Este es un espacio para explorar los caminos que conducen a la felicidad y conocer los hábitos y pequeñas acciones –científicamente probados- que podemos incorporar a nuestra rutina diaria para vivir más felices.
En Suecia existe una costumbre que se llama Limpieza de Muerte y consiste en deshacerte de todo lo que has acumulado a lo largo de tu vida… estando vivo.
La idea es dejar tu casa -fotos, papeles, cuentas, cosas- en orden, justo como tú quieres, cuando aún tienes la oportunidad. La alternativa, o lo que sucede con frecuencia, es que esta tarea se la endosamos completita a nuestros seres queridos. Cuando se nos acaba el veinte, es a ellos a quienes les toca encargarse del desorden y decidir qué hacer con los retazos de nuestras vidas.
Dicen que esta práctica es liberadora… (supongo que también es la responsable)
¿Qué murmuran las paredes de nuestras casas? ¿Qué dicen los objetos que guardamos en las gavetas? ¿Qué confiesan nuestros papeles? ¿Qué dice la ropa que usamos sobre nuestro estilo de vida? ¿Qué recuerdos desatan las fotografías? ¿Qué conclusiones pueden sacarse a partir de nuestras posesiones?
¡UFF!
Hace unas semanas hice una limpia profunda de mi casa. No fue motivada por esta usanza sueca. Más bien, sucedió que ya estando en acción me acordé de ella. Y entonces me involucré en el ejercicio de manera consciente.
En un archivero encontré apuntes y exámenes de la carrera. Salieron hojas con fórmulas matemáticas, ecuaciones, derivadas y otras operaciones imposibles. Los sostuve un rato y caí en la cuenta de que esos papeles han sobrevivido a todas las rondas de limpieza que he hecho a lo largo de mi vida. En las primeras, me quedé con ellos pensando que quizá me servirían en un futuro. Lo cierto es que una vez metidos en la caja, jamás volvieron a ver la luz. En rondas siguientes, evadieron el basurero porque lograron mecerme en el columpio de la nostalgia. En esta última, aunque ya no reconozco el idioma de esos números y no tenemos nada en común, decidí guardarlos de nuevo. Ahora como recuerdos de mi andar por el terreno de la economía, comprobantes de que alguna vez pude con esos cálculos y como evidencia de que, al menos en esa época, mi letra era legible.
Aparecieron notas de apuntes para conferencias. Las primeras versiones desordenadas de cuando empecé a darle forma al mundo de compartir herramientas del tema que me apasiona. Recordé lo retador que me resultaba armar un tema desde cero. Me topé con las versiones uno, dos, tres, cuatro y la final. Fue lindo confirmar que, en efecto, en la vida logramos lo que queremos un borrador a la vez.
Van apareciendo objetos que nos recuerdan a personas. Algunas siguen en el trayecto andando junto a nosotros, otros ya no están. Aparece una piedra, una carta, una foto, un boleto y desdoblan recuerdos. Hacen sonar canciones, encienden olores, dibujan sonrisas o producen lágrimas, traen a la memoria frases, gestos, sensaciones que nos mueven. Además, nos prestan un espejo para ver quién éramos en ese entonces, quién dejamos de ser, en qué andábamos, cuáles eran nuestros sueños y batallas. Desatan emociones de las buenas y de las complicadas.
Sale también un Tutti Frutti de cosas. Van llegando a nuestras vidas cachivaches -me gusta esta palabra- que heredamos, nos regalaron, nos dejaron ahí. Aparecen triques que sí compramos, que en algún momento nos parecieron indispensables y hoy no entendemos por qué; artefactos que no se usan, pero igual conservamos; objetos que ocupan lugar o traen malos recuerdos, pero no tiramos.
Y conforme escribo, me parece que todo esto empieza a parecerse a la vida.
Y pienso que, así como hacemos limpiezas para deshacernos de lo material, también deberíamos hacerlo para vaciar nuestros anaqueles emocionales y, con esto, liberar espacio para una mejor versión de nosotros mismos, una hecha a la medida, más auténtica, más plena, más feliz.
¿Qué opinas?
Volviendo a la costumbre “limpieza de muerte” … Que lindo sería que nuestras pertenencias, nuestros espacios físicos, virtuales -y emocionales- contaran una historia llena de congruencia. Que reflejaran nuestro propósito de vida, que evidenciaran armonía entre quien decíamos ser y quien verdaderamente fuimos, pero sobretodo, en quien quisimos ser.
Te dejo una pregunta: Si alguien tuviera que encargarse de limpiar tu casa hoy … ¿Qué encontraría?
Hace unas semanas terminé de leer el segundo libro de Edith Eger, eminente psicóloga y sobreviviente del Holocausto. Me enteré de la existencia de su nuevo libro “The Gift” por la entrevista que le hizo Brené Brown en su Podcast “Unlocking Us”, que por cierto, te recomiendo mucho.
Escuché el capítulo mientras corría en la banda. Me bajé de la máquina conmovida e inspirada. Lo siguiente que hice fue pedir el libro.
Me fascina la idea de saberla publicando su segundo libro a los 92 años.
En su primer libro, “La Bailarina de Auschwitz”, la autora hace un recuento de su experiencia en los campos de concentración y su viaje de transformación personal para romper con las cadenas del pasado, moverse hacia la libertad y la esperanza. Me pareció un librazo.
Fue tan bien recibido y valorado que comenzó a recibir peticiones para traducir su sabiduría personal en reglas que el resto de las personas pudiéramos utilizar para superar situaciones traumáticas y demoler las prisiones mentales que nos construimos.
