de mis investigadores favoritos, Dan Buettner explorador de National Geographic y autor de varios libros, en una de sus conferencias: ¿Puedes articular en una frase corta la razón por la que te levantas cada mañana? Me invadió el silencio. En realidad, no. No podía poner en palabras mi Para qué”. Y no me gustó.

Dicen que enseñamos lo que necesitamos aprender. Quiero decirte que tanto este, como mi primer libro “Felicidad en el Trayecto: 8 Rutas”, en cierta manera los escribí primero para mí. Algo me hacia falta entender, comprender o adoptar en mi vida y salí en búsqueda de herramientas, de conocimiento, de respuestas.

Mi viaje para definir mi propósito me llevó a leer mucho sobre estos temas. Lo que te comparto en este libro es mi recorrido. Lo que me ha funcionado, lo que uso y practico.

Somos más felices y tenemos vidas más plenas cuando podemos articular en una frase corta la razón por la que nos levantamos cada mañana, cuando sabemos cuál es nuestro propósito de vida y los llevamos a la acción.

Cuando descubrimos, diseñamos y damos vida a nuestro propósito contribuimos positivamente al mundo haciendo lo que nos gusta y apasiona utilizando nuestros mejores recursos personales.

La autenticidad, el propósito de vida y el miedo son un trío inseparable. Dicho de otra manera, logramos vivir en la zona de nuestro “para qué” en la medida en que somos auténticos, nos mantenemos fieles a aquello que nos hace vibrar y logramos atravesar las barreras del miedo.

El miedo es el principal obstáculo para convertirnos en la persona que queremos ser y cumplir nuestros sueños. El temor paraliza y devora nuestros más importantes anhelos.

Si no encontramos cómo ser valientes, corremos el riesgo de morir con nuestra música dentro.

Para darle vida a nuestro propósito de vida es necesario desarrollar el autoconocimiento y ser auténticos. Quitarnos las máscaras, hacer lo que queremos, lo que nos gusta y sabemos hacer muy bien para convertirnos en nuestra mejor versión. Es condición atrevernos a vivir en congruencia con quien somos y no sólo para cumplir con las expectativas de los demás.

Este nuevo libro va dirigido a personas que:

  • Despiertan a medianoche pensando “tiene que haber algo más para mi en la vida”.
  • Creen que para descubrir su propósito de vida tienen que ir un mes a los Himalaya a meditar en silencio.
  • Quieren deshacerse de su colección de “hubieras”.
  • No saben que esa irritabilidad, mal humor, cansancio crónico o sensación de apatía pudiera ser el resultado de vivir de manera poco auténtica y sin propósito.
  • Tienen sueños por cumplir, pero les paraliza el miedo.

Descubre tu propósito: A ti, ¿Qué te mueve? es guía práctica para descubrir y construir tu Para Qué con herramientas y estrategias basadas en ciencia. Encontrarás ejercicios prácticos, invitaciones a dar un vistazo al interior, así como una gran cantidad de ideas para identificar miedos, desarrollar la habilidad del autoconocimiento, y conectar con tu versión más autentica.

Incluye un modelo de ocho componentes para sacar a la luz la información valiosa que llevas dentro para definir tu propósito. A lo largo del libro te acompaño recorriendo cada uno de ellos para que, al terminar, puedas plasmarlo en una frase corta y logres responder a la pregunta: ¿Cuál es la razón por la que te levantas cada mañana?

Mi intención al escribir este libro es compartir contigo lo que he aprendido y aportar ideas que vienen de la ciencia y que se ha comprobado que funcionan. Mi deseo es que ahí encuentres algo que te mueva y, sobre todo, que te inspire a salir en búsqueda de ti mismo, de ti misma, y vivas la vida que siempre quisiste para ti, aunque estés muriéndote de miedo.

PD 1. La versión impresa del libro está disponible en Amazon, librerías en México y en tiendas Sanborns.

PD 2. Si prefieres escuchar este texto, puedes hacerlo aquí:

Los suecos y la limpieza de muerte en vida

En Suecia existe una costumbre que se llama Limpieza de Muerte y consiste en deshacerte de todo lo que has acumulado a lo largo de tu vida… estando vivo.

La idea es dejar tu casa -fotos, papeles, cuentas, cosas- en orden, justo como tú quieres, cuando aún tienes la oportunidad. La alternativa, o lo que sucede con frecuencia, es que esta tarea se la endosamos completita a nuestros seres queridos. Cuando se nos acaba el veinte, es a ellos a quienes les toca encargarse del desorden y decidir qué hacer con los retazos de nuestras vidas.

