Este es un espacio para explorar los caminos que conducen a la felicidad y conocer los hábitos y pequeñas acciones –científicamente probados- que podemos incorporar a nuestra rutina diaria para vivir más felices.
En Suecia existe una costumbre que se llama Limpieza de Muerte y consiste en deshacerte de todo lo que has acumulado a lo largo de tu vida… estando vivo.
La idea es dejar tu casa -fotos, papeles, cuentas, cosas- en orden, justo como tú quieres, cuando aún tienes la oportunidad. La alternativa, o lo que sucede con frecuencia, es que esta tarea se la endosamos completita a nuestros seres queridos. Cuando se nos acaba el veinte, es a ellos a quienes les toca encargarse del desorden y decidir qué hacer con los retazos de nuestras vidas.
Dicen que esta práctica es liberadora… (supongo que también es la responsable)
¿Qué murmuran las paredes de nuestras casas? ¿Qué dicen los objetos que guardamos en las gavetas? ¿Qué confiesan nuestros papeles? ¿Qué dice la ropa que usamos sobre nuestro estilo de vida? ¿Qué recuerdos desatan las fotografías? ¿Qué conclusiones pueden sacarse a partir de nuestras posesiones?
¡UFF!
Hace unas semanas hice una limpia profunda de mi casa. No fue motivada por esta usanza sueca. Más bien, sucedió que ya estando en acción me acordé de ella. Y entonces me involucré en el ejercicio de manera consciente.
En un archivero encontré apuntes y exámenes de la carrera. Salieron hojas con fórmulas matemáticas, ecuaciones, derivadas y otras operaciones imposibles. Los sostuve un rato y caí en la cuenta de que esos papeles han sobrevivido a todas las rondas de limpieza que he hecho a lo largo de mi vida. En las primeras, me quedé con ellos pensando que quizá me servirían en un futuro. Lo cierto es que una vez metidos en la caja, jamás volvieron a ver la luz. En rondas siguientes, evadieron el basurero porque lograron mecerme en el columpio de la nostalgia. En esta última, aunque ya no reconozco el idioma de esos números y no tenemos nada en común, decidí guardarlos de nuevo. Ahora como recuerdos de mi andar por el terreno de la economía, comprobantes de que alguna vez pude con esos cálculos y como evidencia de que, al menos en esa época, mi letra era legible.
Aparecieron notas de apuntes para conferencias. Las primeras versiones desordenadas de cuando empecé a darle forma al mundo de compartir herramientas del tema que me apasiona. Recordé lo retador que me resultaba armar un tema desde cero. Me topé con las versiones uno, dos, tres, cuatro y la final. Fue lindo confirmar que, en efecto, en la vida logramos lo que queremos un borrador a la vez.
Van apareciendo objetos que nos recuerdan a personas. Algunas siguen en el trayecto andando junto a nosotros, otros ya no están. Aparece una piedra, una carta, una foto, un boleto y desdoblan recuerdos. Hacen sonar canciones, encienden olores, dibujan sonrisas o producen lágrimas, traen a la memoria frases, gestos, sensaciones que nos mueven. Además, nos prestan un espejo para ver quién éramos en ese entonces, quién dejamos de ser, en qué andábamos, cuáles eran nuestros sueños y batallas. Desatan emociones de las buenas y de las complicadas.
Sale también un Tutti Frutti de cosas. Van llegando a nuestras vidas cachivaches -me gusta esta palabra- que heredamos, nos regalaron, nos dejaron ahí. Aparecen triques que sí compramos, que en algún momento nos parecieron indispensables y hoy no entendemos por qué; artefactos que no se usan, pero igual conservamos; objetos que ocupan lugar o traen malos recuerdos, pero no tiramos.
Y conforme escribo, me parece que todo esto empieza a parecerse a la vida.
Y pienso que, así como hacemos limpiezas para deshacernos de lo material, también deberíamos hacerlo para vaciar nuestros anaqueles emocionales y, con esto, liberar espacio para una mejor versión de nosotros mismos, una hecha a la medida, más auténtica, más plena, más feliz.
¿Qué opinas?
Volviendo a la costumbre “limpieza de muerte” … Que lindo sería que nuestras pertenencias, nuestros espacios físicos, virtuales -y emocionales- contaran una historia llena de congruencia. Que reflejaran nuestro propósito de vida, que evidenciaran armonía entre quien decíamos ser y quien verdaderamente fuimos, pero sobretodo, en quien quisimos ser.
Te dejo una pregunta: Si alguien tuviera que encargarse de limpiar tu casa hoy … ¿Qué encontraría?
Hace unas semanas terminé de leer el segundo libro de Edith Eger, eminente psicóloga y sobreviviente del Holocausto. Me enteré de la existencia de su nuevo libro “The Gift” por la entrevista que le hizo Brené Brown en su Podcast “Unlocking Us”, que por cierto, te recomiendo mucho.
Escuché el capítulo mientras corría en la banda. Me bajé de la máquina conmovida e inspirada. Lo siguiente que hice fue pedir el libro.
Me fascina la idea de saberla publicando su segundo libro a los 92 años.
En su primer libro, “La Bailarina de Auschwitz”, la autora hace un recuento de su experiencia en los campos de concentración y su viaje de transformación personal para romper con las cadenas del pasado, moverse hacia la libertad y la esperanza. Me pareció un librazo.
Fue tan bien recibido y valorado que comenzó a recibir peticiones para traducir su sabiduría personal en reglas que el resto de las personas pudiéramos utilizar para superar situaciones traumáticas y demoler las prisiones mentales que nos construimos.
Me encanta la frase de Eger “la prisión más peligrosa es nuestra mente y la llave para salir la tenemos en el bolsillo”. Levantamos barrotes y quedamos atrapados dentro de nuestras cabezas. Nuestros pensamientos y creencias terminan convirtiéndose en los carceleros que determinan cómo nos sentimos, qué hacemos o no hacemos y qué consideramos es posible.
Cuando logramos escapar de nuestras prisiones mentales, no sólo nos liberamos de aquello que nos detenía, sino que nos hacemos libres para ejercer nuestra voluntad. Cuando cambiamos nuestras vidas “no es para convertirnos en alguien nuevo, sino es nuestro verdadero yo”.
Edith Eger habla de 12 prisiones mentales que nos impiden superar traumas y tener vidas plenas y felices. Quiero compartirte un poco de cada una con la intención de empujarte a que leas el libro o lo escuches, si es que lo tuyo son los audiolibros.
La prisión de la victimización. El sufrimiento es universal, pero ser víctima es opcional. Es muy común que ante una situación no deseable, ruda e inesperada nos hagamos la pregunta: ¿Por qué a mi?, que no tiene respuesta y nos pone en posición de víctimas. Nos mantiene atrapados en el pasado, en el dolor, en las pérdidas, en lo que no podemos hacer o no tenemos. Existe una mejor pregunta: ¿Ahora qué? Con esta pregunta nuestra atención se mueve a explorar qué podemos hacer con la experiencia. Para salir de la prisión tenemos que hacernos responsables de nuestro propio comportamiento, incluso ante situaciones que no causamos o elegimos. “Cuando salimos de la posición de víctimas entramos al resto de nuestras vidas”.
La prisión de la evasión.“Lo opuesto a la depresión es la expresión”. Las emociones que no expresamos y embotellamos afectan la química de nuestros cuerpos y encuentran cómo expresarse a nivel celular. Lo que hablas, escribes, compartes, gritas y echas fuera no hace daño; es lo que se queda adentro lo que enferma.
Es importante ser valientes para sentarnos con las emociones que nos atraviesan y mostrar curiosidad para descifrar el mensaje que vienen a entregarnos. El primer paso para cambiar nuestra realidad es enfrentarla, verla a la cara, platicar con ella. “Un sentimiento es sólo un sentimiento, no tu identidad”. Las emociones son energía y la única manera de salir de ellas es atravesándolas. Para salir de la prisión de la evasión, es necesario darles la bienvenida a los sentimientos, dejarlos pasar y luego dejarlos ir.
