Positivismo Tóxico

Hace un par de semanas estuve en una reunión social flotando de un grupo a otro para conocer gente nueva. Me quedé estacionada en una conversación entre dos amigas que se ponían al día sobre el deseo de una de ellas de emprender el proyecto de sus sueños.

Todo iba bien hasta que la amiga que indagaba sobre el estatus del proyecto hizo una pausa, volteó a verme de frente y me preguntó: Y tú, ¿A qué te dedicas?. Soy consultor y coach en Psicología Positiva. ¡Ah!, ¡Qué bien!, ¡Entonces vamos a mandarle puros pensamientos positivos al proyecto! Dijo mientras le salpicaba polvos mágicos a la futura emprendedora. 

Chin.

Pausa incómoda de mi parte.

Cambio de pie de apoyo.

“Bueno. Sí. Pero pensar positivo no es suficiente, también tiene que definir una estrategia, objetivos y meterle muchas horas de trabajo.”

Comentario no muy bien recibido.

Cambio de grupo.

Me quedé pensando en esta asociación peligrosa que existe entre la Psicología Positiva y el positivismo tóxico. 

En la cultura occidental y en nuestra sociedad, ronda la idea generalizada de que para hacerla en la vida basta con manifestar el éxito y fabricar pensamientos positivos. Si fracasamos es porque nosotros mismos invocamos ese resultado con malas vibras. La expectativa es que seamos capaces de aniquilar las emociones incómodas, sonreír ante la adversidad y ahuyentar cualquier señal de preocupación o negatividad. 

El positivismo tóxico ha permeado tanto en nuestra manera de vivir que ser felices, optimistas, agradecidos y encontrarle el lado bueno a todo es obligatorio. Sugiere que cualquier obstáculo puede ser superado si somos positivos.

¿Te quedaste sin trabajo? ¡Que gran oportunidad para reinventarte!, ¿Te diagnosticaron con cáncer? ¡Sonríe, la actitud es todo!, ¿Perdiste un bebé? ¡Al menos sabes que puedes embarazarte!, ¿Quedaste paralítico? ¡Todo pasa por algo!, ¿Se incendió tu casa, murió la mascota, tienes Covid, te pidieron el divorcio, tu mamá se fracturó la cadera y tu hijo es adicto a las drogas? ¡El universo no te manda más de lo que puedes manejar! 

En un mundo donde sólo cabe lo bueno, no hay permiso para sentir miedo, tristeza, enojo, desilución. A estas emociones las hemos bautizado con el nombre de “negativas” y están tan satanizadas como la grasa en un buen trozo de carne.

El positivismo tóxico es peligroso. 

Los eventos trágicos, las malas noticias y las desiluciones requieren que atravesemos y procesemos emociones difíciles. Negar la existencia del dolor y pretender que estamos bien, porque es lo socialmente aceptable, intensifica los problemas y termina dejándonos sumergidos en una sensación de soledad.

Eso está claro en Psicología Positiva. 

No hay cantidad de pensamientos rosas ni frases motivacionales que alcancen para desviar las dificultades que vienen incluidas en el paquete de vivir.

La Psicología Positiva es mucho más que pensamientos bonitos.

El universo es aleatorio, amoral e imparcial. No anda metido en nuestras cabezas detectando a los pesimistas para recetarles catástrofes, ni a los optimistas para enviarles viento a favor. Las tragedias llegan sin importar si podemos manejarlas o no y a la gente buena le pasan cosas malas. 

Pensar positivo no sirve de nada si no hacemos el trabajo. El tiempo no cura todo, sino lo que hacemos con el tiempo. Para que funcionen, las intenciones, afirmaciones y pensamientos TIENEN que estar seguidas de acciones concretas.

La Psicología Positiva no niega el lado oscuro de la vida. Reconoce su presencia y parte de la realidad por horrorosa que ésta sea. 

Frases como “todo pasa por algo” o “el universo no te manda más de lo que puedes manejar” pueden sentirse como patada al hígado con bota vaquera picuda, aunque sean ofrecidas para mostrar solidaridad y dar consuelo. 

¿Cuál es la razón del universo detrás de la leucemia de un hijo?, ¿Detrás de los huérfanos que deja una guerra?, ¿Detrás de un abuso sexual?