Dicen que esta práctica es liberadora… (supongo que también es la responsable)

¿Qué murmuran las paredes de nuestras casas? ¿Qué dicen los objetos que guardamos en las gavetas? ¿Qué confiesan nuestros papeles? ¿Qué dice la ropa que usamos sobre nuestro estilo de vida? ¿Qué recuerdos desatan las fotografías? ¿Qué conclusiones pueden sacarse a partir de nuestras posesiones?

¡UFF!

Hace unas semanas hice una limpia profunda de mi casa. No fue motivada por esta usanza sueca. Más bien, sucedió que ya estando en acción me acordé de ella. Y entonces me involucré en el ejercicio de manera consciente.

En un archivero encontré apuntes y exámenes de la carrera. Salieron hojas con fórmulas matemáticas, ecuaciones, derivadas y otras operaciones imposibles. Los sostuve un rato y caí en la cuenta de que esos papeles han sobrevivido a todas las rondas de limpieza que he hecho a lo largo de mi vida. En las primeras, me quedé con ellos pensando que quizá me servirían en un futuro. Lo cierto es que una vez metidos en la caja, jamás volvieron a ver la luz. En rondas siguientes, evadieron el basurero porque lograron mecerme en el columpio de la nostalgia. En esta última, aunque ya no reconozco el idioma de esos números y no tenemos nada en común, decidí guardarlos de nuevo. Ahora como recuerdos de mi andar por el terreno de la economía, comprobantes de que alguna vez pude con esos cálculos y como evidencia de que, al menos en esa época, mi letra era legible.

Aparecieron notas de apuntes para conferencias. Las primeras versiones desordenadas de cuando empecé a darle forma al mundo de compartir herramientas del tema que me apasiona. Recordé lo retador que me resultaba armar un tema desde cero. Me topé con las versiones uno, dos, tres, cuatro y la final. Fue lindo confirmar que, en efecto, en la vida logramos lo que queremos un borrador a la vez.

Van apareciendo objetos que nos recuerdan a personas. Algunas siguen en el trayecto andando junto a nosotros, otros ya no están. Aparece una piedra, una carta, una foto, un boleto y desdoblan recuerdos. Hacen sonar canciones, encienden olores, dibujan sonrisas o producen lágrimas, traen a la memoria frases, gestos, sensaciones que nos mueven. Además, nos prestan un espejo para ver quién éramos en ese entonces, quién dejamos de ser, en qué andábamos, cuáles eran nuestros sueños y batallas. Desatan emociones de las buenas y de las complicadas.

Sale también un Tutti Frutti de cosas. Van llegando a nuestras vidas cachivaches -me gusta esta palabra- que heredamos, nos regalaron, nos dejaron ahí. Aparecen triques que sí compramos, que en algún momento nos parecieron indispensables y hoy no entendemos por qué; artefactos que no se usan, pero igual conservamos; objetos que ocupan lugar o traen malos recuerdos, pero no tiramos.

Y conforme escribo, me parece que todo esto empieza a parecerse a la vida.

Vamos acumulando creencias, miedos, culpas, resentimientos, limitaciones, sueños no cumplidos, promesas rotas, frustraciones, críticas… basura.

Y pienso que, así como hacemos limpiezas para deshacernos de lo material, también deberíamos hacerlo para vaciar nuestros anaqueles emocionales y, con esto, liberar espacio para una mejor versión de nosotros mismos, una hecha a la medida, más auténtica, más plena, más feliz.

¿Qué opinas?

Volviendo a la costumbre “limpieza de muerte” … Que lindo sería que nuestras pertenencias, nuestros espacios físicos, virtuales -y emocionales- contaran una historia llena de congruencia. Que reflejaran nuestro propósito de vida, que evidenciaran armonía entre quien decíamos ser y quien verdaderamente fuimos, pero sobretodo, en quien quisimos ser.

Te dejo una pregunta: Si alguien tuviera que encargarse de limpiar tu casa hoy … ¿Qué encontraría?

Doce prisiones mentales que impiden curar heridas y vivir en libertad

Hace unas semanas terminé de leer el segundo libro de Edith Eger, eminente psicóloga y sobreviviente del Holocausto. Me enteré de la existencia de su nuevo libro “The Gift” por la entrevista que le hizo Brené Brown en su Podcast “Unlocking Us”, que por cierto, te recomiendo mucho.

Escuché el capítulo mientras corría en la banda. Me bajé de la máquina conmovida e inspirada. Lo siguiente que hice fue pedir el libro.

Me fascina la idea de saberla publicando su segundo libro a los 92 años.