La prisión de la auto negligencia. El miedo al abandono es uno de los primeros que experimentamos. Así que desciframos pronto qué tenemos que hacer y en quién tenemos que convertirnos para recibir atención, afecto y aprobación. Nos dejamos encajonar por las expectativas, por la sensación de que tenemos que cumplir con un rol o función para ser amados. En este proceso nos abandonamos a nosotros mismos. Es importante ser egoísta, practicar el amor propio y el autocuidado. Para crear el hábito de cuidarnos a nosotros mismos, tenemos que estructurar nuestro tiempo para atender las necesidades de otros sin descuidar las propias.
La prisión de los secretos. La honestidad comienza por aprender a decirnos la verdad a nosotros mismos. Vivir sin máscaras nos permite ser auténticos y en congruencia. Sanar sólo es posible cuando reconocemos cada parte de nosotros. “Las cosas que callamos o encubrimos equivalen a tener rehenes en el sótano que gritan cada vez más fuerte para ganar nuestra atención”.
La prisión de la culpa y la vergüenza. Nacemos sin vergüenza, pero aprendemos a sentirla en el camino. Para vivir libres de esta emoción tenemos que evitar que las opiniones de los demás nos definan, aceptar la totalidad de nuestro ser -nuestro imperfecto ser- y renunciar a la necesidad de la perfección. La invitación es a escuchar nuestro diálogo interior, poner atención a lo que ponemos atención. Lo que pensamos influye en lo que sentimos y lo que sentimos en lo que hacemos. No tenemos que vivir bajo estos estándares o mensajes. Podemos reescribir nuestro script interior para reclamar y recuperar el amor con el que nacimos.
La prisión de los duelos sin resolver. Los duelos representan pérdidas y éstas no siempre están relacionadas con la partida de un ser querido. Es posible perder un estilo de vida, el trabajo, la salud, un proyecto, la normalidad. El duelo no sólo se trata de lo que pasó y no queríamos; se trata también, de lo que anhelábamos y no pasó.
Resolver el duelo significa liberarnos a nosotros mismos de la responsabilidad de todo aquello que no nos tocaba, de aceptar las decisiones que tomamos y no podemos cambiar. La frase que seguido escuchamos es “el tiempo lo cura todo”. Sin embargo, “el tiempo no cura todo, es lo que hacemos con el tiempo”.
El duelo puede ser una invitación a revisar nuestras prioridades, a decidir otra vez para reconectar con nuestra alegría, propósito y “comprometernos con el resto de lo que podemos ser hoy”. Podemos concentrarnos en lo que queda y abrirle los brazos a la vida que nos apunta en una nueva dirección “tomando la decisión de vivir cada momento como un regalo”.
La prisión de la rigidez. La rigidez de pensamiento equivale a los barrotes de una celda. Somos libres cuando nos adueñamos del poder que tenemos de elegir nuestra propia respuesta, renunciamos a la necesidad de tener la razón y podemos aceptar e integrar múltiples puntos de vista. Nos liberamos cuando abandonamos la lucha para dominar a los demás, tenemos la fortaleza de responder en lugar de reaccionar, de hacernos responsables de nuestras vidas y adueñarnos por completo de nuestras elecciones. Además, no tenemos que probar nuestro valor. Podemos aceptarnos y celebrar la totalidad de nuestro ser imperfecto, sin buscar la aprobación de los demás… “Si tienes algo que probar, todavía eres prisionero”.
La prisión del resentimiento. La irritación y el enojo crónico de bajo nivel destruyen la intimidad. Enamorarse es una cuestión química. Se siente fuera de este mundo y es temporal. Cuando ese sentimiento se desvanece, nos quedamos con un sueño perdido, con una sensación de pérdida de una pareja o de una relación que nunca tuvimos en primer lugar. Muchas relaciones salvables se abandonan en la desesperanza. Edith Eger argumenta que el amor no sólo es lo que se siente, sino lo que se hace. ¿Qué nos mantiene en situaciones no deseadas? Cada comportamiento satisface una necesidad. Incluso una situación aprisionante y atemorizante puede servirnos de alguna manera. Para salir del resentimiento es necesario salir de la situación que lo provoca.
La prisión del miedo paralizante. Podemos elegir cuánto de nuestras vidas le cedemos al miedo. Una de las maneras en que podemos empezar a gestionarlo es cuidando la manera en como nos comunicamos. El lenguaje del miedo es de resistencia. Cuando decimos “no puedo”, en verdad estamos diciendo “no lo haré” o “no lo aceptaré”. “Lo estoy intentando” es una mentira, pues o lo estamos haciendo o no. Y las frases “porque lo necesito” o “porque tengo que” son excusas para permanecer en el mismo lugar. Las necesidades son cosas sin las cuales no podemos sobrevivir -respirar, dormir, comer-. Podemos dejar de ver a nuestras decisiones como obligaciones. Es importante escuchar y estar atentos a los “no puedo”, “estoy tratando”, “necesito” para reemplazar estas frases aprisionadoras con algo más: “si puedo”, “si quiero”, “estoy dispuesta”, “decido”.
“Vas a tener cincuenta años de cualquier manera -o treinta o sesenta o noventa- así que más vale que tomes el riesgo. Haz algo que no hayas hecho antes”.
La prisión de los juicios. Dejemos ir los juicios y comencemos a elegir la compasión. La libertad significa escoger y decidir, en cada momento, ya sea cuando nos conectamos con el amor que nacimos o con el odio que aprendimos. Cuando vivimos en la prisión de los juicios, no sólo victimizados a los demás, sino que nos victimizamos a nosotros mismos. Nacemos para amar, pero aprendemos a odiar. Está en nosotros qué elegir.
La prisión de la desesperanza. La esperanza no es la pintura blanca que usamos para cubrir nuestro sufrimiento, es una cuestión de vida o muerte. Un reconocimiento al hecho de que, si renunciamos, no tendremos la oportunidad de saber qué pasa después. Es una inversión en nuestra curiosidad, afecta lo que atrae nuestra atención todos los días, es elegir la vida. “La esperanza es el acto de imaginación más descarado”. Ahora, esto supone hacer todo lo que en nuestras manos sea posible. Es una esperanza que incluye saber qué queremos, tener rutas alternas, disposición para sortear imprevistos, confiar en nuestros recursos personales y en trabajar duro.
La prisión de no perdonar. Perdonar es algo que hacemos por nosotros mismos, no para la persona que nos ha lastimado. Lo hacemos para dejar de ser sus prisioneros o rehenes del pasado, para soltar la pesada carga del dolor almacenado. Cuando no logramos perdonar a alguien, usamos la energía para estar en contra de esa persona o situación, en lugar de usarla para nosotros y la vida que merecemos. “Perdonar a alguien no significa que le damos permiso para que siga lastimándote. No está bien que te haya hecho daño. Pero ya está hecho. Nadie más que tú puedes sanar la herida”.
Cuando una persona que ha visto y experimentado de primera mano lo peor de la humanidad, como Edith Eger, dice que podemos recuperarnos de cualquier situación y que la vida vale la pena, el mensaje se recibe diferente. Su libro está lleno de sabiduría y sospecho que es uno de esos que tendré muy a la mano para consultar una y otra vez.
Esta semana he estado sintiendo mucho. El primer aniversario del modo pandemia me está pegando. De unos días para acá me visitan, hasta en sueños, los recuerdos de todo lo que hice en los días anteriores al confinamiento.
No sabía en ese entonces que estaba viviendo los últimos días de mi estilo de vida pre-covid. Comiendo en restaurantes, viajando, abrazando gente, dando clases y conferencias en tercera dimensión, viendo caras completas, usando lápiz labial, yendo al cine, acompañando a mis hijas a sus partidos.
En mi mente esto era una noticia escandalosa y un evento que duraría, cuando mucho, dos semanas.
Ya sonaba el rumor de un nuevo virus cuando me fui a la India el 4 de marzo de 2020. En contra de la voluntad de varias personas a mi alrededor, me lancé.
