Naturalezamente feliz

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Nada me relaja más que pasar tiempo en la naturaleza. Caminar entre árboles con la montaña de fondo, escuchar las voces del agua o la música de los insectos, encontrarle forma a las nubes o perderme en los colores del cielo tiene un efecto tranquilizante para mi.

Los remolinos de pensamientos se apaciguan, bajan las revoluciones de las emociones intensas, los problemas existenciales parecen más gobernables, brotan ideas y aparece una sensación de equilibrio. La naturaleza es como una sesión de alineación y balanceo para cuerpo, mente y espíritu.

Desde que tengo memoria me hechizan los paisajes. Son fuente indiscutible de felicidad para mi, el verde me entra directo a la vena y cuando me desvió de la naturaleza me desvío del bienestar.

No sólo me pasa a mi. La conexión con la naturaleza nos hace más sanos y más felices. La ciencia ha demostrado sus beneficios:

Mejora nuestra salud. Pasar tiempo al aire libre baja nuestros niveles de cortisol –la hormona del estrés- y reduce el ritmo cardiaco. El efecto de la naturaleza es tan poderoso que basta mirar por una ventana o ver imágenes de paisajes para sentirnos más relajados y en paz. Las prisiones de gris sofocan el alma.

Mejora nuestro estado de ánimo. La naturaleza promueve emociones positivas y es un antídoto eficaz contra los efectos negativos que produce la práctica de incubar emociones y sentimientos. A esto también se le conoce como “rumiar” y se asocia con depresión y ansiedad. Los ambientes naturales logran liberarnos de los pensamientos recurrentes que nos mantienen patinando en el mismo lugar. Prácticamente no hay mal genio que sobreviva a una buena caminata y nada como una dosis de tierra y verde para serenar niños.

Reduce la fatiga de atención. Vivimos bombardeados por información que nos llega por todos los flancos y nos jala en todas direcciones. Esto causa fatiga mental y puede ser abrumador. Pasar tiempo en medios ambientes naturales nos permite desconectarnos y restaurar nuestra energía. Con esto mejora nuestra creatividad, capacidad para solucionar problemas y habilidad para conectar con los demás.

Fomenta el sentido de trascendencia. Exponernos a la belleza de la naturaleza desata nuestra admiración, capacidad de asombro y reverencia. Estar en un cañón y no verle fin a las montañas, levantar la vista para encontrar ese punto donde los árboles tocan el cielo, sentarse en la arena a contemplar el océano o tirarse a ver las estrellas puede ser una experiencia poderosa y sublime. Una escena natural nos ofrece la oportunidad de encontrarnos con algo que va más allá de nosotros mismos. Su majestuosidad puede hacernos sentir al mismo tiempo insignificantes –pone nuestros problemas en perspectiva- e inmensamente grandes y parte de un todo que no tiene principio ni fin.

Me parece a mi que estamos pasando cada vez más horas adentro y en línea. Atrapados en cemento y presas de las pantallas. No estamos diseñados para ser sedentarios y nuestros niños tampoco. Estamos hechos para movernos y pasar tiempo al aire libre, bañarnos con un rato de sol e interactuar con el mundo que nos rodea.

No olvidemos o dejemos de priorizar nuestra relación con la naturaleza. Es restauradora y esencial para sentirnos vivos, sanos y felices.

¿Embotellador o incubador de emociones?

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¿Alguna vez te has puesto a pensar cómo manejas las emociones difíciles que vienen con los problemas de la vida?

Las personas reaccionamos de maneras diferentes, pero hay dos maneras de hacerlo que son muy comunes: embotellar emociones o incubar emociones.

Las emociones básicas -alegría, furia, miedo, tristeza, sorpresa, desprecio y repulsión- nos han acompañado desde que existe la humanidad. Todas cumplen una función y sirven un propósito. Pero en algún momento decidimos no aceptarlas como parte de nuestras vidas y empezamos a perseguir esta idea de la felicidad perfecta y permanente.