En su primer libro, “La Bailarina de Auschwitz”, la autora hace un recuento de su experiencia en los campos de concentración y su viaje de transformación personal para romper con las cadenas del pasado, moverse hacia la libertad y la esperanza. Me pareció un librazo.

Fue tan bien recibido y valorado que comenzó a recibir peticiones para traducir su sabiduría personal en reglas que el resto de las personas pudiéramos utilizar para superar situaciones traumáticas y demoler las prisiones mentales que nos construimos.

Me encanta la frase de Eger “la prisión más peligrosa es nuestra mente y la llave para salir la tenemos en el bolsillo”. Levantamos barrotes y quedamos atrapados dentro de nuestras cabezas. Nuestros pensamientos y creencias terminan convirtiéndose en los carceleros que determinan cómo nos sentimos, qué hacemos o no hacemos y qué consideramos es posible.

Cuando logramos escapar de nuestras prisiones mentales, no sólo nos liberamos de aquello que nos detenía, sino que nos hacemos libres para ejercer nuestra voluntad. Cuando cambiamos nuestras vidas “no es para convertirnos en alguien nuevo, sino es nuestro verdadero yo”.

Edith Eger habla de 12 prisiones mentales que nos impiden superar traumas y tener vidas plenas y felices. Quiero compartirte un poco de cada una con la intención de empujarte a que leas el libro o lo escuches, si es que lo tuyo son los audiolibros.

La prisión de la victimización. El sufrimiento es universal, pero ser víctima es opcional. Es muy común que ante una situación no deseable, ruda e inesperada nos hagamos la pregunta: ¿Por qué a mi?, que no tiene respuesta y nos pone en posición de víctimas. Nos mantiene atrapados en el pasado, en el dolor, en las pérdidas, en lo que no podemos hacer o no tenemos. Existe una mejor pregunta: ¿Ahora qué? Con esta pregunta nuestra atención se mueve a explorar qué podemos hacer con la experiencia. Para salir de la prisión tenemos que hacernos responsables de nuestro propio comportamiento, incluso ante situaciones que no causamos o elegimos. “Cuando salimos de la posición de víctimas entramos al resto de nuestras vidas”.

La prisión de la evasión. “Lo opuesto a la depresión es la expresión”. Las emociones que no expresamos y embotellamos afectan la química de nuestros cuerpos y encuentran cómo expresarse a nivel celular. Lo que hablas, escribes, compartes, gritas y echas fuera no hace daño; es lo que se queda adentro lo que enferma.

Es importante ser valientes para sentarnos con las emociones que nos atraviesan y mostrar curiosidad para descifrar el mensaje que vienen a entregarnos. El primer paso para cambiar nuestra realidad es enfrentarla, verla a la cara, platicar con ella. “Un sentimiento es sólo un sentimiento, no tu identidad”. Las emociones son energía y la única manera de salir de ellas es atravesándolas. Para salir de la prisión de la evasión, es necesario darles la bienvenida a los sentimientos, dejarlos pasar y luego dejarlos ir.

La prisión de la auto negligencia. El miedo al abandono es uno de los primeros que experimentamos. Así que desciframos pronto qué tenemos que hacer y en quién tenemos que convertirnos para recibir atención, afecto y aprobación. Nos dejamos encajonar por las expectativas, por la sensación de que tenemos que cumplir con un rol o función para ser amados. En este proceso nos abandonamos a nosotros mismos. Es importante ser egoísta, practicar el amor propio y el autocuidado. Para crear el hábito de cuidarnos a nosotros mismos, tenemos que estructurar nuestro tiempo para atender las necesidades de otros sin descuidar las propias.

La prisión de los secretos. La honestidad comienza por aprender a decirnos la verdad a nosotros mismos. Vivir sin máscaras nos permite ser auténticos y en congruencia. Sanar sólo es posible cuando reconocemos cada parte de nosotros. “Las cosas que callamos o encubrimos equivalen a tener rehenes en el sótano que gritan cada vez más fuerte para ganar nuestra atención”.

La prisión de la culpa y la vergüenza. Nacemos sin vergüenza, pero aprendemos a sentirla en el camino. Para vivir libres de esta emoción tenemos que evitar que las opiniones de los demás nos definan, aceptar la totalidad de nuestro ser -nuestro imperfecto ser- y renunciar a la necesidad de la perfección. La invitación es a escuchar nuestro diálogo interior, poner atención a lo que ponemos atención. Lo que pensamos influye en lo que sentimos y lo que sentimos en lo que hacemos. No tenemos que vivir bajo estos estándares o mensajes. Podemos reescribir nuestro script interior para reclamar y recuperar el amor con el que nacimos.