En los aeropuertos de México y Estados Unidos aún no había nada que indicara que el mundo estaba por ponerse de cabeza. Viaje usando el cubre bocas de manera intermitente. Yo estaba en modo escéptico.
Llegado a la India tuvimos que llenar un formulario, nos tomaron la temperatura y nos echaron un chisguete de gel antibacterial. El único inconveniente de este proceso fue hacer fila detrás de unos 400 pasajeros a la 1:00 am de la madrugada luego de haber estado 15 horas apretujada en mi asiento sin dormir.
En Nueva Delhi, en la entrada del hotel nos recibió una persona con un termómetro en forma de pistola. Daba nervios que te apuntaran con un rayo rojo en el centro de la frente. ¿Qué tal si salía una bala? o ¿Qué tal un resultado que sugiriera un estado febril? Después de un año de ser apuntada en la cabeza en todas partes, temo que un revólver real ya no me impresione.
Arrancamos el tour en una burbuja. Durante los siguientes días, nada de lo que se escuchaba en otras partes del mundo parecía tener eco en ese alejado país. Nosotros caminábamos entre multitudes atrapando imágenes con nuestras cámaras.
Con el pasar de los días fueron alcanzándonos las noticias. Llamadas de familiares pasando nombres de los primeros conocidos contagiados en México, preguntando-sugiriendo si pensábamos acortar el viaje y volver. A sus preocupaciones, yo respondía enviando una foto mía con un paisaje maravilloso detrás y la leyenda “aquí no pasa nada”.
El entorno fue cambiando. Más medidas sanitarias. Más registros. Mas termómetros en templos y monumentos. Una revisión médica antes de ser admitidos en un hotel.
Algunos países empezaron a cerrar sus fronteras. Las conversaciones de nuestro grupo en el autobús comenzaron a girar alrededor de la pregunta: ¿Adelantamos nuestro regreso o nos la jugamos? Empezamos a estar más alertas, a monitorear vuelos, a sentirnos inquietos. Una especie de ansiedad subyacente se unió a nuestro tour.
Unos cinco días antes de que terminara nuestro viaje las cosas empezaron a complicarse. Íbamos camino al pueblo del opio cuando nuestro maravilloso guía Sandip recibió una llamada a su celular. Se puso muy serio. Colgó y tomó el micrófono. “No podemos entrar al pueblo, las autoridades no quieren recibir extranjeros. Ellos están sanos, no tienen medicamentos para hacerle frente al virus y no quieren exponerse”. De ahí en adelante las fichas cayeron rápido. Anunciaron el cierre del Taj-Mahal. Esta maravilla del mundo era la última parada para cerrar con broche de oro nuestra visita. Tendré que volver.
Con esa noticia empecé a pensar en adelantar mi regreso.
Anunciaron el cierre de los templos, los monumentos, los fuertes. Más vuelos cancelados. Más países cerrando fronteras. Más angustia.
Me despedí del grupo en Jaipur tres días antes del regreso oficial y, ahora sí, sentí la pandemia con todo. El aeropuerto estaba vacío… ¿Te imaginas un lugar en la India sin gente? Era como estar dentro de una película surrealista. Si no salía el avión de Jaipur a Delhi, tampoco podría tomar el vuelo transatlántico. En ese momento estar en mi continente ya era ganancia. Despegamos. A bordo estábamos la tripulación y unas diez personas más, la mayoría extranjeros.
Aterrizamos en Delhi. El aeropuerto estaba desierto. Una imagen contrastante a la que había registrado en mi memoria cuando llegué. La espera fue larga, unas 7 horas. Encontré una mesa frente a una pantalla. Se volvió compulsivo monitorearla. Me daba miedo que el letrero cambiara de “a tiempo” a “cancelado”.
Las horas se sintieron largas.
Pocas veces he sentido tanta tranquilidad como cuando el avión de Delhi a Newark pegó carrera y levantó las llantas de la pista. Aterrizamos unas 16 horas después a eso de las 5:00 de la mañana. Quedarme atrapada en Nueva York ya era mucho mejor opción.
Mi siguiente vuelo a la Ciudad de México lo cancelaron 50 minutos antes del horario programado de salida. Corrí al mostrador de United y la joven que estaba ahí me dijo: “No preguntes nada, corre conmigo, hay un vuelo a Houston, yo me encargo de tu conexión”. Confié y corrí. Entré en “safe” al avión.
El piloto anunció el descenso. Por ahí de los 10,000 pies nos tuvo dando vueltas alrededor de la ciudad en lugar de bajar. Entonces abrió el micrófono: “mmm… tenemos una situación”. Esa es una combinación de palabras que no quieres escuchar estando en un avión. “No podemos aterrizar en Houston porque hay tormenta eléctrica, tampoco podemos seguir sobrevolado la ciudad por falta de combustible. Vamos a Nuevo Orleans para cargar el tanque y esperar a que mejore el clima”. Estaba tan cansada que, en lugar de entrar en pánico, pensé “OK, vamos a New Orleans” y seguí leyendo mi libro, que muy a tono con el contexto actual era “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.
Cinco vuelos y cincuenta horas después aterricé en Monterrey a eso de las 11:00 de la noche. Como yo era potencialmente contagiosa, me dejaron un coche en el aeropuerto para no contaminar a nadie. En casa, la instrucción era que dejaran todas las puertas abiertas desde la entrada hasta la regadera para no tocar nada.
Y así empezó la cuarentena que en mi mente duraría sólo dos semanas.
Y así empezó a cambiar nuestro mundo.
A la vuelta de un año, ahora veo películas donde sale mucha gente y me parece raro que no tengan tapabocas. Las imágenes de estadios, de auditorios, de fiestas de celebración me inyectan nostalgia directo a la vena. Con frecuencia sueño que camino entre personas, de pronto, me doy cuenta de que nadie tiene máscara y el sueño se convierte en pesadilla.
Esto empezó para mí como un tema lejano en forma de circulo con un diámetro tan grande que parecía imposible que me tocara. El círculo fue cerrándose con el paso de los meses. Los contagiados ahora eran mis conocidos, los enfermos graves estaban en mi perímetro. En febrero estuve dando pésames todos los días de una semana, a veces, hasta dos por día.
Los espacios han cambiado. Las casas son oficinas, salones de clases, estudios de música, campos de batalla. Lo que más me asusta de todo esto es que pensemos que así está bien. Las personas necesitamos cambiar de espacios, salir a conectar con los demás, a tomar aire. Y si, también hace falta descansar de las personas con las que vivimos.
Las empresas están reacomodándose y están tomando decisiones que quizá no habían contemplado antes. Están desocupando pisos enteros de oficinas porque han visto que las personas pueden trabajar desde su casa y pueden ahorrarse un montón de dinero. Y yo no puedo evitar pensar: “que se pueda, no significa que debamos”.
Y es que tengo la sensación de que no están considerando el costo que traerá la desconexión social, ni las consecuencias que esto tendrá en la salud mental. La innovación se complica estando en posición remota, mantener la cultura organizacional también. Me parece que están olvidando todo lo bueno que se genera cuando la gente se saluda en los pasillos, cuando los equipos hacen sesiones de ideación juntos en una sala. ¿Quién le está poniendo número a las sonrisas, a las interacciones junto a la cafetera, a los “high fives” que provocan los logros?
Me preocupa que el cuerpo de mis hijas vaya adoptando la forma del sillón en que se sientan a tomar sus clases, que se les olvide como entablar una conversación en persona, que se acostumbren a su mundo en línea. Extraño verlas metidas en sus partidos. Perdimos la racha de años de entrenamiento en los equipos de volibol y de basquetbol. Me da tristeza que hayan perdido esas canchas donde desarrollaban la resiliencia, donde aprendían a perder y a ganar, donde trabajaban en equipo. Nuestros niños y jóvenes están empatallados, sedentarios y solos.
El aire se siente espeso. La suma de las pérdidas y el sufrimiento colectivo sellan los pulmones al vacío. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental. Estoy cansada hasta los huesos de sentirme nerviosa, de tener pesadillas, de ver cómo la preocupación adelgaza a mis seres queridos, de tener que contener abrazos, de no ver a mis papás.