Me encanta la frase de Eger “la prisión más peligrosa es nuestra mente y la llave para salir la tenemos en el bolsillo”. Levantamos barrotes y quedamos atrapados dentro de nuestras cabezas. Nuestros pensamientos y creencias terminan convirtiéndose en los carceleros que determinan cómo nos sentimos, qué hacemos o no hacemos y qué consideramos es posible.
Cuando logramos escapar de nuestras prisiones mentales, no sólo nos liberamos de aquello que nos detenía, sino que nos hacemos libres para ejercer nuestra voluntad. Cuando cambiamos nuestras vidas “no es para convertirnos en alguien nuevo, sino es nuestro verdadero yo”.
Edith Eger habla de 12 prisiones mentales que nos impiden superar traumas y tener vidas plenas y felices. Quiero compartirte un poco de cada una con la intención de empujarte a que leas el libro o lo escuches, si es que lo tuyo son los audiolibros.
La prisión de la victimización. El sufrimiento es universal, pero ser víctima es opcional. Es muy común que ante una situación no deseable, ruda e inesperada nos hagamos la pregunta: ¿Por qué a mi?, que no tiene respuesta y nos pone en posición de víctimas. Nos mantiene atrapados en el pasado, en el dolor, en las pérdidas, en lo que no podemos hacer o no tenemos. Existe una mejor pregunta: ¿Ahora qué? Con esta pregunta nuestra atención se mueve a explorar qué podemos hacer con la experiencia. Para salir de la prisión tenemos que hacernos responsables de nuestro propio comportamiento, incluso ante situaciones que no causamos o elegimos. “Cuando salimos de la posición de víctimas entramos al resto de nuestras vidas”.
La prisión de la evasión.“Lo opuesto a la depresión es la expresión”. Las emociones que no expresamos y embotellamos afectan la química de nuestros cuerpos y encuentran cómo expresarse a nivel celular. Lo que hablas, escribes, compartes, gritas y echas fuera no hace daño; es lo que se queda adentro lo que enferma.
Es importante ser valientes para sentarnos con las emociones que nos atraviesan y mostrar curiosidad para descifrar el mensaje que vienen a entregarnos. El primer paso para cambiar nuestra realidad es enfrentarla, verla a la cara, platicar con ella. “Un sentimiento es sólo un sentimiento, no tu identidad”. Las emociones son energía y la única manera de salir de ellas es atravesándolas. Para salir de la prisión de la evasión, es necesario darles la bienvenida a los sentimientos, dejarlos pasar y luego dejarlos ir.
La prisión de la auto negligencia. El miedo al abandono es uno de los primeros que experimentamos. Así que desciframos pronto qué tenemos que hacer y en quién tenemos que convertirnos para recibir atención, afecto y aprobación. Nos dejamos encajonar por las expectativas, por la sensación de que tenemos que cumplir con un rol o función para ser amados. En este proceso nos abandonamos a nosotros mismos. Es importante ser egoísta, practicar el amor propio y el autocuidado. Para crear el hábito de cuidarnos a nosotros mismos, tenemos que estructurar nuestro tiempo para atender las necesidades de otros sin descuidar las propias.
La prisión de los secretos. La honestidad comienza por aprender a decirnos la verdad a nosotros mismos. Vivir sin máscaras nos permite ser auténticos y en congruencia. Sanar sólo es posible cuando reconocemos cada parte de nosotros. “Las cosas que callamos o encubrimos equivalen a tener rehenes en el sótano que gritan cada vez más fuerte para ganar nuestra atención”.
La prisión de la culpa y la vergüenza. Nacemos sin vergüenza, pero aprendemos a sentirla en el camino. Para vivir libres de esta emoción tenemos que evitar que las opiniones de los demás nos definan, aceptar la totalidad de nuestro ser -nuestro imperfecto ser- y renunciar a la necesidad de la perfección. La invitación es a escuchar nuestro diálogo interior, poner atención a lo que ponemos atención. Lo que pensamos influye en lo que sentimos y lo que sentimos en lo que hacemos. No tenemos que vivir bajo estos estándares o mensajes. Podemos reescribir nuestro script interior para reclamar y recuperar el amor con el que nacimos.
La prisión de los duelos sin resolver. Los duelos representan pérdidas y éstas no siempre están relacionadas con la partida de un ser querido. Es posible perder un estilo de vida, el trabajo, la salud, un proyecto, la normalidad. El duelo no sólo se trata de lo que pasó y no queríamos; se trata también, de lo que anhelábamos y no pasó.
Resolver el duelo significa liberarnos a nosotros mismos de la responsabilidad de todo aquello que no nos tocaba, de aceptar las decisiones que tomamos y no podemos cambiar. La frase que seguido escuchamos es “el tiempo lo cura todo”. Sin embargo, “el tiempo no cura todo, es lo que hacemos con el tiempo”.
El duelo puede ser una invitación a revisar nuestras prioridades, a decidir otra vez para reconectar con nuestra alegría, propósito y “comprometernos con el resto de lo que podemos ser hoy”. Podemos concentrarnos en lo que queda y abrirle los brazos a la vida que nos apunta en una nueva dirección “tomando la decisión de vivir cada momento como un regalo”.
La prisión de la rigidez. La rigidez de pensamiento equivale a los barrotes de una celda. Somos libres cuando nos adueñamos del poder que tenemos de elegir nuestra propia respuesta, renunciamos a la necesidad de tener la razón y podemos aceptar e integrar múltiples puntos de vista. Nos liberamos cuando abandonamos la lucha para dominar a los demás, tenemos la fortaleza de responder en lugar de reaccionar, de hacernos responsables de nuestras vidas y adueñarnos por completo de nuestras elecciones. Además, no tenemos que probar nuestro valor. Podemos aceptarnos y celebrar la totalidad de nuestro ser imperfecto, sin buscar la aprobación de los demás… “Si tienes algo que probar, todavía eres prisionero”.