La prisión de los duelos sin resolver. Los duelos representan pérdidas y éstas no siempre están relacionadas con la partida de un ser querido. Es posible perder un estilo de vida, el trabajo, la salud, un proyecto, la normalidad. El duelo no sólo se trata de lo que pasó y no queríamos; se trata también, de lo que anhelábamos y no pasó.

Resolver el duelo significa liberarnos a nosotros mismos de la responsabilidad de todo aquello que no nos tocaba, de aceptar las decisiones que tomamos y no podemos cambiar. La frase que seguido escuchamos es “el tiempo lo cura todo”. Sin embargo, “el tiempo no cura todo, es lo que hacemos con el tiempo”.

El duelo puede ser una invitación a revisar nuestras prioridades, a decidir otra vez para reconectar con nuestra alegría, propósito y “comprometernos con el resto de lo que podemos ser hoy”. Podemos concentrarnos en lo que queda y abrirle los brazos a la vida que nos apunta en una nueva dirección “tomando la decisión de vivir cada momento como un regalo”.

La prisión de la rigidez. La rigidez de pensamiento equivale a los barrotes de una celda. Somos libres cuando nos adueñamos del poder que tenemos de elegir nuestra propia respuesta, renunciamos a la necesidad de tener la razón y podemos aceptar e integrar múltiples puntos de vista. Nos liberamos cuando abandonamos la lucha para dominar a los demás, tenemos la fortaleza de responder en lugar de reaccionar, de hacernos responsables de nuestras vidas y adueñarnos por completo de nuestras elecciones. Además, no tenemos que probar nuestro valor. Podemos aceptarnos y celebrar la totalidad de nuestro ser imperfecto, sin buscar la aprobación de los demás… “Si tienes algo que probar, todavía eres prisionero”.

La prisión del resentimiento. La irritación y el enojo crónico de bajo nivel destruyen la intimidad. Enamorarse es una cuestión química. Se siente fuera de este mundo y es temporal. Cuando ese sentimiento se desvanece, nos quedamos con un sueño perdido, con una sensación de pérdida de una pareja o de una relación que nunca tuvimos en primer lugar. Muchas relaciones salvables se abandonan en la desesperanza. Edith Eger argumenta que el amor no sólo es lo que se siente, sino lo que se hace. ¿Qué nos mantiene en situaciones no deseadas? Cada comportamiento satisface una necesidad. Incluso una situación aprisionante y atemorizante puede servirnos de alguna manera. Para salir del resentimiento es necesario salir de la situación que lo provoca.

La prisión del miedo paralizante. Podemos elegir cuánto de nuestras vidas le cedemos al miedo. Una de las maneras en que podemos empezar a gestionarlo es cuidando la manera en como nos comunicamos. El lenguaje del miedo es de resistencia. Cuando decimos “no puedo”, en verdad estamos diciendo “no lo haré” o “no lo aceptaré”. “Lo estoy intentando” es una mentira, pues o lo estamos haciendo o no. Y las frases “porque lo necesito” o “porque tengo que” son excusas para permanecer en el mismo lugar. Las necesidades son cosas sin las cuales no podemos sobrevivir -respirar, dormir, comer-. Podemos dejar de ver a nuestras decisiones como obligaciones. Es importante escuchar y estar atentos a los “no puedo”, “estoy tratando”, “necesito” para reemplazar estas frases aprisionadoras con algo más: “si puedo”, “si quiero”, “estoy dispuesta”, “decido”.

“Vas a tener cincuenta años de cualquier manera -o treinta o sesenta o noventa- así que más vale que tomes el riesgo. Haz algo que no hayas hecho antes”.

La prisión de los juicios. Dejemos ir los juicios y comencemos a elegir la compasión. La libertad significa escoger y decidir, en cada momento, ya sea cuando nos conectamos con el amor que nacimos o con el odio que aprendimos. Cuando vivimos en la prisión de los juicios, no sólo victimizados a los demás, sino que nos victimizamos a nosotros mismos. Nacemos para amar, pero aprendemos a odiar. Está en nosotros qué elegir.

La prisión de la desesperanza. La esperanza no es la pintura blanca que usamos para cubrir nuestro sufrimiento, es una cuestión de vida o muerte. Un reconocimiento al hecho de que, si renunciamos, no tendremos la oportunidad de saber qué pasa después. Es una inversión en nuestra curiosidad, afecta lo que atrae nuestra atención todos los días, es elegir la vida. “La esperanza es el acto de imaginación más descarado”. Ahora, esto supone hacer todo lo que en nuestras manos sea posible. Es una esperanza que incluye saber qué queremos, tener rutas alternas, disposición para sortear imprevistos, confiar en nuestros recursos personales y en trabajar duro.