Al mismo tiempo han pasado cosas buenas. El mundo entero trabajando junto para fabricar una vacuna, héroes en los hospitales, voluntarios, solidaridad, innovaciones, aprendizaje, creatividad. Estamos aprendiendo a vivir entre opuestos, a manejar la incertidumbre, a ser más tolerantes, a soltar el control, a vivir en el caos. Estamos conociendo mejor a nuestros hijos, vemos cómo interactúan con sus compañeros de clase, jugamos más, comemos en familia. Me parece que esto lo extrañaremos más adelante.
Podría seguirle a esta lista. Pero la meritita verdad es hoy no me dan ganas. Hoy necesito permiso para renegar.
Ya se me hizo largo el escrito. Acá lo voy a dejar. Sin preocuparme mucho por rematarlo con un final porque esta historia aún sigue.
¿Cómo estás? Es la pregunta que le sigue al saludo cuando arrancamos cualquier interacción social. Sale en automático. Y, como parte del código conducta y buenos modales que tenemos cableado, respondemos “bien”.
Estamos acostumbrados a responder “bien”. Es lo más sencillo, lo más rápido, lo socialmente aceptable y lo esperado. Con el “bien” salimos al paso cuando estamos “mal” y no queremos dar explicaciones. Aplica también cuando no tenemos idea de cómo nos sentimos o cuando no nos detenemos a explorar qué sucede en nuestro interior, pero tenemos que responder. De la misma manera, deseamos -incluso agradecemos- que los demás nos respondan “bien”, pues así podemos continuar con lo que sigue y evitamos caer en el aprieto de tener que lidiar con temas tenebrosos.
El “bien” cumple y resuelve para todos.
Nuestro mundo emocional va mucho más allá de esta respuesta superficial y automatizada. Es rico, variado, está lleno de matices y tiene diferentes niveles de intensidad. Las emociones son mensajeras que llegan cargadas de información valiosa y nos impulsan a la acción.
Si nos aventuráramos a mirar al interior y a pasar tiempo con lo que sentimos – lo bonito, lo incómodo, lo que inspira, lo que asusta- podríamos acercarnos a nuestra mejor versión decidiendo y actuando en favor de nuestro bienestar.
¿Cuántas emociones conoces?
La mayoría de las personas podemos nombrar las seis emociones básicas: felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, asco y miedo. Encajonamos lo que sentimos. Sin embargo, debajo de cada una de estas emociones hay un mundo de bifurcaciones, de calles alternas para las que no tenemos nombre y que recorremos sin saber dónde estamos. Somos seres vivos que sentimos y experimentamos emociones en cada instante de nuestras vidas.
El autoconocimiento está en el corazón de la inteligencia emocional y es la habilidad para reconocer nuestras emociones, pensamientos, valores personales y sus efectos en nuestra manera de vivir. Conocernos a nosotros mismos es clave para tener una vida plena, exitosa y feliz.
Todo empieza por distinguir y ponerle nombre a lo que sentimos. Reconocer nuestras emociones y las de los demás.
Marc Brackett, autor del libro “Permiso para sentir”, argumenta que es recomendable hacer pausas, físicamente detenernos, dejar de hacer lo que estamos haciendo y conectar con nuestro interior para reconocer nuestro estado físico, mental y emocional. Alto para preguntarnos: ¿Me siento animado o desmotivado?, ¿Estoy satisfecha o insatisfecha?, ¿Me siento cansada o llena de energía?, ¿Cómo está mi ritmo cardiaco?, ¿Siento tensión en alguna parte del cuerpo?
Reconocer nuestras emociones es crítico, pues mucho de lo que nos sucede no lo tenemos a nivel de la conciencia. Una manera de comenzar a identificar emociones es aprender a reconocer su presencia en nuestro cuerpo, pues viven ahí y comienzan a manifestarse generando diferentes sensaciones físicas mucho antes de que podamos ponerles nombre o describirlas con palabras.
¿Que pasaría si la próxima vez que alguien nos preguntara “¿Cómo estás?”, hiciéramos una pausa para viajar al interior y sentir?, ¿Qué pasaría si hiciéramos un alto para conectar con el cuerpo y detectar las emociones que están presentes?
Existe una herramienta que se llama “Mood Meter” o Medidor Emocional (Figura 1) que fue creada para ayudarnos a identificar cómo estamos y a ponerle nombre a la emoción predominante que sentimos en cierto momento.
El medidor emocional es una gráfica que distribuye emociones en cuatro cuadrantes combinando dos variables: nivel de energía y nivel de satisfacción. Puede darnos mucha información con respecto a nuestro mundo emocional.
FIGURA 1
¿Cómo usamos el medidor emocional para identificar nuestras emociones?
En su libro, Marc Brackett comparte las siguientes instrucciones:
Paso 1. Conecta con tu cuerpo y responde la pregunta: ¿Cómo está tu nivel de energía?, ¿Alto o bajo?
Paso 2. Dedica unos momentos a decidir: ¿Cómo está tu nivel de satisfacción?, ¿Alto o bajo?
Paso 3. Identifica el cuadrante en que te coloca la combinación de tu nivel de energía con tu nivel de satisfacción:
Amarillo. Esquina superior derecha. Alto nivel de energía y alto nivel de satisfacción. Las emociones que viven esta zona son, por ejemplo, felicidad, entusiasmo, optimismo, alegría, inspiración, esperanza. Las sensaciones físicas congruentes con estas emociones son sentirse lleno de energía, caminar erguido, hombros derechos, mirada al frente.
Verde. Esquina inferior derecha. Bajo nivel de energía y alto nivel de satisfacción. En este cuadrante el tipo de emociones que habitan son serenidad, paz, gratitud, contemplación. La sensación física es de tranquilidad, de movimientos lentos, respiración lenta, hombros relajados.
Azul. Esquina inferior izquierda. Bajo nivel de energía y bajo nivel de satisfacción. Cuando estamos en el color azul las emociones son tristeza, depresión, nostalgia, melancolía, preocupación, angustia. Las sensaciones físicas que las acompañan pudieran reflejarse como hombros caídos, mirada hacia abajo, cuerpo retraído.
Rojo. Esquina superior izquierda. Alto nivel de energía y bajo nivel de satisfacción. El área roja es territorio de emociones como enojado, ira, traición, furia, miedo, pánico. Físicamente este estado emocional se traduce en músculos contraídos, ritmo cardiaco acelerado, visión de túnel, movimientos rápidos y bruscos. Alerta máxima que nos prepara para pelear o escapar.
Paso 4. Identifica la palabra que mejor describe la emoción predominante utilizando la Figura 2.
FIGURA 2
Cuando tenemos un vocabulario emocional amplio es posible identificar con mucha más precisión cómo nos sentimos y generar soluciones hechas a la medida.
¿Cómo podemos usar el medidor emocional en el día a día?
Haz pausas durante el día para identificar cómo están tus niveles de energía y satisfacción. Si tienes a la mano el medidor emocional, decide cuál es la emoción que mejor te describe en ese momento. Si la emoción te gusta, disfrútala y trata de identificar qué la provoca. Si la emoción te incomoda, molesta o duele piensa en una pequeña acción que puedas hacer para cambiar tu estado emocional. Recuerda también mostrar curiosidad con esa emoción para escuchar el mensaje que tiene para ti.
Pega el medidor emocional en un lugar visible. Puede ser en tu casa, tu lugar de trabajo o como fondo de pantalla de tu celular. Compártelo con tus amigos, tus hijos, tu pareja, tu equipo de trabajo. Una manera linda de comenzar una interacción en una reunión es haciendo un “check-in” emocional. Cada integrante dedica unos momentos a identificar su emoción predominante y compartir de “qué color viene vestido hoy”. A los hijos podemos mostrarles el tablero y pedirles que nos digan en cuál cuadrito están.