Me queda claro que nuestra intención y deseo de apoyar a quienes queremos cuando atraviesan por momentos difíciles es genuina y buena.

Si queremos hacerlo efectivamente tenemos que aprender a usar mejores frases. Por ejemplo: “Estoy contigo”, “¿Quieres hablar al respecto?”, “Esto es muy doloroso”, “No sé qué decirte, pero estoy aquí para ti”, “Te quiero”, “¿Cómo estás hoy?”. Y si no sabemos que decir, basta con sentarnos en silencio junto a la persona, hacer la comida, quitarle un pendiente de encima.

Una vida plena y feliz incluye dificultades y problemas. Esto nos obliga a sentir y gestionar emociones agradables y desagradables. A involucrarnos en los procesos por dolorosos que sean, confiando en que podremos utilizar nuestras fortalezas, recursos personales y contar el apoyo de las personas que nos quieren. 

Y llegamos al año…

Esta semana he estado sintiendo mucho. El primer aniversario del modo pandemia me está pegando. De unos días para acá me visitan, hasta en sueños, los recuerdos de todo lo que hice en los días anteriores al confinamiento.

No sabía en ese entonces que estaba viviendo los últimos días de mi estilo de vida pre-covid. Comiendo en restaurantes, viajando, abrazando gente, dando clases y conferencias en tercera dimensión, viendo caras completas, usando lápiz labial, yendo al cine, acompañando a mis hijas a sus partidos.  

En mi mente esto era una noticia escandalosa y un evento que duraría, cuando mucho, dos semanas.

Ya sonaba el rumor de un nuevo virus cuando me fui a la India el 4 de marzo de 2020. En contra de la voluntad de varias personas a mi alrededor, me lancé.

En los aeropuertos de México y Estados Unidos aún no había nada que indicara que el mundo estaba por ponerse de cabeza. Viaje usando el cubre bocas de manera intermitente. Yo estaba en modo escéptico.

Llegado a la India tuvimos que llenar un formulario, nos tomaron la temperatura y nos echaron un chisguete de gel antibacterial. El único inconveniente de este proceso fue hacer fila detrás de unos 400 pasajeros a la 1:00 am de la madrugada luego de haber estado 15 horas apretujada en mi asiento sin dormir.

En Nueva Delhi, en la entrada del hotel nos recibió una persona con un termómetro en forma de pistola. Daba nervios que te apuntaran con un rayo rojo en el centro de la frente. ¿Qué tal si salía una bala? o ¿Qué tal un resultado que sugiriera un estado febril? Después de un año de ser apuntada en la cabeza en todas partes, temo que un revólver real ya no me impresione.

Arrancamos el tour en una burbuja. Durante los siguientes días, nada de lo que se escuchaba en otras partes del mundo parecía tener eco en ese alejado país. Nosotros caminábamos entre multitudes atrapando imágenes con nuestras cámaras.

Con el pasar de los días fueron alcanzándonos las noticias. Llamadas de familiares pasando nombres de los primeros conocidos contagiados en México, preguntando-sugiriendo si pensábamos acortar el viaje y volver. A sus preocupaciones, yo respondía enviando una foto mía con un paisaje maravilloso detrás y la leyenda “aquí no pasa nada”.   

El entorno fue cambiando. Más medidas sanitarias. Más registros. Mas termómetros en templos y monumentos. Una revisión médica antes de ser admitidos en un hotel.

Algunos países empezaron a cerrar sus fronteras. Las conversaciones de nuestro grupo en el autobús comenzaron a girar alrededor de la pregunta: ¿Adelantamos nuestro regreso o nos la jugamos? Empezamos a estar más alertas, a monitorear vuelos, a sentirnos inquietos. Una especie de ansiedad subyacente se unió a nuestro tour.

Unos cinco días antes de que terminara nuestro viaje las cosas empezaron a complicarse. Íbamos camino al pueblo del opio cuando nuestro maravilloso guía Sandip recibió una llamada a su celular. Se puso muy serio. Colgó y tomó el micrófono. “No podemos entrar al pueblo, las autoridades no quieren recibir extranjeros. Ellos están sanos, no tienen medicamentos para hacerle frente al virus y no quieren exponerse”. De ahí en adelante las fichas cayeron rápido. Anunciaron el cierre del Taj-Mahal. Esta maravilla del mundo era la última parada para cerrar con broche de oro nuestra visita. Tendré que volver.