La prisión de no perdonar. Perdonar es algo que hacemos por nosotros mismos, no para la persona que nos ha lastimado. Lo hacemos para dejar de ser sus prisioneros o rehenes del pasado, para soltar la pesada carga del dolor almacenado. Cuando no logramos perdonar a alguien, usamos la energía para estar en contra de esa persona o situación, en lugar de usarla para nosotros y la vida que merecemos. “Perdonar a alguien no significa que le damos permiso para que siga lastimándote. No está bien que te haya hecho daño. Pero ya está hecho. Nadie más que tú puedes sanar la herida”.  

Cuando una persona que ha visto y experimentado de primera mano lo peor de la humanidad, como Edith Eger, dice que podemos recuperarnos de cualquier situación y que la vida vale la pena, el mensaje se recibe diferente. Su libro está lleno de sabiduría y sospecho que es uno de esos que tendré muy a la mano para consultar una y otra vez.

Te lo recomiendo.

Y llegamos al año…

Esta semana he estado sintiendo mucho. El primer aniversario del modo pandemia me está pegando. De unos días para acá me visitan, hasta en sueños, los recuerdos de todo lo que hice en los días anteriores al confinamiento.

No sabía en ese entonces que estaba viviendo los últimos días de mi estilo de vida pre-covid. Comiendo en restaurantes, viajando, abrazando gente, dando clases y conferencias en tercera dimensión, viendo caras completas, usando lápiz labial, yendo al cine, acompañando a mis hijas a sus partidos.  

En mi mente esto era una noticia escandalosa y un evento que duraría, cuando mucho, dos semanas.

Ya sonaba el rumor de un nuevo virus cuando me fui a la India el 4 de marzo de 2020. En contra de la voluntad de varias personas a mi alrededor, me lancé.

En los aeropuertos de México y Estados Unidos aún no había nada que indicara que el mundo estaba por ponerse de cabeza. Viaje usando el cubre bocas de manera intermitente. Yo estaba en modo escéptico.

Llegado a la India tuvimos que llenar un formulario, nos tomaron la temperatura y nos echaron un chisguete de gel antibacterial. El único inconveniente de este proceso fue hacer fila detrás de unos 400 pasajeros a la 1:00 am de la madrugada luego de haber estado 15 horas apretujada en mi asiento sin dormir.

En Nueva Delhi, en la entrada del hotel nos recibió una persona con un termómetro en forma de pistola. Daba nervios que te apuntaran con un rayo rojo en el centro de la frente. ¿Qué tal si salía una bala? o ¿Qué tal un resultado que sugiriera un estado febril? Después de un año de ser apuntada en la cabeza en todas partes, temo que un revólver real ya no me impresione.

Arrancamos el tour en una burbuja. Durante los siguientes días, nada de lo que se escuchaba en otras partes del mundo parecía tener eco en ese alejado país. Nosotros caminábamos entre multitudes atrapando imágenes con nuestras cámaras.

Con el pasar de los días fueron alcanzándonos las noticias. Llamadas de familiares pasando nombres de los primeros conocidos contagiados en México, preguntando-sugiriendo si pensábamos acortar el viaje y volver. A sus preocupaciones, yo respondía enviando una foto mía con un paisaje maravilloso detrás y la leyenda “aquí no pasa nada”.   

El entorno fue cambiando. Más medidas sanitarias. Más registros. Mas termómetros en templos y monumentos. Una revisión médica antes de ser admitidos en un hotel.

Algunos países empezaron a cerrar sus fronteras. Las conversaciones de nuestro grupo en el autobús comenzaron a girar alrededor de la pregunta: ¿Adelantamos nuestro regreso o nos la jugamos? Empezamos a estar más alertas, a monitorear vuelos, a sentirnos inquietos. Una especie de ansiedad subyacente se unió a nuestro tour.

Unos cinco días antes de que terminara nuestro viaje las cosas empezaron a complicarse. Íbamos camino al pueblo del opio cuando nuestro maravilloso guía Sandip recibió una llamada a su celular. Se puso muy serio. Colgó y tomó el micrófono. “No podemos entrar al pueblo, las autoridades no quieren recibir extranjeros. Ellos están sanos, no tienen medicamentos para hacerle frente al virus y no quieren exponerse”. De ahí en adelante las fichas cayeron rápido. Anunciaron el cierre del Taj-Mahal. Esta maravilla del mundo era la última parada para cerrar con broche de oro nuestra visita. Tendré que volver.

Con esa noticia empecé a pensar en adelantar mi regreso.

Anunciaron el cierre de los templos, los monumentos, los fuertes. Más vuelos cancelados. Más países cerrando fronteras. Más angustia.