Existen también la aplicación “Mood Meter” que puedes descargar desde tu celular. En este espacio puedes registrar tu emoción predominante, recibir ideas para cambiar de estado emocional (si es que quieres hacerlo). Además, va generándose un archivo de tus emociones que sirve para darte una idea de cuál es tu estado emocional predominante.
Si aprendemos a identificar, expresar y dirigir nuestras emociones, incluso las más retadoras, podemos utilizarlas para ayudarnos a crear vidas más plenas y positivas.
Quiero compartirte con mucha ilusión y felicidad el lanzamiento de mi podcast “Bienestar con Ciencia”.
Me siento muy emocionada porque este sueño llevaba mucho tiempo haciendo fila en mi “Bucket List”. Hoy ya es una realidad.
Este proyecto fue muy paciente conmigo. Tuvo la gentiliza de esperar a que el universo se acomodara para darle salida y a que yo diera el paso valiente.
En este podcast vamos a explorar los caminos en donde habita la felicidad, conocer hábitos y compartir estrategias, basados en ciencia, que podemos integrar a nuestra rutina diaria para vivir más felices.
Quiero generar conversaciones alrededor de la felicidad, desbaratar mitos, y compartir estrategias que funcionan. Vamos a explorar las ideas de los autores y estudios más destacados en el tema. Te contaré mis propias experiencias en este recorrido y, en ocasiones, tendremos invitados que nos dejarán enseñanzas para mejorar nuestra calidad de vida.
Deseo que disfrutes mucho este podcast, pero sobretodo, que te inspire a hacer un cambio que te permita ser feliz en el trayecto.
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Te espero en el primer capítulo. Aquí te dejo el vínculo:
PD. Quiero aprovechar este espacio para darle las gracias a Ruidoso por ayudarme a convertir este sueño en realidad. Te comparto el link a su página, por si hacer un Podcast está en tu lista de proyectos: https://www.facebook.com/RuidosoMkt/
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La semana pasada escuché una entrevista que le hizo Brené Brown el expresidente de Estados Unidos Barak Obama en su Podcast “Dare to Lead”. No me acuerdo cómo llegué al episodio o qué me llevó a darle clic. Quizá un empujón del universo, porque en ese espacio pusieron en palabras algo que he estado sintiendo intensamente y no sabía cómo explicar.
Hablaron sobre la habilidad que tienen los grandes líderes para sostener la tensión que genera la existencia simultanea de situaciones en conflicto. La capacidad de estar en el centro siendo jalado por los extremos de emociones opuestas y tolerar la incomodidad de la ambigüedad sin paralizarse o reventar.
He vivido justo así en las últimas semanas, tironeada entre emociones encontradas. Creo que todos hemos estado iguales.
En un mismo día nos toca entristecernos por la muerte de un ser querido y celebrar el cumpleaños de otro. Trabajar con la angustia profunda que produce tener a un familiar grave en el hospital y sentir felicidad por completar con éxito una presentación. Anhelar abrazar a tus padres porque los quieres con todo el corazón y, por esa misma razón, no hacerlo.
Este concepto aplica para todas esas veces en que estamos al centro de dos situaciones que evocan deseos encontrados. Consolar a uno de tus hijos porque no entró a jugar a la cancha, al mismo tiempo que brincas de alegría porque su hermano fue el campeón goleador. Adorar a tu bebé recién nacido y sentir ganas de devolverlo después de tres noches sin dormir.
La tentación de no hacer nada es muy grande y las probabilidades de quedar inmovilizados también. Y es que los espacios donde habitan la vulnerabilidad y la incertidumbre producen una incomodidad que es difícil de aguantar. Pero es justo ahí donde podemos transformarnos.
Transformarnos para salir de la mentalidad de crisis de la que hablábamos en la publicación pasada. Transformarnos para vivir, en lugar de sobrevivir.
Me quedé pensando en qué podría sernos útil en los meses que vienen.
Necesitamos conectar mucho más con el concepto de humanidad compartida. Es urgente reconocer que no estamos solos. Cada una de nuestras acciones repercute en la red de alguien más y en el ecosistema en que vivimos. ¿Qué pasaría si conectáramos más con el amor y la bondad?, ¿Qué pasaría si dejáramos de sentirnos invencibles?, ¿Qué pasaría si nos cuidáramos en lo personal para proteger a los demás? Quiero pensar que, si nos reconocemos parte de un todo, los incentivos para conducirnos de manera responsable aumentan. Si conectamos con una causa más grande que nosotros mismos, usar el tapabocas, mantener distancia y evitar reuniones adquieren un nuevo sentido.
Nuestro peor enemigo es la indiferencia. Somos nosotros, nos toca a nosotros, te toca a ti y me toca a mí. Nuestro mundo necesita de más generosidad, más cariño, más acción y menos “me vale”. Tenemos que estar más presentes, regresar de nuestras cabezas y de los mundos que nos creamos para escapar. Es aquí donde tenemos que estar, entrándole duro a contribuir positivamente y dejando de esperar que otros hagan el trabajo. La suma de nuestras buenas voluntades y acciones individuales puede hacer la diferencia.
Me gusta pensar que entre más aportemos todos juntos a la solución de la pandemia, menos seremos jalados a los escenarios dolorosos que produce.
La semana pasada fue ruda, la anterior también. Todos los días recibí correos con el encabezado “sensible fallecimiento”, a veces dos por día. Facebook se ha convertido en página de obituarios y plataforma para buscar tanques de oxígeno o donadores de sangre. El número de contagios rompe el récord cada día en combinación con el número de muertos. Los hospitales están saturados y el personal médico agotado. Cada día se pierden más trabajos y cierran negocios. La angustia y el dolor se han convertido en la música ambiental que suena por todos los rincones y nos acompaña sin tregua.
En abril del año pasado, cuando recién empezaba la pandemia y nos guardamos en nuestras casas pensando que sería cuestión de un par de semanas, tuve una conversación por Instagram Live con Johan Stuve -consultor, antiguo colega y muy querido amigo-. El objetivo de ese intercambio fue compartir estrategias para hacerle frente al confinamiento tanto a nivel personal como organizacional.
Luego de unos diez meses, el contexto ha cambiado y las ideas que funcionaban cuando esto era una novedad y pensábamos que teníamos que aguantar sólo un tiempo corto ya no aplican. Quiero pensar que si, a estas alturas del partido, le recomendamos a una mamá armar un rompecabezas más o hacer manualidades con sus hijos para pasar el tiempo, nos arranca la cabeza.
Entonces pensé en volver a conversar con Johan. Me gustan sus puntos de vista. Su especialidad es cuestionar el estatus quo y los patrones -personales y organizacionales- para co-diseñar estrategias que mejoran el bienestar y el desempeño. Yo andaba con ganas de cuestionar el modo pandemia, así que lo invité a un segundo Instagram Live.
Arrancamos la conversación con problemas técnicos, igual que la primera vez. De ahí hablamos un poco sobre el contexto en el que estamos viviendo. Mi percepción y sentir es que es ahora cuando estamos sintiendo, con todo, los efectos acumulados de los últimos meses. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental.
Todo lo anterior nos ha metido en una mentalidad de crisis que nos tiene con el sistema nervioso central en alerta máxima. Este modo crisis sin duda es necesario, pues nos recuerda que debemos cuidarnos -cubrirnos nariz y boca, lavarnos las manos, usar gel antibacterial, mantener distancia sana, evitar reuniones sociales-. La cosa es que la pandemia sigue y, aunque debemos seguir alertas y cuidándonos, también necesitamos salir del permanente modo crisis que dispara nuestro sistema de supervivencia.
Cuando nos sentimos amenazados, la amígdala activa las alarmas y nos pone listos para pelear, escapar o congelarnos. El cerebro responde inyectándonos cortisol -hormona del estrés-, eleva nuestro ritmo cardiaco, suprime el sistema inmune y provoca visión de túnel, lo cual nos tiene como caballos viendo sólo hacia el frente, atendiendo el paso inmediato siguiente y sin posibilidad de contemplar otras alternativas.