Tal Ben-Shahar –líder académico en el mundo de la Psicología Positiva- habla de un concepto que me gusta mucho: “permiso para ser humano”. Esta idea sugiere aceptar que las personas venimos cableadas de fábrica con la capacidad de experimentar una gran cantidad de emociones y es natural sentirlas, incluso cuando pudieran ser contradictorias.

Por ejemplo, podemos estar totalmente enamorados de nuestro bebé en un momento, pensar que no hay cosa más linda en el mundo y en dos horas sentirnos desesperados con esa creatura de otro planeta que no para de llorar y no tiene para cuando dormirse.

Darnos permiso de ser humanos supone aceptar que las emociones difíciles son parte de nuestra naturaleza y que una vida plena y feliz incluye problemas.

Hacerle frente a las emociones rudas, tener curiosidad sobre lo que tratan de decirnos y tomar decisiones en consecuencia es mucho mejor para nuestra salud y bienestar que negarlas, ignorarlas o ahogarnos en ellas.

Existen dos comportamientos comunes a los que recurrimos las personas para no encarar ciertos sentimientos: embotellar emociones o incubar emociones. Susan David los describe con detalle en su libro “Agilidad emocional”. A ver si te identificas con alguno de ellos o con los dos.

Si te suena conocido hacer a un lado las emociones difíciles, disfrazarlas, esconderlas debajo del tapete, meterlas al fondo del cajón y taparlas con un montón de calcetines para no verlas y seguir con tu rutina -como si nada estuviera pasando- es posible que seas un embotellador de emociones.

¿Cómo se ve en la práctica? Después de un conflicto con alguien cercano podrías sumergirte en un proyecto de trabajo que “tienes” que hacer. Luego de una ruptura amorosa podrías encontrarte tomando alcohol para anestesiar al dolor. A lo mejor estás muy triste, con ganas de llorar, pero tienes que ir al colegio de tus hijos y como no quieres llegar con la evidencia en los ojos mejor te pones a hacer galletas para distraerte. O postergas frustraciones personales ocupándote de los demás. Podría ser también que no expresas lo que sientes para no alborotar el avispero o minimizas la importancia de esa promoción en el trabajo que no recibiste y haces como que no te duele.

El tema con embotellar emociones es que no soluciona su causa y podemos pasar años padeciéndolas estacionados en el mismo lugar. En un trabajo que odiamos, en la relación que no funciona o pasando tiempo con ese amigo tóxico. Ignorar las emociones impide cualquier posibilidad de cambio o crecimiento.

Embotellar tiene un riesgo que se conoce como “fuga emocional”. Podemos pasar semanas tratando de evitar un tema doloroso, actuando positivamente y haciendo todo lo que tenemos que hacer en términos de obligaciones con nuestro mejor disfraz puesto. De pronto nos damos cuenta que uno de nuestros hijos olvidó darle de comer al perro y armamos una guerra nuclear o estamos viendo una película inofensiva y alguna escena nos deja llorando sin control. Tenemos una fuga emocional cuando un detalle pequeño tiene la capacidad de liberar toda la presión acumulada.

Ahora, si te instalas profundamente en los sentimientos difíciles, te cuesta trabajo salir de ellos o ver más allá… es posible que seas un incubador de emociones. Quizá ensayas en tu mente conversaciones que vas a tener con tu jefe o tu novio cuando los veas. O te reprochas por haber dicho “X” en lugar de “Y” y te castigas por no haber hecho las cosas de diferente manera. Los incubadores de emociones son como una olla de cocimiento lento. Una de las cosas más difíciles para las personas de esta naturaleza es “dejar ir”.

A diferencia de los embotelladores que evaden sus emociones, los incubadores las sienten intensamente y corren el riesgo de ahogarse en ellas. Pueden tener la impresión de que pensando mucho en sus problemas o mortificaciones solucionan el problema. Pero sólo pensar no es suficiente, más bien es agotador y poco productivo. Es necesario tomar acción.