La prisión del resentimiento. La irritación y el enojo crónico de bajo nivel destruyen la intimidad. Enamorarse es una cuestión química. Se siente fuera de este mundo y es temporal. Cuando ese sentimiento se desvanece, nos quedamos con un sueño perdido, con una sensación de pérdida de una pareja o de una relación que nunca tuvimos en primer lugar. Muchas relaciones salvables se abandonan en la desesperanza. Edith Eger argumenta que el amor no sólo es lo que se siente, sino lo que se hace. ¿Qué nos mantiene en situaciones no deseadas? Cada comportamiento satisface una necesidad. Incluso una situación aprisionante y atemorizante puede servirnos de alguna manera. Para salir del resentimiento es necesario salir de la situación que lo provoca.
La prisión del miedo paralizante. Podemos elegir cuánto de nuestras vidas le cedemos al miedo. Una de las maneras en que podemos empezar a gestionarlo es cuidando la manera en como nos comunicamos. El lenguaje del miedo es de resistencia. Cuando decimos “no puedo”, en verdad estamos diciendo “no lo haré” o “no lo aceptaré”. “Lo estoy intentando” es una mentira, pues o lo estamos haciendo o no. Y las frases “porque lo necesito” o “porque tengo que” son excusas para permanecer en el mismo lugar. Las necesidades son cosas sin las cuales no podemos sobrevivir -respirar, dormir, comer-. Podemos dejar de ver a nuestras decisiones como obligaciones. Es importante escuchar y estar atentos a los “no puedo”, “estoy tratando”, “necesito” para reemplazar estas frases aprisionadoras con algo más: “si puedo”, “si quiero”, “estoy dispuesta”, “decido”.
“Vas a tener cincuenta años de cualquier manera -o treinta o sesenta o noventa- así que más vale que tomes el riesgo. Haz algo que no hayas hecho antes”.
La prisión de los juicios. Dejemos ir los juicios y comencemos a elegir la compasión. La libertad significa escoger y decidir, en cada momento, ya sea cuando nos conectamos con el amor que nacimos o con el odio que aprendimos. Cuando vivimos en la prisión de los juicios, no sólo victimizados a los demás, sino que nos victimizamos a nosotros mismos. Nacemos para amar, pero aprendemos a odiar. Está en nosotros qué elegir.
La prisión de la desesperanza. La esperanza no es la pintura blanca que usamos para cubrir nuestro sufrimiento, es una cuestión de vida o muerte. Un reconocimiento al hecho de que, si renunciamos, no tendremos la oportunidad de saber qué pasa después. Es una inversión en nuestra curiosidad, afecta lo que atrae nuestra atención todos los días, es elegir la vida. “La esperanza es el acto de imaginación más descarado”. Ahora, esto supone hacer todo lo que en nuestras manos sea posible. Es una esperanza que incluye saber qué queremos, tener rutas alternas, disposición para sortear imprevistos, confiar en nuestros recursos personales y en trabajar duro.
La prisión de no perdonar. Perdonar es algo que hacemos por nosotros mismos, no para la persona que nos ha lastimado. Lo hacemos para dejar de ser sus prisioneros o rehenes del pasado, para soltar la pesada carga del dolor almacenado. Cuando no logramos perdonar a alguien, usamos la energía para estar en contra de esa persona o situación, en lugar de usarla para nosotros y la vida que merecemos. “Perdonar a alguien no significa que le damos permiso para que siga lastimándote. No está bien que te haya hecho daño. Pero ya está hecho. Nadie más que tú puedes sanar la herida”.
Cuando una persona que ha visto y experimentado de primera mano lo peor de la humanidad, como Edith Eger, dice que podemos recuperarnos de cualquier situación y que la vida vale la pena, el mensaje se recibe diferente. Su libro está lleno de sabiduría y sospecho que es uno de esos que tendré muy a la mano para consultar una y otra vez.
Esta semana he estado sintiendo mucho. El primer aniversario del modo pandemia me está pegando. De unos días para acá me visitan, hasta en sueños, los recuerdos de todo lo que hice en los días anteriores al confinamiento.
No sabía en ese entonces que estaba viviendo los últimos días de mi estilo de vida pre-covid. Comiendo en restaurantes, viajando, abrazando gente, dando clases y conferencias en tercera dimensión, viendo caras completas, usando lápiz labial, yendo al cine, acompañando a mis hijas a sus partidos.
En mi mente esto era una noticia escandalosa y un evento que duraría, cuando mucho, dos semanas.
Ya sonaba el rumor de un nuevo virus cuando me fui a la India el 4 de marzo de 2020. En contra de la voluntad de varias personas a mi alrededor, me lancé.
En los aeropuertos de México y Estados Unidos aún no había nada que indicara que el mundo estaba por ponerse de cabeza. Viaje usando el cubre bocas de manera intermitente. Yo estaba en modo escéptico.
Llegado a la India tuvimos que llenar un formulario, nos tomaron la temperatura y nos echaron un chisguete de gel antibacterial. El único inconveniente de este proceso fue hacer fila detrás de unos 400 pasajeros a la 1:00 am de la madrugada luego de haber estado 15 horas apretujada en mi asiento sin dormir.