El modo crisis va limitando nuestro radio de acción, nos tiene híper alertas a lo negativo, nos encierra en un mundo de quejas y lamentos que no nos permite avanzar. Para salir de este atolladero es necesario desenchufarnos de una mentalidad de supervivencia y conectarnos con una narrativa que nos jale a un futuro en donde sea posible visualizar posibilidades, nuevas maneras de funcionar y un mayor bienestar.
¿Cómo le hacemos?
Johan compartió tres ideas principales:
1. Visión y actividad. Es importante movernos. Quedarnos paralizados frente a los cambios del entorno nos deja en el mismo lugar. Así como una bicicleta necesita moverse para mantener el equilibrio, así las personas y las organizaciones. ¿Qué pequeña acción puedes hacer para salir de donde estás, para acercarte un poco a donde quieres estar o a lo que te gustaría lograr? Esto me hizo pensar que, con frecuencia, confundimos pensar y preocuparnos mucho con hacer. Preocupación sin acción es como estar en una mecedora: te da algo que hacer, pero no te lleva a ningún lado.
2. Enfoque en lo valioso. No se trata de hacer cualquier cosa simplemente para mantener el equilibrio -aunque si estás paralizado… ¡Haz cualquier cosa!-. Lo ideal es identificar las actividades que se alinean con el nuevo escenario que queremos construir. Movernos con propósito.
A mí, por otro lado, escuchar las palabras “enfocarse en lo valioso” me conectó con la práctica de la gratitud. Una herramienta para salir de los pantanos en donde viven los problemas, los dolores, los monstruos viscosos y todo lo que puede hacernos sentir miserables en la vida, es notar lo bueno. Buscar con intensión lo que sí funciona, lo que sí está bien, lo que sí se puede, las personas que sí están con nosotros. La gratitud es un antídoto poderoso contra las emociones difíciles.
3. Disciplina. Formar nuevos hábitos y cambiar nuestro estatus quo requiere de comportamientos repetitivos. Para ganar impulso e incorporar nuevas rutinas es necesario sostener nuestras acciones en el tiempo. Hacer algo positivo una vez, sirve una vez. En este sentido, hacer una comida sana no es suficiente para bajar de peso o recuperar la cintura. Tenemos que convertirlo en un hábito. Y para aumentar nuestra motivación es importante celebrar nuestros logros, por pequeños que sean. Me recuerda al dicho “un viaje de 1,000 millas comienza con el primer paso”.
Y yo aportaría un cuarto punto…
4. Fortalezas personales. En momentos de crisis, cambios inesperados y retos nuevos hay que mirar al interior y entrar en contacto con nuestros mejores recursos personales. Recordar nuestras fortalezas, habilidades, talentos, superpoderes. Preguntarnos… ¿Para qué soy muy bueno y cómo puedo trasladar esto a otra realidad?
Al final hablamos del poder de las palabras y las historias que nos contamos. Es muy fácil quedar atrapados en narrativas catastrofistas, en posiciones de víctimas, en el reino de las quejas. Es importante cuidar el lenguaje que usamos para comunicarnos con nosotros mismos y con los demás. Con las palabras se construyen mundos, así que utilizémoslas para escribir páginas que queramos leer.
¿Qué opinan?
Si quieres ver y escuchar la conversación con Johan Stuve visita su perfil de Instagram: @johan.stuve.oficial
Aprovecho para desearles un 2021 lleno de salud e historias nuevas.
Y de pronto llegué al final del 2020, el año más bizarro que me ha tocado vivir. Separé un rato para tratar de entender de qué se trató esta película surrealista sin guión a la que me aventaron sin preguntar.
Todavía no decido si despedir al 2020 con una mentada de madre o nada más dejarlo pasar. De lo que sí estoy segura es que su partida me hace muy feliz. Soy del bando de las que se emocionan con el cambio de año. Al viejo le dejo las tristezas, los dolores, los malos ratos; al nuevo, lo visualizo lleno de cosas buenas, posibilidades y sueños por cumplir. Siempre me han gustado las páginas en blanco.
Estas son mis reflexiones.
El amor es poderoso. Aprendió a filtrarse a través de pantallas, tapabocas, caretas, lentes, guantes, trajes amarillos. Encontró la manera de hacerse sentir por chat con palabras escritas, símbolos, mensajes de voz, manos emparejadas con vidrios de por medio, aplausos y música desde los balcones. En este año de medias caras, los ojos fueron protagonistas. Hicieron todo: sonreír, gritar, acompañar, consolar, envolver, abrazar, llorar.
Viviendo entre duelos. El sueldo emocional fue brutal en 2020. Sufrimos diferentes tipos de perdidas. Pérdidas humanas, pérdida del contacto social, del trabajo, proyectos detenidos, viajes cancelados. Perdimos la paz interior, la libertad de movimiento, el sentido de normalidad, la rutina, la posibilidad de planear más allá de una semana.
El tiempo y el espacio se volvieron locos. No tienen idea de nada. Se borraron las líneas que dividen al viernes del sábado, al domingo del lunes. Todos los días saben igual. Da lo mismo sin son las 9:30 de la mañana o las 7:45 de la tarde. Se unificaron los espacios: el comedor es el salón de clases; la recámara, es la oficina; el cuarto de tele, la cancha de basquetbol. Hay días en que las horas tienen 180 minutos y meses que duran una semana. El tiempo pasa lento y rápido al mismo tiempo.
Por otro lado, que contradicción esta la de finalmente entender que el tiempo vuela, sentir prisa para salir a vivir y no poder hacerlo porque el aire se ha vuelto peligroso, porque el freno de mano está puesto. ¡Qué ansia esto de esperar a que el mundo se abra otra vez!
Aprender a soltar el futuro. Hace unas semanas me atrapó el título de un artículo en la revista The Economist: “El año en que el futuro se canceló”. ¡PUM! De esos encabezados que lo dicen todo.
Me acuerdo de abril. En una semana se borró mi agenda de todo el año. Un mensaje tras otro para comunicar lo mismo: “debido a la contingencia sanitaria hemos decidido cancelar/postergar la conferencia/taller/vuelo/viaje”. En una semana me quedé sin trabajo, en una semana se esfumaron mis planes y los de mi familia. En 2020 coleccionamos eventos que no sucedieron por el Coronavirus, aviones no tomados, lugares no visitados, aventuras no vividas, fiestas de cumpleaños no celebradas, besos y abrazos no dados.
En ese artículo algo resonó en mí. Hay un tipo de felicidad que viene de anticipar y saborear el futuro, de imaginar cómo serán las cosas. Nos entusiasma la cena del próximo viernes con amigos, del paseo, la ida al cine, el desayuno con amigas, el café para escribir. Nos motiva el compromiso de la siguiente conferencia en vivo, la vuelta a la universidad para dar clase. Aguantamos el martes porque pronto viene el sábado. Este año tocó vivir en el presente, un día a la vez.
¿Cómo sí? Esta crisis nos obligó a transformarnos en pleno vuelo. ¿Te has puesto a pensar en todo lo que ha cambiado en respuesta a la pandemia? Hemos tenido que encontrar la manera de seguir haciendo nuestra vida, de aprender a usar nuevas tecnologías, de cambiar el hábito de tallarnos los ojos con las manos. Hemos tenido que hacernos flexibles, moldeables, ágiles. En mi caso, la pregunta clave para navegar en este océano alebrestado ha sido: ¿cómo puedo seguir haciendo lo que me hace vibrar? Y entonces se me ocurren ideas. Y entonces vuelve la esperanza.
Parteaguas. Me parece que, de una u otra manera, dividiremos nuestras vidas en antes y después del Covid. Ni en mis sueños más locos me hubiera imaginado siendo parte de un evento que quedará registrado en la historia. Este fue el año en que estar juntos se volvió peligroso; abrazar y besar, prohibido. El año en que vivimos “online” y con GPS en permanente estado de “recalculando la ruta”.