Ni embotellar ni incubar emociones favorecen nuestra salud y bienestar. Son “aspirinas emocionales de corto plazo”, como dice David. Recurrir a estas tácticas de vez en cuando no es problema; a veces es necesario hacer a un lado un conflicto para sacar adelante una tarea importante.

Pero estas estrategias usadas de manera consistente tienen un efecto negativo en nuestras condiciones de vida, frenan el cambio y nos alejan de la gente que queremos.

No es fácil cambiar nuestros estilos de un día para otro, pero quizá un primer paso podría ser identificar nuestras reacciones cuando estamos invadidos de emociones difíciles y mostrar un poco de curiosidad para explorar de dónde vienen.

Y tu… ¿embotellas o incubas emociones?

¿Qué he aprendido sobre la esperanza?

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La palabra “esperanza” por muchos años tuvo para mí una especie de connotación mágica. Cuando algo parecía imposible o las cosas se ponían muy complicadas, los adultos a mi alrededor con frecuencia se decían “no pierdas la esperanza”.

La esperanza tenía que ver con la posibilidad de deshacer escenarios horribles, revertir situaciones dolorosas o volver realidad las más increíbles fantasías. En esa palabra lo inimaginable era posible. En ese espacio uno podía encontrar objetos o personas perdidas, realidades diferentes, recuperar la salud y hasta renegociar la muerte. Cuando todo estaba perdido la esperanza era el último recurso y se le ponía al mando.

Cuando era niña la esperanza tuvo muchas formas. Una navidad recibí el pedido de alguien más –confusión de cartas entre vecinas- y en lugar de unos patines, un aro y una pelota de basquetbol encontré bajo el pino muñecas y accesorios de Barbie. Mi desilusión fue brutalmente rosa. Durante noches esperé que a Santa le cayera el veinte y regresara para hacer el cambio, pero se tomó un año entero y de nuevo trajo lo que quiso. En su momento, la esperanza también consistió en pensar que mi abuela no se había ido al cielo para siempre, sino sólo de visita por un rato; pero como no volvía comencé a esperar sus cartas en el buzón de correo. Esperé también que mi perra se recuperara así de repente para quedarse más tiempo con nosotros. Y más veces de las que puedo contar, la esperanza era un caballo blanco con alas que me llevaba a donde anhelaba ir o me sacaba de donde no quería estar.

Muchos años después aprendí que la esperanza no es solamente una manera de sentir o desear, sino una forma de pensar y actuar. En el terreno de la psicología positiva, la esperanza está altamente relacionada con la resiliencia, el optimismo y la felicidad. Va más allá de sólo creer o tener fe.

La esperanza es el deseo de algo bueno –un resultado positivo, una solución, un objetivo alcanzado- que viene acompañado de una expectativa de conquista. La esperanza nos permite visualizar qué queremos y a dónde queremos llegar, con flexibilidad para encontrar rutas alternas, capacidad para tolerar la desilusión, fortaleza para intentar de nuevo y confianza personal en que podemos hacerlo.

En esa definición de esperanza viven las historias de nuestros éxitos que fueron construidas sobre una colección de fracasos previos. Negocios que no funcionaron antes del que sí, un bebé en brazos luego de varios intentos y pérdidas, incontables derrotas antes de vencer a ese rival por primera vez, cientos de rechazos antes de una oportunidad, recuperar la salud luego de una larga batalla, la primera canasta de basquetbol en un partido después de horas y horas de entrenamiento.

La esperanza está en el corazón de cada sueño, cada deseo, cada anhelo y cada aventura. La esperanza es donde todo empieza; nos estimula a dar el primer paso y nos mantiene andando. La esperanza es tenaz.

Dice Elizabeth Gilbert –autora del Bestseller Comer, Amar, Rezar– que la falta de esperanza obstaculiza la confianza y cuando la confianza está bloqueada los sueños se arruinan. La esperanza nos susurra al oído “inténtalo otra vez, sí se puede” y nos pone cada vez más cerca de lo que queremos.