En Nueva Delhi, en la entrada del hotel nos recibió una persona con un termómetro en forma de pistola. Daba nervios que te apuntaran con un rayo rojo en el centro de la frente. ¿Qué tal si salía una bala? o ¿Qué tal un resultado que sugiriera un estado febril? Después de un año de ser apuntada en la cabeza en todas partes, temo que un revólver real ya no me impresione.
Arrancamos el tour en una burbuja. Durante los siguientes días, nada de lo que se escuchaba en otras partes del mundo parecía tener eco en ese alejado país. Nosotros caminábamos entre multitudes atrapando imágenes con nuestras cámaras.
Con el pasar de los días fueron alcanzándonos las noticias. Llamadas de familiares pasando nombres de los primeros conocidos contagiados en México, preguntando-sugiriendo si pensábamos acortar el viaje y volver. A sus preocupaciones, yo respondía enviando una foto mía con un paisaje maravilloso detrás y la leyenda “aquí no pasa nada”.
El entorno fue cambiando. Más medidas sanitarias. Más registros. Mas termómetros en templos y monumentos. Una revisión médica antes de ser admitidos en un hotel.
Algunos países empezaron a cerrar sus fronteras. Las conversaciones de nuestro grupo en el autobús comenzaron a girar alrededor de la pregunta: ¿Adelantamos nuestro regreso o nos la jugamos? Empezamos a estar más alertas, a monitorear vuelos, a sentirnos inquietos. Una especie de ansiedad subyacente se unió a nuestro tour.
Unos cinco días antes de que terminara nuestro viaje las cosas empezaron a complicarse. Íbamos camino al pueblo del opio cuando nuestro maravilloso guía Sandip recibió una llamada a su celular. Se puso muy serio. Colgó y tomó el micrófono. “No podemos entrar al pueblo, las autoridades no quieren recibir extranjeros. Ellos están sanos, no tienen medicamentos para hacerle frente al virus y no quieren exponerse”. De ahí en adelante las fichas cayeron rápido. Anunciaron el cierre del Taj-Mahal. Esta maravilla del mundo era la última parada para cerrar con broche de oro nuestra visita. Tendré que volver.
Con esa noticia empecé a pensar en adelantar mi regreso.
Anunciaron el cierre de los templos, los monumentos, los fuertes. Más vuelos cancelados. Más países cerrando fronteras. Más angustia.
Me despedí del grupo en Jaipur tres días antes del regreso oficial y, ahora sí, sentí la pandemia con todo. El aeropuerto estaba vacío… ¿Te imaginas un lugar en la India sin gente? Era como estar dentro de una película surrealista. Si no salía el avión de Jaipur a Delhi, tampoco podría tomar el vuelo transatlántico. En ese momento estar en mi continente ya era ganancia. Despegamos. A bordo estábamos la tripulación y unas diez personas más, la mayoría extranjeros.
Aterrizamos en Delhi. El aeropuerto estaba desierto. Una imagen contrastante a la que había registrado en mi memoria cuando llegué. La espera fue larga, unas 7 horas. Encontré una mesa frente a una pantalla. Se volvió compulsivo monitorearla. Me daba miedo que el letrero cambiara de “a tiempo” a “cancelado”.
Las horas se sintieron largas.
Pocas veces he sentido tanta tranquilidad como cuando el avión de Delhi a Newark pegó carrera y levantó las llantas de la pista. Aterrizamos unas 16 horas después a eso de las 5:00 de la mañana. Quedarme atrapada en Nueva York ya era mucho mejor opción.
Mi siguiente vuelo a la Ciudad de México lo cancelaron 50 minutos antes del horario programado de salida. Corrí al mostrador de United y la joven que estaba ahí me dijo: “No preguntes nada, corre conmigo, hay un vuelo a Houston, yo me encargo de tu conexión”. Confié y corrí. Entré en “safe” al avión.
El piloto anunció el descenso. Por ahí de los 10,000 pies nos tuvo dando vueltas alrededor de la ciudad en lugar de bajar. Entonces abrió el micrófono: “mmm… tenemos una situación”. Esa es una combinación de palabras que no quieres escuchar estando en un avión. “No podemos aterrizar en Houston porque hay tormenta eléctrica, tampoco podemos seguir sobrevolado la ciudad por falta de combustible. Vamos a Nuevo Orleans para cargar el tanque y esperar a que mejore el clima”. Estaba tan cansada que, en lugar de entrar en pánico, pensé “OK, vamos a New Orleans” y seguí leyendo mi libro, que muy a tono con el contexto actual era “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.
Cinco vuelos y cincuenta horas después aterricé en Monterrey a eso de las 11:00 de la noche. Como yo era potencialmente contagiosa, me dejaron un coche en el aeropuerto para no contaminar a nadie. En casa, la instrucción era que dejaran todas las puertas abiertas desde la entrada hasta la regadera para no tocar nada.
Y así empezó la cuarentena que en mi mente duraría sólo dos semanas.
Y así empezó a cambiar nuestro mundo.
A la vuelta de un año, ahora veo películas donde sale mucha gente y me parece raro que no tengan tapabocas. Las imágenes de estadios, de auditorios, de fiestas de celebración me inyectan nostalgia directo a la vena. Con frecuencia sueño que camino entre personas, de pronto, me doy cuenta de que nadie tiene máscara y el sueño se convierte en pesadilla.
Esto empezó para mí como un tema lejano en forma de circulo con un diámetro tan grande que parecía imposible que me tocara. El círculo fue cerrándose con el paso de los meses. Los contagiados ahora eran mis conocidos, los enfermos graves estaban en mi perímetro. En febrero estuve dando pésames todos los días de una semana, a veces, hasta dos por día.