Me despedí del grupo en Jaipur tres días antes del regreso oficial y, ahora sí, sentí la pandemia con todo. El aeropuerto estaba vacío… ¿Te imaginas un lugar en la India sin gente? Era como estar dentro de una película surrealista. Si no salía el avión de Jaipur a Delhi, tampoco podría tomar el vuelo transatlántico. En ese momento estar en mi continente ya era ganancia. Despegamos. A bordo estábamos la tripulación y unas diez personas más, la mayoría extranjeros.

Aterrizamos en Delhi. El aeropuerto estaba desierto. Una imagen contrastante a la que había registrado en mi memoria cuando llegué. La espera fue larga, unas 7 horas. Encontré una mesa frente a una pantalla. Se volvió compulsivo monitorearla. Me daba miedo que el letrero cambiara de “a tiempo” a “cancelado”.

Las horas se sintieron largas.

Pocas veces he sentido tanta tranquilidad como cuando el avión de Delhi a Newark pegó carrera y levantó las llantas de la pista. Aterrizamos unas 16 horas después a eso de las 5:00 de la mañana. Quedarme atrapada en Nueva York ya era mucho mejor opción.

Mi siguiente vuelo a la Ciudad de México lo cancelaron 50 minutos antes del horario programado de salida. Corrí al mostrador de United y la joven que estaba ahí me dijo: “No preguntes nada, corre conmigo, hay un vuelo a Houston, yo me encargo de tu conexión”. Confié y corrí. Entré en “safe” al avión.

El piloto anunció el descenso. Por ahí de los 10,000 pies nos tuvo dando vueltas alrededor de la ciudad en lugar de bajar. Entonces abrió el micrófono: “mmm… tenemos una situación”. Esa es una combinación de palabras que no quieres escuchar estando en un avión. “No podemos aterrizar en Houston porque hay tormenta eléctrica, tampoco podemos seguir sobrevolado la ciudad por falta de combustible. Vamos a Nuevo Orleans para cargar el tanque y esperar a que mejore el clima”.  Estaba tan cansada que, en lugar de entrar en pánico, pensé “OK, vamos a New Orleans” y seguí leyendo mi libro, que muy a tono con el contexto actual era “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.

Cinco vuelos y cincuenta horas después aterricé en Monterrey a eso de las 11:00 de la noche. Como yo era potencialmente contagiosa, me dejaron un coche en el aeropuerto para no contaminar a nadie. En casa, la instrucción era que dejaran todas las puertas abiertas desde la entrada hasta la regadera para no tocar nada.

Y así empezó la cuarentena que en mi mente duraría sólo dos semanas.

Y así empezó a cambiar nuestro mundo.

A la vuelta de un año, ahora veo películas donde sale mucha gente y me parece raro que no tengan tapabocas. Las imágenes de estadios, de auditorios, de fiestas de celebración me inyectan nostalgia directo a la vena. Con frecuencia sueño que camino entre personas, de pronto, me doy cuenta de que nadie tiene máscara y el sueño se convierte en pesadilla.

Esto empezó para mí como un tema lejano en forma de circulo con un diámetro tan grande que parecía imposible que me tocara. El círculo fue cerrándose con el paso de los meses. Los contagiados ahora eran mis conocidos, los enfermos graves estaban en mi perímetro. En febrero estuve dando pésames todos los días de una semana, a veces, hasta dos por día.

Los espacios han cambiado. Las casas son oficinas, salones de clases, estudios de música, campos de batalla. Lo que más me asusta de todo esto es que pensemos que así está bien. Las personas necesitamos cambiar de espacios, salir a conectar con los demás, a tomar aire. Y si, también hace falta descansar de las personas con las que vivimos.

Las empresas están reacomodándose y están tomando decisiones que quizá no habían contemplado antes. Están desocupando pisos enteros de oficinas porque han visto que las personas pueden trabajar desde su casa y pueden ahorrarse un montón de dinero. Y yo no puedo evitar pensar: “que se pueda, no significa que debamos”.

Y es que tengo la sensación de que no están considerando el costo que traerá la desconexión social, ni las consecuencias que esto tendrá en la salud mental. La innovación se complica estando en posición remota, mantener la cultura organizacional también. Me parece que están olvidando todo lo bueno que se genera cuando la gente se saluda en los pasillos, cuando los equipos hacen sesiones de ideación juntos en una sala. ¿Quién le está poniendo número a las sonrisas, a las interacciones junto a la cafetera, a los “high fives” que provocan los logros?