Me inquietan las posibles secuelas. No sé, por ejemplo, cómo afectará esto a mis hijas que están en preparatoria, la época en la que todo lo que sucede no está sucediendo ahora. Algún día nos toparemos con las fotos que tomamos este año con tapabocas y la odiada susana distancia. ¿Qué pensaremos entonces?
Los pequeños detalles son los grandes. Extraño los tenis, chamarras, sweaters, termos y calcetas aventados en el asiento trasero de mi coche. Ese era un desorden congruente con partidos de voleibol y basquetbol, planes en casas de amigas y clases en el colegio. Extraño respirar sin miedo y las noches sin pesadillas.
Nueva normalidad. Tapabocas desechables, de tela, con filtro, con diseño, con logo de marca fina, como una prenda más que combinar, tirados en las banquetas. Caretas de plástico, guantes, gel antibacterial, tapetes con líquido para desinfectar zapatos. Círculos dibujados en el suelo a 1.5 metros de distancia entre sí. Termómetros que no sirven en la entrada de los comercios -un día registré 32 grados y me dejaron pasar porque creyeron que estaba viva-. Pasaportes, visas y maletas irrelevantes. La casa siempre llena, desapareció el silencio, la privacidad también. El internet fundamental, el ancho de banda crítico. Desfile de coches para festejar cumpleaños, saludar de lejos, ley seca, “lockdowns”, distanciamiento social, hospitales saturados, miles de muertos.
La gratitud es la herramienta más importante. Y a pesar de todo, me siento agradecida con el 2020. Hay tanto que sí tenemos y sí podemos hacer. Aprendí cosas nuevas como soltar el control, vivir en el caos, tolerar la incertidumbre. Este año fue una gran oportunidad para descubrir qué es lo importante, encontrar los detonadores que nos revelan dónde no somos libres. Conocí a personas maravillosas, regresaron las oportunidades de trabajo y formé parte de proyectos retadores e inspiradores, descubrí que somos más resilientes de lo que pensamos, crecí como persona, pasé horas en la montaña, mi familia está completa y ya viene la vacuna. Sí pudimos.
Ahora vamos por el 2021. No quiero ni imaginar las toneladas de responsabilidad que siente el año nuevo sabiendo que la mirada de la humanidad entera está enfocada en él.
Hoy es un buen día para trazar las metas del año que empieza.
Antes de arrancar con una lista de propósitos de nuevo ciclo es importante dedicar tiempo a pensar lo siguiente: ¿Cómo quiero sentirme?, ¿Qué emociones quiero sentir?, ¿Qué experiencias quiero tener?
Con frecuencia hacemos listas de lo que queremos… Viajar por el mundo, un trabajo estable, un auto nuevo, escribir una novela, encontrar una pareja, tener buena condición física. En realidad, lo que andamos buscando es cómo queremos sentirnos… Libres, independientes, creativos, amados, sanos. Andamos detrás de una manera de sentir. Es por aquí que tenemos que empezar antes de definir nuevas metas.
Me quedo con la frase de Mark Twain como guía para lo que viene:
“Dentro de 20 años lamentarás más las cosas que no hiciste, que las que hiciste. Así que suelta amarras y abandona puerto seguro. Atrapa el viento en tus velas. Sueña. Explora. Descubre”.
¿Alguna vez te imaginaste que el modo pandemia llegaría hasta Navidad?
Cada vez que me siento a escribir me estrello con el tiempo. En marzo, cuando nos mandaron a nuestras casas, en mi mente dibujé dos semanas. A partir de entonces, pongo la esperanza en el evento inmediato siguiente.
Pasó el verano, un semestre completo en la universidad, Halloween, el Día de Muertos, mi cumpleaños. Llevamos 9 meses, casi 7 cuarentenas. Navidad es la próxima semana. No quiero ni imaginar las toneladas de responsabilidad que siente el 2021 sabiendo que la mirada de la humanidad entera está enfocada en él.
Entre todo esto, me tocó estar en una conversación de dos bandos con relación a las celebraciones navideñas e intercambios de regalos. Por un lado, estaban los que decían: “aceptemos que este año ya valió, que todo está muy complicado, nada de intercambios, ni de regalos debajo del pino” -OK, si estoy exagerando un poco- y; por el otro, estaban los que decían “por esto mismo hay que echarle más ganas, más cariño, cuidar más los detalles”.
Desde que arrancó la temporada del año, en que ser feliz parece ser obligatorio, yo brinco de bandos. Un día tiro la toalla y al siguiente la recojo. Supongo que lo mío tiene que ver con el clima.
Estuve tentada a anunciar un brote de Coronavirus en el Polo Norte. Santa, pensando que por ser Santa estaba exento de enfermarse, fue descuidado con el uso del tapabocas. Santa tiene Covid, se le complicó por el sobrepeso y está en terapia intensiva. El pronóstico es reservado.
También pensé en sacudirme el pendiente entregando unos “Vale por___” canjeables la próxima navidad o cuando llegue la vacuna, lo que suceda primero.
Sólo que ninguna de esas opciones me convenció.
La mera verdad es que me siento más alineada con la idea de ponerle ganas. Y con esto no quiero decir que hay que salir a regalar cosas materiales o intentar compensar el encierro, los planes cancelados y la desaparición de la raya que separa al fin de semana del resto de los días con un exceso de regalos materiales. Lo que quiero decir es que, creo que una buena manera de hacerle frente a esta pandemia es justo con lo esencial.
Es muy difícil eliminar las ganas de mostrar nuestro amor con un regalo. Este año yo siento más ganas de regalar que otros y sospecho que justo es porque quiero “compensar”. Sin embargo, pienso que el mejor regalo que podemos darle, no sólo a las personas que queremos, sino al mundo entero, es cuidarnos.
Mis memorias navideñas más lindas no tienen nada que ver con lo que recibí de regalo. Lo que recuerdo con claridad es a mi mamá horneando galletas y yo metiendo las manos en la masa, a mi papá asomado por la ventana listo para avisarnos si pasaban los renos, la corona de adviento que llegaba a la Navidad con sus 4 velas disparejas. Recuerdo también cuánto nos divertíamos mis hermanos y yo inyectándole vino al pavo la noche del 23, el olor a comida que inundaba toda la casa desde la mañana del 24, la música, la mesa puesta, el recalentado. Ahora repetimos las tradiciones para la siguiente generación.
Por más que busco no encuentro nada material rescatable en mis memorias. Lo que se queda en el corazón es lo que vivimos, cómo lo vivimos y con quién lo vivimos.
La pandemia ha enloquecido al tiempo. Desde mi punto de vista, se ha deschavetado, se le han borrado las fronteras. Hay días que duran 54 horas porque a los minutos se les olvida pasar y hay meses que duran una semana, por ejemplo, noviembre.
Esta falta de ritmo del tiempo tiene como efectos secundarios que mi rutina de escribir se haya vuelto aleatoria. Se me desprogramó la rutina de publicar una vez por semana o quizá toda yo perdí la configuración.
No es que me falten temas para escribir. Creo que el problema es el contrario. Tengo tantas cosas en la cabeza, ideas, y ganas de arrancar proyectos que de pronto no sé por donde empezar. Así que les pido a ellos que se pongan de acuerdo en el orden y me avisen. Pero sucede que se arremolinan en la puerta de salida, se pisan y terminan por aplastarse mutuamente. ¡Maldito tiempo distorsionado!
Pero bueno. A veces llega un tema que no se detiene a negociar con los demás y sale. Ojalá todos fueran tan decididos.
Hace unos días hablé con la directora de una secundaria para ponernos de acuerdo en los detalles y contenido de un programa de entrenamiento para sus maestros. Me platicó del panorama y contexto que están viviendo en esta nueva realidad de dar clases a través de una pantalla. Nos quedamos hablando buen rato. Fue una conversación agridulce.
En este tema tengo una perspectiva desde varios los ángulos. Soy maestra en línea de estudiantes de carrera; mamá de niñas que toman clases desde su sillón favorito en la casa; y soy alumna en un programa de coaching. Al salón de clases en Zoom llegamos todos en un clic.
¿Qué te puedo decir?