Los espacios han cambiado. Las casas son oficinas, salones de clases, estudios de música, campos de batalla. Lo que más me asusta de todo esto es que pensemos que así está bien. Las personas necesitamos cambiar de espacios, salir a conectar con los demás, a tomar aire. Y si, también hace falta descansar de las personas con las que vivimos.
Las empresas están reacomodándose y están tomando decisiones que quizá no habían contemplado antes. Están desocupando pisos enteros de oficinas porque han visto que las personas pueden trabajar desde su casa y pueden ahorrarse un montón de dinero. Y yo no puedo evitar pensar: “que se pueda, no significa que debamos”.
Y es que tengo la sensación de que no están considerando el costo que traerá la desconexión social, ni las consecuencias que esto tendrá en la salud mental. La innovación se complica estando en posición remota, mantener la cultura organizacional también. Me parece que están olvidando todo lo bueno que se genera cuando la gente se saluda en los pasillos, cuando los equipos hacen sesiones de ideación juntos en una sala. ¿Quién le está poniendo número a las sonrisas, a las interacciones junto a la cafetera, a los “high fives” que provocan los logros?
Me preocupa que el cuerpo de mis hijas vaya adoptando la forma del sillón en que se sientan a tomar sus clases, que se les olvide como entablar una conversación en persona, que se acostumbren a su mundo en línea. Extraño verlas metidas en sus partidos. Perdimos la racha de años de entrenamiento en los equipos de volibol y de basquetbol. Me da tristeza que hayan perdido esas canchas donde desarrollaban la resiliencia, donde aprendían a perder y a ganar, donde trabajaban en equipo. Nuestros niños y jóvenes están empatallados, sedentarios y solos.
El aire se siente espeso. La suma de las pérdidas y el sufrimiento colectivo sellan los pulmones al vacío. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental. Estoy cansada hasta los huesos de sentirme nerviosa, de tener pesadillas, de ver cómo la preocupación adelgaza a mis seres queridos, de tener que contener abrazos, de no ver a mis papás.
Al mismo tiempo han pasado cosas buenas. El mundo entero trabajando junto para fabricar una vacuna, héroes en los hospitales, voluntarios, solidaridad, innovaciones, aprendizaje, creatividad. Estamos aprendiendo a vivir entre opuestos, a manejar la incertidumbre, a ser más tolerantes, a soltar el control, a vivir en el caos. Estamos conociendo mejor a nuestros hijos, vemos cómo interactúan con sus compañeros de clase, jugamos más, comemos en familia. Me parece que esto lo extrañaremos más adelante.
Podría seguirle a esta lista. Pero la meritita verdad es hoy no me dan ganas. Hoy necesito permiso para renegar.
Ya se me hizo largo el escrito. Acá lo voy a dejar. Sin preocuparme mucho por rematarlo con un final porque esta historia aún sigue.
¿Cómo estás? Es la pregunta que le sigue al saludo cuando arrancamos cualquier interacción social. Sale en automático. Y, como parte del código conducta y buenos modales que tenemos cableado, respondemos “bien”.
Estamos acostumbrados a responder “bien”. Es lo más sencillo, lo más rápido, lo socialmente aceptable y lo esperado. Con el “bien” salimos al paso cuando estamos “mal” y no queremos dar explicaciones. Aplica también cuando no tenemos idea de cómo nos sentimos o cuando no nos detenemos a explorar qué sucede en nuestro interior, pero tenemos que responder. De la misma manera, deseamos -incluso agradecemos- que los demás nos respondan “bien”, pues así podemos continuar con lo que sigue y evitamos caer en el aprieto de tener que lidiar con temas tenebrosos.
El “bien” cumple y resuelve para todos.
Nuestro mundo emocional va mucho más allá de esta respuesta superficial y automatizada. Es rico, variado, está lleno de matices y tiene diferentes niveles de intensidad. Las emociones son mensajeras que llegan cargadas de información valiosa y nos impulsan a la acción.
Si nos aventuráramos a mirar al interior y a pasar tiempo con lo que sentimos – lo bonito, lo incómodo, lo que inspira, lo que asusta- podríamos acercarnos a nuestra mejor versión decidiendo y actuando en favor de nuestro bienestar.
¿Cuántas emociones conoces?
La mayoría de las personas podemos nombrar las seis emociones básicas: felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, asco y miedo. Encajonamos lo que sentimos. Sin embargo, debajo de cada una de estas emociones hay un mundo de bifurcaciones, de calles alternas para las que no tenemos nombre y que recorremos sin saber dónde estamos. Somos seres vivos que sentimos y experimentamos emociones en cada instante de nuestras vidas.
El autoconocimiento está en el corazón de la inteligencia emocional y es la habilidad para reconocer nuestras emociones, pensamientos, valores personales y sus efectos en nuestra manera de vivir. Conocernos a nosotros mismos es clave para tener una vida plena, exitosa y feliz.
Todo empieza por distinguir y ponerle nombre a lo que sentimos. Reconocer nuestras emociones y las de los demás.
Marc Brackett, autor del libro “Permiso para sentir”, argumenta que es recomendable hacer pausas, físicamente detenernos, dejar de hacer lo que estamos haciendo y conectar con nuestro interior para reconocer nuestro estado físico, mental y emocional. Alto para preguntarnos: ¿Me siento animado o desmotivado?, ¿Estoy satisfecha o insatisfecha?, ¿Me siento cansada o llena de energía?, ¿Cómo está mi ritmo cardiaco?, ¿Siento tensión en alguna parte del cuerpo?