Me preocupa que el cuerpo de mis hijas vaya adoptando la forma del sillón en que se sientan a tomar sus clases, que se les olvide como entablar una conversación en persona, que se acostumbren a su mundo en línea. Extraño verlas metidas en sus partidos. Perdimos la racha de años de entrenamiento en los equipos de volibol y de basquetbol. Me da tristeza que hayan perdido esas canchas donde desarrollaban la resiliencia, donde aprendían a perder y a ganar, donde trabajaban en equipo. Nuestros niños y jóvenes están empatallados, sedentarios y solos.

El aire se siente espeso. La suma de las pérdidas y el sufrimiento colectivo sellan los pulmones al vacío. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental. Estoy cansada hasta los huesos de sentirme nerviosa, de tener pesadillas, de ver cómo la preocupación adelgaza a mis seres queridos, de tener que contener abrazos, de no ver a mis papás.

Al mismo tiempo han pasado cosas buenas. El mundo entero trabajando junto para fabricar una vacuna, héroes en los hospitales, voluntarios, solidaridad, innovaciones, aprendizaje, creatividad. Estamos aprendiendo a vivir entre opuestos, a manejar la incertidumbre, a ser más tolerantes, a soltar el control, a vivir en el caos.  Estamos conociendo mejor a nuestros hijos, vemos cómo interactúan con sus compañeros de clase, jugamos más, comemos en familia. Me parece que esto lo extrañaremos más adelante.

Podría seguirle a esta lista. Pero la meritita verdad es hoy no me dan ganas. Hoy necesito permiso para renegar.

Ya se me hizo largo el escrito. Acá lo voy a dejar. Sin preocuparme mucho por rematarlo con un final porque esta historia aún sigue.

El Medidor Emocional

¿Cómo estás? Es la pregunta que le sigue al saludo cuando arrancamos cualquier interacción social. Sale en automático. Y, como parte del código conducta y buenos modales que tenemos cableado, respondemos “bien”.

Estamos acostumbrados a responder “bien”. Es lo más sencillo, lo más rápido, lo socialmente aceptable y lo esperado. Con el “bien” salimos al paso cuando estamos “mal” y no queremos dar explicaciones. Aplica también cuando no tenemos idea de cómo nos sentimos o cuando no nos detenemos a explorar qué sucede en nuestro interior, pero tenemos que responder. De la misma manera, deseamos -incluso agradecemos- que los demás nos respondan “bien”, pues así podemos continuar con lo que sigue y evitamos caer en el aprieto de tener que lidiar con temas tenebrosos.

El “bien” cumple y resuelve para todos.

Nuestro mundo emocional va mucho más allá de esta respuesta superficial y automatizada. Es rico, variado, está lleno de matices y tiene diferentes niveles de intensidad. Las emociones son mensajeras que llegan cargadas de información valiosa y nos impulsan a la acción.

Si nos aventuráramos a mirar al interior y a pasar tiempo con lo que sentimos – lo bonito, lo incómodo, lo que inspira, lo que asusta- podríamos acercarnos a nuestra mejor versión decidiendo y actuando en favor de nuestro bienestar.

¿Cuántas emociones conoces?

La mayoría de las personas podemos nombrar las seis emociones básicas: felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, asco y miedo. Encajonamos lo que sentimos. Sin embargo, debajo de cada una de estas emociones hay un mundo de bifurcaciones, de calles alternas para las que no tenemos nombre y que recorremos sin saber dónde estamos. Somos seres vivos que sentimos y experimentamos emociones en cada instante de nuestras vidas.

El autoconocimiento está en el corazón de la inteligencia emocional y es la habilidad para reconocer nuestras emociones, pensamientos, valores personales y sus efectos en nuestra manera de vivir. Conocernos a nosotros mismos es clave para tener una vida plena, exitosa y feliz.

Todo empieza por distinguir y ponerle nombre a lo que sentimos. Reconocer nuestras emociones y las de los demás.

Marc Brackett, autor del libro “Permiso para sentir”, argumenta que es recomendable hacer pausas, físicamente detenernos, dejar de hacer lo que estamos haciendo y conectar con nuestro interior para reconocer nuestro estado físico, mental y emocional. Alto para preguntarnos: ¿Me siento animado o desmotivado?, ¿Estoy satisfecha o insatisfecha?, ¿Me siento cansada o llena de energía?, ¿Cómo está mi ritmo cardiaco?, ¿Siento tensión en alguna parte del cuerpo?

Reconocer nuestras emociones es crítico, pues mucho de lo que nos sucede no lo tenemos a nivel de la conciencia. Una manera de comenzar a identificar emociones es aprender a reconocer su presencia en nuestro cuerpo, pues viven ahí y comienzan a manifestarse generando diferentes sensaciones físicas mucho antes de que podamos ponerles nombre o describirlas con palabras.