¿Y qué hay de la esperanza después de la pérdida o en momentos difíciles y oscuros?

La semana pasada me topé en el libro de Maria Sirois –psicóloga clínica, consultora internacional y maestra mía- con un concepto de esperanza que me hizo mucho sentido para esos casos en que la vida como la conocemos cambia.

“La esperanza es un lugar al otro lado del puente y toma tiempo cruzar para llegar allá. La esperanza verdadera –una real y útil- sólo puede existir cuando enfrentamos la realidad exactamente como es, por más severa que sea”

No tiene nada que ver con milagros, ni con editar situaciones –no existen las opciones “deshacer o volver a hacer”-. Tampoco tiene que ver con rediseños mágicos de entornos o estructuras, viajes en el tiempo para cambiar la historia, ni fantasías hechas a la medida. No hay varita mágica. No voy a volver a ser joven para tomar decisiones diferentes. La esperanza se construye a partir de lo que hoy es.

“Construir el puente de la esperanza no sucede en un instante. Toma tiempo absorber las noticias oscuras y recuperarse lo suficiente para dejar ir lo que pudo ser o queremos que sea y considerar lo que es posible en presencia de lo que hoy es una realidad”

¿Qué es esperanza después de un diagnostico médico que sin previo aviso acorta una vida a tres meses?, ¿Cómo se ve la esperanza después de un accidente que te condena a una silla de ruedas?, ¿Qué significa la esperanza luego de la muerte de un hijo?

En palabras de Anne Lammot –en su libro Stitches-: Significa “empezar donde puedas. Identificando una necesidad y entonces insertando un hilo a través del ojal de una aguja. Haciendo un nudo. Encontrando un lugar en la tela donde hacer una puntada. Una puntada simple, nada elegante, nada complicado… sólo una fuerte y verdadera. El nudo ancla tu puntada. Y una vez hecha hacer otra. Vivir una puntada a la vez”.

Respirar, permiso para meterse debajo de las cobijas, sentir el dolor, aceptar que el duelo no tiene fecha de terminación previamente definida, enfrentar el miedo y construir desde donde estás. Reunir a los seres queridos en una fiesta de despedida para decirles cuánto los quieres, aprender a moverte por la vida sin la ayuda de tus piernas, volver a encontrar paz en un atardecer.

¿Qué he aprendido de la esperanza? Que se construye a partir de la realidad por ruda que sea. Que es necesario saber a dónde queremos llegar, tener un mapa en la mano y una bolsa de recursos personales –familia, amigos, conocimientos, voluntad, habilidades, espiritualidad-. Y para los casos muy extremos… un caballo blanco con alas.

 

PD. Si quieres explorar el concepto de esperanza desde el lente de diferentes investigadores en el mundo te recomiendo mucho el libro “The Wold Book of Hope”.

¿Panza llena corazón contento?

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No importa qué tan sanos estemos hoy, todos los días podemos tomar decisiones específicas para tener una vida más larga, sana y feliz. Pequeñas acciones sostenidas en el tiempo tienen el potencial de mejorar o deteriorar nuestra calidad de vida física y emocional.

En las publicaciones pasadas hablamos de lo importante que es para nuestro bienestar dormir suficiente y estar activos físicamente. Hoy toca hablar sobre alimentación.

No sé a ti… pero a mi, el mundo de las dietas me confunde. En ese universo de zonas, combinaciones, asteriscos, gluten, “superfoods” y calorías yo me paralizo. Existen cientos de dietas diferentes y, para cada una de ellas, podemos encontrar libros llenos de argumentos y evidencia sobre por qué esa dieta en particular es la mera buena.

¿Cuál es la mejor dieta? No tengo idea… pero hay ciertas cosas que son universales. Las donas, los refrescos, las papas fritas y los algodones de azúcar, por ejemplo, están fuera de todas.