Reconocer nuestras emociones es crítico, pues mucho de lo que nos sucede no lo tenemos a nivel de la conciencia. Una manera de comenzar a identificar emociones es aprender a reconocer su presencia en nuestro cuerpo, pues viven ahí y comienzan a manifestarse generando diferentes sensaciones físicas mucho antes de que podamos ponerles nombre o describirlas con palabras.
¿Que pasaría si la próxima vez que alguien nos preguntara “¿Cómo estás?”, hiciéramos una pausa para viajar al interior y sentir?, ¿Qué pasaría si hiciéramos un alto para conectar con el cuerpo y detectar las emociones que están presentes?
Existe una herramienta que se llama “Mood Meter” o Medidor Emocional (Figura 1) que fue creada para ayudarnos a identificar cómo estamos y a ponerle nombre a la emoción predominante que sentimos en cierto momento.
El medidor emocional es una gráfica que distribuye emociones en cuatro cuadrantes combinando dos variables: nivel de energía y nivel de satisfacción. Puede darnos mucha información con respecto a nuestro mundo emocional.
FIGURA 1
¿Cómo usamos el medidor emocional para identificar nuestras emociones?
En su libro, Marc Brackett comparte las siguientes instrucciones:
Paso 1. Conecta con tu cuerpo y responde la pregunta: ¿Cómo está tu nivel de energía?, ¿Alto o bajo?
Paso 2. Dedica unos momentos a decidir: ¿Cómo está tu nivel de satisfacción?, ¿Alto o bajo?
Paso 3. Identifica el cuadrante en que te coloca la combinación de tu nivel de energía con tu nivel de satisfacción:
Amarillo. Esquina superior derecha. Alto nivel de energía y alto nivel de satisfacción. Las emociones que viven esta zona son, por ejemplo, felicidad, entusiasmo, optimismo, alegría, inspiración, esperanza. Las sensaciones físicas congruentes con estas emociones son sentirse lleno de energía, caminar erguido, hombros derechos, mirada al frente.
Verde. Esquina inferior derecha. Bajo nivel de energía y alto nivel de satisfacción. En este cuadrante el tipo de emociones que habitan son serenidad, paz, gratitud, contemplación. La sensación física es de tranquilidad, de movimientos lentos, respiración lenta, hombros relajados.
Azul. Esquina inferior izquierda. Bajo nivel de energía y bajo nivel de satisfacción. Cuando estamos en el color azul las emociones son tristeza, depresión, nostalgia, melancolía, preocupación, angustia. Las sensaciones físicas que las acompañan pudieran reflejarse como hombros caídos, mirada hacia abajo, cuerpo retraído.
Rojo. Esquina superior izquierda. Alto nivel de energía y bajo nivel de satisfacción. El área roja es territorio de emociones como enojado, ira, traición, furia, miedo, pánico. Físicamente este estado emocional se traduce en músculos contraídos, ritmo cardiaco acelerado, visión de túnel, movimientos rápidos y bruscos. Alerta máxima que nos prepara para pelear o escapar.
Paso 4. Identifica la palabra que mejor describe la emoción predominante utilizando la Figura 2.
FIGURA 2
Cuando tenemos un vocabulario emocional amplio es posible identificar con mucha más precisión cómo nos sentimos y generar soluciones hechas a la medida.
¿Cómo podemos usar el medidor emocional en el día a día?
Haz pausas durante el día para identificar cómo están tus niveles de energía y satisfacción. Si tienes a la mano el medidor emocional, decide cuál es la emoción que mejor te describe en ese momento. Si la emoción te gusta, disfrútala y trata de identificar qué la provoca. Si la emoción te incomoda, molesta o duele piensa en una pequeña acción que puedas hacer para cambiar tu estado emocional. Recuerda también mostrar curiosidad con esa emoción para escuchar el mensaje que tiene para ti.
Pega el medidor emocional en un lugar visible. Puede ser en tu casa, tu lugar de trabajo o como fondo de pantalla de tu celular. Compártelo con tus amigos, tus hijos, tu pareja, tu equipo de trabajo. Una manera linda de comenzar una interacción en una reunión es haciendo un “check-in” emocional. Cada integrante dedica unos momentos a identificar su emoción predominante y compartir de “qué color viene vestido hoy”. A los hijos podemos mostrarles el tablero y pedirles que nos digan en cuál cuadrito están.
Existen también la aplicación “Mood Meter” que puedes descargar desde tu celular. En este espacio puedes registrar tu emoción predominante, recibir ideas para cambiar de estado emocional (si es que quieres hacerlo). Además, va generándose un archivo de tus emociones que sirve para darte una idea de cuál es tu estado emocional predominante.
Si aprendemos a identificar, expresar y dirigir nuestras emociones, incluso las más retadoras, podemos utilizarlas para ayudarnos a crear vidas más plenas y positivas.
Vengo caminando de regreso -y de puntitas- a esto de escribir. Rompí mi récord personal de semanas sin publicar y ando con la confianza disminuida.
Estamos en octubre, llevamos unos 8 meses conviviendo con el Covid. Los días pasan al mismo tiempo rápido y lento.
La semana pasada di un par de conferencias sobre estrategias para cuidar nuestra felicidad en tiempos de pandemia – más bien, a estas alturas de la pandemia-. Cuando recién empezó esta contingencia me invitaron a hablar varias veces sobre el mismo tema, así que abrí el archivo para trabajar en la presentación y actualizarla. Me di cuenta de que muchas de las herramientas que compartí a principios del año para hacerle frente a este fenómeno ya no aplican.
Los primeros meses de pandemia fueron diferentes a estos últimos meses.
Me atrevo a decir que al inicio la tratamos como a una novedad, con sorpresa y una buena dosis de escepticismo. Una exageración pasajera que teníamos que administrar por un tiempo corto. Al menos, así fue para mi.