¿Que pasaría si la próxima vez que alguien nos preguntara “¿Cómo estás?”, hiciéramos una pausa para viajar al interior y sentir?, ¿Qué pasaría si hiciéramos un alto para conectar con el cuerpo y detectar las emociones que están presentes?

Existe una herramienta que se llama “Mood Meter” o Medidor Emocional (Figura 1) que fue creada para ayudarnos a identificar cómo estamos y a ponerle nombre a la emoción predominante que sentimos en cierto momento.

El medidor emocional es una gráfica que distribuye emociones en cuatro cuadrantes combinando dos variables: nivel de energía y nivel de satisfacción. Puede darnos mucha información con respecto a nuestro mundo emocional.

FIGURA 1

¿Cómo usamos el medidor emocional para identificar nuestras emociones?

En su libro, Marc Brackett comparte las siguientes instrucciones:

Paso 1. Conecta con tu cuerpo y responde la pregunta: ¿Cómo está tu nivel de energía?, ¿Alto o bajo?

Paso 2. Dedica unos momentos a decidir: ¿Cómo está tu nivel de satisfacción?, ¿Alto o bajo?

Paso 3. Identifica el cuadrante en que te coloca la combinación de tu nivel de energía con tu nivel de satisfacción:

  • Amarillo. Esquina superior derecha. Alto nivel de energía y alto nivel de satisfacción. Las emociones que viven esta zona son, por ejemplo, felicidad, entusiasmo, optimismo, alegría, inspiración, esperanza. Las sensaciones físicas congruentes con estas emociones son sentirse lleno de energía, caminar erguido, hombros derechos, mirada al frente.
  • Verde. Esquina inferior derecha. Bajo nivel de energía y alto nivel de satisfacción. En este cuadrante el tipo de emociones que habitan son serenidad, paz, gratitud, contemplación. La sensación física es de tranquilidad, de movimientos lentos, respiración lenta, hombros relajados.
  • Azul. Esquina inferior izquierda. Bajo nivel de energía y bajo nivel de satisfacción. Cuando estamos en el color azul las emociones son tristeza, depresión, nostalgia, melancolía, preocupación, angustia. Las sensaciones físicas que las acompañan pudieran reflejarse como hombros caídos, mirada hacia abajo, cuerpo retraído.
  • Rojo. Esquina superior izquierda. Alto nivel de energía y bajo nivel de satisfacción. El área roja es territorio de emociones como enojado, ira, traición, furia, miedo, pánico. Físicamente este estado emocional se traduce en músculos contraídos, ritmo cardiaco acelerado, visión de túnel, movimientos rápidos y bruscos. Alerta máxima que nos prepara para pelear o escapar.

Paso 4. Identifica la palabra que mejor describe la emoción predominante utilizando la Figura 2.

FIGURA 2

Cuando tenemos un vocabulario emocional amplio es posible identificar con mucha más precisión cómo nos sentimos y generar soluciones hechas a la medida.

¿Cómo podemos usar el medidor emocional en el día a día?

  • Haz pausas durante el día para identificar cómo están tus niveles de energía y satisfacción. Si tienes a la mano el medidor emocional, decide cuál es la emoción que mejor te describe en ese momento. Si la emoción te gusta, disfrútala y trata de identificar qué la provoca. Si la emoción te incomoda, molesta o duele piensa en una pequeña acción que puedas hacer para cambiar tu estado emocional. Recuerda también mostrar curiosidad con esa emoción para escuchar el mensaje que tiene para ti.
  • Pega el medidor emocional en un lugar visible. Puede ser en tu casa, tu lugar de trabajo o como fondo de pantalla de tu celular. Compártelo con tus amigos, tus hijos, tu pareja, tu equipo de trabajo. Una manera linda de comenzar una interacción en una reunión es haciendo un “check-in” emocional. Cada integrante dedica unos momentos a identificar su emoción predominante y compartir de “qué color viene vestido hoy”. A los hijos podemos mostrarles el tablero y pedirles que nos digan en cuál cuadrito están.
  • Existen también la aplicación “Mood Meter” que puedes descargar desde tu celular. En este espacio puedes registrar tu emoción predominante, recibir ideas para cambiar de estado emocional (si es que quieres hacerlo). Además, va generándose un archivo de tus emociones que sirve para darte una idea de cuál es tu estado emocional predominante.

Si aprendemos a identificar, expresar y dirigir nuestras emociones, incluso las más retadoras, podemos utilizarlas para ayudarnos a crear vidas más plenas y positivas.

Ahora si…

¿Cómo estás hoy?