Como mamá puedo espiar a los maestros de mis hijas y darme cuenta de lo que ellas hacen detrás de la pantalla; como maestra, el reto es mantener la atención de mis estudiantes e intentar crear una atmosfera lo más parecida a la presencial; como estudiante, caigo en las mismas las tentaciones que mis alumnos e hijas.
Punto de vista de maestros.
Lo primerito que voy a decir es que admiro a los maestros más que nunca. A mi me toca fácil. Mis estudiantes son de carrera y son independientes. ¿En qué sentido? En todos. Conocen sus horarios, entran solos a sus clases, tienen experiencia aprendiendo en línea, son capaces de quedarse sentados y, lo más importante de todo, me dicen qué hacer cuando se me atora la tecnología.
El reto es MUY diferente para maestros de niños pequeños. Hace un par de meses me tocó darle clase a un grupo de maestros, muchos de ellos de kínder y primaria baja. Su labor es titánica. ¿Cómo le hacen para mantener sentado a un chiquito frente a una pantalla para explicarle matemáticas, cuando tienen a sus juguetes, a sus hermanos, a sus mascotas y a Netflix a la mano?
Me tocó escucharlos angustiados porque en su corazón vive el deseo de apoyar a los niños, pero la logística no ayuda. Se desvelan adaptando materiales, inventado actividades y trabajan más que nunca. Usan títeres, cantan, bailan, juegan. Están agotados. Están preocupados porque ahora que hay ventanas a la vida de los niños en casa, lo que ven o escuchan no siempre es agradable. Y el recurso del cariño y el acompañamiento en tercera dimensión no está disponible en línea. Todavía no inventan el botón que les permita agacharse para ponerse a la altura de un par de ojos asustados y comunicar que no están solos.
Los maestros antes teníamos privacidad. Esta pandemia ha convertido los muros de nuestros salones en paredes de cristal. Ahora nos toca dar clases metidos en una pecera o en un aparador. Somos escuchados, observados y evaluados por nuestros alumnos y sus padres que se sienten parte del grupo.
Por el lado bueno, esto nos obliga a prepararnos mejor. Por el lado malo, sabernos vigilados o grabados, no hace más tibios y menos espontáneos.
Ahora, de pronto y de la nada, aparece una mamá en pantalla, colgada de alguna de las esquinas e interrumpe la sesión: “Miss, ¿te podrías quedar cinco minutos después de la clase?, tengo un comentario y una duda de la tarea”. Mamás y papás… ¡Por favor, no hagan esto! La cortesía pre-pandemia de pedir citas con los maestros para atender temas aún aplica. Si antes no te aparecías en el salón, no entres por la pantalla ahora. Tus hijos también te lo agradecerán.
Todos somos vulnerables. Mostramos nuestras casas y espacios más íntimos, aparecen nuestros familiares, suena el timbre, ladran los perros, discuten los hermanos. Es posible tomar fotos o videos y convertir a personas en “stickers” que luego circulan en redes sociales. La lista es larga.
Este semestre me tocó, por primera vez en veinte años, arrancar en Zoom. Tengo un grupo maravilloso de chavos involucrados y comprometidos que hacen todo sencillo. Darles clase ha sido un gozo. Sin embargo, me destantea no verlos a todos al mismo tiempo. Me falta el recurso de la visión periférica. Puedo ver a la persona que habla, pero no la reacción de los demás. Y si comparto mi presentación entonces ya no veo a nadie. Estando en el salón físico tengo visibilidad de lo que sucede con mis estudiantes. Puedo ver sus caras, sus gestos, sus posturas. Tengo una muy buena idea de si el material les gusta y queda claro. Esto me permite alinear y balancear en el instante. Puedo darme cuenta de quién tiene sueño, quién está aburrido, quién tiene ganas de ir al baño. Puedo sentir la energía. La interacción es diferente. Deseo con ansias regresar a la modalidad presencial.
Punto de vista de estudiantes.
Es un reto gigante mantener la atención en la pantalla, aún y cuando la clase es divertida. Pero es casi imposible lograrlo cuando el maestro o maestra es de corte calmado, voz bajita y se esconde detrás de diapositivas retacadas de información. La tentación de apagar la cámara y dejar al maestro hablándole a nuestro retrato es enorme. El botón de mute es una chulada, permite escuchar música y tener la televisión prendida. Y ya si combinas cámara apagada con micrófono cerrado, puedes hablar con las personas a tu alrededor, tomar llamadas de teléfono, acomodar un cajón y hasta servirte de cenar.
De lo más lindo de estudiar es interactuar con los demás. Intercambios de miradas cuando el maestro no ve, saludos en los pasillos, pláticas entre clases, planes con amigos. La vida social alrededor de los estudiantes es quizá la educación más importante.
Los estudiantes están al aborde de un ataque de nervios. Pareciera que los maestros están compensando la ausencia en el salón de clases con toneladas de trabajo adicional. Tareas kilométricas y acartonadas tienen a los chavos rehenes de la computadora horas y horas. No está divertido ser un adolescente en cuarentena.
Punto de vista de mamás.
Me toca escuchar las clases de mis tres porque las computadoras están por todos lados. Hay maestros que me caen bien y otros que me parecen insufribles. Juzgo lo que dicen y cómo lo dicen. Tengo algo que decir de su tono de voz, de la energía que le imprimen a la clase, de la manera en que interactúan con el grupo. También tengo opiniones sobre el contenido, la entrega y la resolución de dudas.
Percibo a los maestros que están felices dando clase y a los que están odiando cada minuto. Y voy a confesar que se me han salido comentarios en voz alta del tipo: “Claro que no, eso no es cierto” o “tu maestra anda de pésimo humor hoy”. Lo único que logro es confundir a mis hijas. O sea, hago justo lo que no quiero que me hagan a mi cuando doy clase.
Hay maestros que se invierten a fondo para hacer la clase divertida, que le meten un montón de creatividad, buena vibra y compasión. Me fascina en especial una maestra de voz dulce y cariñosa que pide a sus alumnos prender la cámara y dejarle saber que están presentes, aunque sea con un brazo, un hombro o un pedazo de frente.
Al igual que mis estudiantes, mis hijas son independientes. No quiero imaginar lo es tener que vivir este proceso con niños chiquitos. Las historias que me cuentan las mamás y papás en esta situación me dan terror. Tienen que sobornar, amenazar, negociar con sus hijos para que se conecten. Incluso tienen que hacer la clase de educación física, dar saltos en la sala y hacer ejercicios de estiramiento junto con sus creaturas para lograr que lo hagan. Todo esto estresa la relación entre padres e hijos.
Como mamá tienes que estar muy atenta a por dónde caminar o gatear, según sea al caso. Si se te ocurre bajar en pijama por una taza de café y tus hijos olvidan avisarte que la cámara está encendida apareces con tu look mañanero en el salón virtual. ¿Algún día imaginaste que entrarías al salón de tus hijos en bata? Yo tampoco.
Y lo que es para todos.
El coctel está potente. Nos toca enseñar y aprender en medio de una situación hostil. Nos toca manejar la depresión, la apatía, el aburrimiento, el cansancio, el tedio propio y el ajeno. Las nuevas demandas son muchas y la carga emocional brutal. La temporada de malas noticias más que lluvia, parece monzón. El duelo es constante. La paciencia se agota y la pantalla nos tiene aplanados. Tenemos fatiga de Zoom.
Pero somos fuertes.
Estamos en fase de remodelación y readaptación en todos sentidos. ¿Cómo lograr apoyar a nuestros estudiantes en esta nueva realidad?, ¿Cómo lograr el involucramiento de nuestros hijos?, ¿Cómo transformarnos para facilitar el aprendizaje, al mismo tiempo que mantenemos la cordura?, ¿Cómo cuidar nuestro bienestar?, ¿Cómo mantenernos resilientes? En esto estamos.
Los maestros que tienen una verdadera vocación de enseñar están haciendo lo posible por apoyar a nuestros hijos. Ya están haciendo algo extraordinario. ¡Gracias!
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