Iniciamos el confinamiento casi emocionados. Organizamos actividades en familia, manualidades, juegos de mesa, películas, cientos de reuniones por plataformas virtuales con amigos y familiares. Agradecimos el descanso, la oportunidad de estar en casa, de evitar horas de tráfico y desentendernos de eventos sociales, nos parecía buena onda arreglarnos de la cintura para arriba nada más. Le pusimos buena cara y mucho entusiasmo. Creíamos que esto duraría poco, un par de meses a lo mucho.
Pero sucedió que terminó el año escolar, pasó el verano, empezó otro año escolar, ya estamos en otoño, Halloween está a la vuelta de la esquina y aún no se ve la línea de meta. Espero con todo que esté pasando la hoja del 31 de diciembre -sigo poniendo nuevas metas de llegada-.
En la primera ola del Covid y en las primeras semanas de cuarentena, algunas de las recomendaciones estuvieron muy dirigidas a tolerar estar contenidos en nuestras casas: utiliza las escaleras para hacer cardio, cuida tu rutina de sueño, levántate a la misma hora, arréglate, arma rompecabezas, intenta recetas nuevas, mantente en contacto con tus seres queridos, medita, date permiso de ir más despacio.
Hoy ya no estamos tan guardados ni tan restringidos. Es posible salir a caminar, hacer ejercicio, algunas actividades comienzan a reactivarse.
Hemos recuperado algo de terreno y movilidad, pero seguimos siendo acechados por el Covid. Y después de meses de su andar entre nosotros, sus efectos colaterales están empezando a manifestarse.
Estamos cansados, dolidos, asustados, preocupados, ansiosos, estresados, llenos de tedio, incertidumbre y hartazgo. Cualquier mala noticia, por pequeña o grande que sea, ya se monta sobre el desgaste acumulado.
No sé cuántas olas de este virus tendremos, pero ya están llegando las marejadas de sus consecuencias en cuestiones económicas, sociales y de salud mental. Las crisis de la crisis.
Las empresas que aguantaron y retuvieron a sus colaboradores en solidaridad, ahora se ven obligadas a recortar talento humano para bajar sus costos. Están desocupando pisos enteros de oficinas y cambiando de manera considerable la manera en que operan.
Las mamás se han convertido en maestras. El reto ya no es sólo entretener niños con actividades dentro de casa, ahora tienen que dar seguimiento al colegio en línea. Hay que cumplir con planes de estudio, mandar tareas, amenazar y sobornar hijos para que se conecten a sus clases y no a Tik Tok. Entre que todo esto sucede hay que sacar adelante las obligaciones de casa y trabajo. Los únicos cinco minutos libres se logran estando encerrada en un clóset. El café americano de las mañanas está a dos días de ser reemplazado por café irlandés. Matrimonios están volando por la ventana.
A estas alturas, me parece que la gran mayoría de nosotros hemos sido tocados de cerca por este virus. Conocidos, amigos o familiares que se han enfermado o incluso que se han ido. Estamos en duelo permanente. Por una cosa o por la otra.
Todo lo anterior se traduce en estrés, en ansiedad, en miedo. El sueldo emocional que hemos pagado en estos meses empieza a pasar la factura.
Hace un par de semanas caí en la cuenta de que estoy bailando con demonios a los que creía haber vencido. Angustias y miedos del pasado han estado apareciendo otra vez. Danzan a mi alrededor, me susurran al oído, interfieren en mis sueños, me aprietan la garganta, me desordenan los pensamientos, me hacen dudar.
Y no sólo estoy bailando con los míos, sino también con los de mi gente.
Están asomando la cabeza aquellas preocupaciones que provocaban pesadillas, la necesidad de controlar, la ansiedad de separación, el miedo a estar enfermo. Esos demonios que estaban apaciguados están agarrando ritmo otra vez. Están haciéndose presentes en la pista emocional y mental.
No compré boleto ni hice reservación para participar en esto. Pero aquí estoy, abriendo la caja de herramientas y preguntándome todos los días… ¿Cuál es mi mejor versión hoy?, ¿Qué necesito para mantenerme bien?
Algunas estrategias que eran relevantes al inicio de la pandemia ya no aplican.
¿Cuáles si pueden funcionar?
Las más básicas siguen estando vigentes: comer bien, dormir suficiente, cuidar nuestra salud, hacer ejercicio, mantenernos muy conectados con las personas que queremos, meditar para manejar el estrés, encontrar momentos para hacer lo que nos gusta, apreciar los pequeños detalles, practicar la gratitud y la compasión.
Y si no son suficientes…
Lo que sigue es buscar ayuda profesional. Hacer contacto con terapeutas, psicólogos, grupos de apoyo, coaches. La depresión, la ansiedad y el miedo crecen en el silencio, en la oscuridad y la soledad. No dudemos en pedir apoyo. No hay lugar para tabúes, ni culpa, ni pena.
Cuidar nuestro bienestar emocional y salud mental es prioridad.
Ayer desperté con los cables cruzados. Fue una de esas mañanas en que abres una ranura con el ojo derecho y, desde ya, sabes que el camino es cuesta arriba. Neblinas mentales y coctel emocional.
Está por terminar agosto pensé. De ahí hice cuentas. Se fue la primavera, al verano le falta poco. Sospeché que el otoño y el invierno se irán por el mismo pandémico lugar. Y entonces las paredes se me cayeron encima.
Para este “mood”, el remedio para mi es salir a correr o andar en bici. La cadencia de las pisadas o de los pedales, me ayuda a despejar los remolinos emocionales y las nubes mentales. Nota: las herramientas funcionan.