La idea con la publicación de hoy es compartir contigo algunas ideas y datos interesantes –del tipo unitalla– para que te animes a hacer uno o dos cambios pequeños en el departamento de alimentación en favor de tu bienestar.

Tener una dieta sana es una de las medidas preventivas más efectivas y baratas para tener buena salud. Comemos mucho más de lo que necesitamos y comemos cosas de mala calidad; con esto aumentamos el riesgo de padecer obesidad, enfermedades cardiacas, diabetes y cáncer.

Estudios epidemiológicos sugieren que las personas con obesidad son dos veces más propensas a desarrollar cáncer. En algunos tipos, por ejemplo de hígado, el riesgo aumenta en 450%. Mantener un peso adecuado es quizá lo mejor que puedes hacer para minimizar el riesgo de caer víctima de esta enfermedad.

Pero ojo… Hacer dietas agresivas puede ser un problema. Además de hacerte sentir la persona más miserable del planeta, muchas veces no sirven. La mayoría de las personas están tratando de perder peso y, sin embargo, dos de cada tres tienen sobrepeso. Las dietas asumen un esfuerzo de corto plazo con fecha de terminación. Luego viene el efecto rebote –que te deja peor que como empezaste pues además de los kilos extras viene con cruda moral-. Resulta más efectivo hacer cambios pequeños pero sostenidos en el tiempo.

El desayuno es clave. Cuando arrancamos con el estómago vacío nuestro nivel de azúcar en la sangre cae. En respuesta, el cerebro manda la señal de comer alimentos altos en contenido calórico de rápida absorción para estabilizarnos. Por esta razón se nos antojan las donas, los pasteles o los “frappuccinos” topados de crema batida. Una de las acciones más atinadas que podemos tomar para mejora nuestra alimentación es desayunar todos los días incluyendo algo de proteína –reduce el hambre el resto del día-.

Vivir por diseño y no por “default” es otra estrategia que funciona. Diseñar nuestro entorno de manera que la opción sana sea la fácil nos quita de encima el agobio que produce tomar decisiones o recurrir a la fuerza de voluntad. Aquí tienes varias ideas:

  • Sirve la comida en la cocina o en un lugar donde tengas que pararte por ella. Servir la comida al centro de la mesa versus servir cada plato en la cocina hace que las mujeres comamos 10% más y los hombres 29% más. Tener que levantarnos sirve como obstáculo para comer en exceso, sobretodo si es una reunión social porque da pena dar varias vueltas.
  • Come en platos más pequeños -más parecidos al tamaño de tu mano que del tamaño de tu pie- Si tu plato es más grande comes más. Así de fácil.
  • “Fuera de tu vista, fuera de tu mente”. Evita poner chips y galletas en el estante que está al nivel de tu vista. En el lugar más accesible deben estar las opciones saludables.
  • En lugares de paso pon frutas o nueces, en lugar de dulces y galletas.
  • Evita comer frente a la televisión. Un estudio en Harvard encontró que las personas comemos 167 calorías más cuando lo hacemos viendo TV.

El azúcar es una toxina. Es combustible para enfermedades como la diabetes y las enfermedades cardiacas, acelera el envejecimiento y la inflamación del cuerpo facilitando el desarrollo de tumores. El azúcar y sus derivados matan a más personas en EUA que la cocaína, heroína y otras sustancias controladas y es tan adictiva como el tabaco.

¿Sabes cuánta azúcar agregas a tu dieta cuando tomas un refresco? El equivalente a 10 cucharadas soperas. Ahora saca la cuenta si tú o tus hijos toman más de uno por día… Cambia refrescos por agua.

Cada mordida o cada trago es una decisión pequeña pero importante para nuestra salud. Haz ajustes pequeños en tu rutina y diseña tu entorno para el éxito.

¿Panza llena? Sí, pero para un corazón contento, no llena de cualquier cosa.