Decidí correr escuchando un podcast. Encontré en “The TED Interview”, un episodio con el nombre: “Elizabeth Gilbert dice que está bien sentirse abrumado. Aquí está lo que hay que hacer ahora”.
Desde mi punto de vista, Liz Gilbert -autora del libro Comer, Amar, Rezar- tiene una habilidad fuera de este mundo para desenredar y poner en palabras lo que sentimos.
Play y a correr.
¿Verdad que es increíble cuando el universo te manda justo lo que necesitas?
Le atiné a un podcast que me ponía por delante una conversación sobre el buffet de emociones por el que estamos pasado desde hace meses. Me sirvió mucho escucharlo. Te comparto lo que me pareció valioso. Confieso que fue difícil elegir, pues los 60 minutos valen la pena.
Ansiedad. Hay muchos sabores de ansiedad y el que sea que sientas es válido. El único sabor de ansiedad que sobra es el de “emociones sobres mis emociones”, pues éste es un problema adicional. Si sientes miedo y después sientes miedo por sentir miedo; si estás estresado y después te estresa estar estresado… es como subirle dos rayas al nivel de ansiedad. Sentirnos culpables o recriminarnos por pensar que deberíamos estar llevando mejor la pandemia -ser más relajados, más creativos, más productivos- sólo sirve para multiplicar el sufrimiento. ¡Es nuestra primera pandemia! Lo que aplica es darnos una dosis de bondad y compasión a nosotros mismos por la ansiedad que sentimos.
También me gustó esta idea sobre una de las paradojas de la humanidad.
No existe una especie más ansiosa que los humanos. Tenemos la habilidad para imaginar el futuro. Allá todo lo terrible puede pasar en cualquier momento, en cualquier parte y a cualquier persona. Creamos películas de terror en nuestra cabeza. Con nuestra imaginación viajamos a lugares que nos provocan miedo, ansiedad, inseguridad y nos convencemos de que no tendremos la capacidad para lidiar con eso.
La paradoja es que, también somos la especie más resiliente. Nuestra capacidad de adaptación es increíble. Cuando la vida nos sirve una tragedia, somos capaces de lidiar con ella. Sobrevivimos en lo personal a las adversidades y como humanidad también.
Podemos encontrar paz si reemplazamos el miedo y la ansiedad con la confianza de que, llegado el momento, la intuición nos dirá qué hacer.
Soledad. Quedarnos en casa y poner distancia física entre nosotros, está provocando sentimientos de soledad. Anhelamos la compañía en tercera dimensión, extrañamos los abrazos. Es frustrante y triste no poder pasar tiempo con la gente que queremos.
Al mismo tiempo, esta es una gran oportunidad para pasar tiempo con nosotros mismos. Y no se tú, pero yo recuerdo todas las veces que dije “me encantaría pasar un mes sola”, “quisiera irme a un retiro espiritual o a un centro de meditación en una montaña”, “quisiera que el mundo se pusiera en pausa”. También recuerdo todas las veces que escuché a alguien más decir lo mismo.
¿Qué pasaría si en lugar de llamarle a este tiempo “confinamiento”, le llamáramos “retiro espiritual?, ¿Qué pasaría si utilizáramos la curiosidad para caminar hacia adentro?, ¿Qué pasaría si tuviéramos la valentía de aguantar nuestra propia compañía? ¿Qué pasaría si avanzáramos con mente abierta y sin resistencia a la emoción que nos incomoda? ¿Qué pasaría si no tenemos tanta prisa por salir de esta situación que potencialmente puede transformarnos para bien?
Duelos. ¿Qué le dices a una persona que ha perdido a más de un familiar a causa del coronavirus? ¿Cómo hablarle a una persona que ha perdido a alguien? No hay palabras. Punto. Todo se queda corto. El duelo es más grande que nosotros y más grande que nuestros esfuerzos para manejarlo. Con frecuencia pensamos que, si sabemos administrar el duelo, lograremos brincarnos el sufrimiento. No es así. Tenemos que darnos permiso de sentirlo, dejar que nos atraviesen sus olas. La respuesta física emocional dura en nuestro cuerpo alrededor de 90 segundos. Lo que sigue es respirar y reconstruir a partir de ahí. Esto no significa que el duelo termina. Significa que lo sentimos, lo dejamos atravesarnos y seguimos otra vez. Todas las veces que sea necesario. Confiar en que la intuición nos murmurará el siguiente paso y recordar que nuestro espíritu es resiliente.
Control. Uno de los retos mas grandes que ha venido con esta pandemia es la sensación de pérdida de control. La incertidumbre y la frustración que vienen con no poder planear más allá de una semana está generando un incremento acentuado en los niveles de ansiedad. De acuerdo con Liz Gilbert, esto de tener el control es un mito… “no teníamos control, sólo ansiedad”, “no estamos perdiendo el control, más bien, estamos dándonos cuenta de que nunca lo tuvimos”. El cambio constante es lo normal. Aceptar que no tenemos control sobre la gran mayoría de las cosas, ni de las personas, ni de las situaciones, es la vía más rápida a la libertad. Hacer nuestro mejor esfuerzo, trabajar duro y después rendir el resultado al universo da paz.
En la entrevista, Gilbert habla también sobre el enojo, la curiosidad, la creatividad y la empatía. Aquí te dejo el vínculo. Te recomiendo que dediques una hora a escuchar esta conversación.
Después de correr acompañada de estas palabras se me descruzaron los cables y se me despejó el cielo. Decidí dejar de pensar en el otoño que aún no llega y disfrutar del día de verano que tenía disponible.
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