Con esa noticia empecé a pensar en adelantar mi regreso.

Anunciaron el cierre de los templos, los monumentos, los fuertes. Más vuelos cancelados. Más países cerrando fronteras. Más angustia.

Me despedí del grupo en Jaipur tres días antes del regreso oficial y, ahora sí, sentí la pandemia con todo. El aeropuerto estaba vacío… ¿Te imaginas un lugar en la India sin gente? Era como estar dentro de una película surrealista. Si no salía el avión de Jaipur a Delhi, tampoco podría tomar el vuelo transatlántico. En ese momento estar en mi continente ya era ganancia. Despegamos. A bordo estábamos la tripulación y unas diez personas más, la mayoría extranjeros.

Aterrizamos en Delhi. El aeropuerto estaba desierto. Una imagen contrastante a la que había registrado en mi memoria cuando llegué. La espera fue larga, unas 7 horas. Encontré una mesa frente a una pantalla. Se volvió compulsivo monitorearla. Me daba miedo que el letrero cambiara de “a tiempo” a “cancelado”.

Las horas se sintieron largas.

Pocas veces he sentido tanta tranquilidad como cuando el avión de Delhi a Newark pegó carrera y levantó las llantas de la pista. Aterrizamos unas 16 horas después a eso de las 5:00 de la mañana. Quedarme atrapada en Nueva York ya era mucho mejor opción.

Mi siguiente vuelo a la Ciudad de México lo cancelaron 50 minutos antes del horario programado de salida. Corrí al mostrador de United y la joven que estaba ahí me dijo: “No preguntes nada, corre conmigo, hay un vuelo a Houston, yo me encargo de tu conexión”. Confié y corrí. Entré en “safe” al avión.

El piloto anunció el descenso. Por ahí de los 10,000 pies nos tuvo dando vueltas alrededor de la ciudad en lugar de bajar. Entonces abrió el micrófono: “mmm… tenemos una situación”. Esa es una combinación de palabras que no quieres escuchar estando en un avión. “No podemos aterrizar en Houston porque hay tormenta eléctrica, tampoco podemos seguir sobrevolado la ciudad por falta de combustible. Vamos a Nuevo Orleans para cargar el tanque y esperar a que mejore el clima”.  Estaba tan cansada que, en lugar de entrar en pánico, pensé “OK, vamos a New Orleans” y seguí leyendo mi libro, que muy a tono con el contexto actual era “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.

Cinco vuelos y cincuenta horas después aterricé en Monterrey a eso de las 11:00 de la noche. Como yo era potencialmente contagiosa, me dejaron un coche en el aeropuerto para no contaminar a nadie. En casa, la instrucción era que dejaran todas las puertas abiertas desde la entrada hasta la regadera para no tocar nada.

Y así empezó la cuarentena que en mi mente duraría sólo dos semanas.

Y así empezó a cambiar nuestro mundo.

A la vuelta de un año, ahora veo películas donde sale mucha gente y me parece raro que no tengan tapabocas. Las imágenes de estadios, de auditorios, de fiestas de celebración me inyectan nostalgia directo a la vena. Con frecuencia sueño que camino entre personas, de pronto, me doy cuenta de que nadie tiene máscara y el sueño se convierte en pesadilla.

Esto empezó para mí como un tema lejano en forma de circulo con un diámetro tan grande que parecía imposible que me tocara. El círculo fue cerrándose con el paso de los meses. Los contagiados ahora eran mis conocidos, los enfermos graves estaban en mi perímetro. En febrero estuve dando pésames todos los días de una semana, a veces, hasta dos por día.

Los espacios han cambiado. Las casas son oficinas, salones de clases, estudios de música, campos de batalla. Lo que más me asusta de todo esto es que pensemos que así está bien. Las personas necesitamos cambiar de espacios, salir a conectar con los demás, a tomar aire. Y si, también hace falta descansar de las personas con las que vivimos.

Las empresas están reacomodándose y están tomando decisiones que quizá no habían contemplado antes. Están desocupando pisos enteros de oficinas porque han visto que las personas pueden trabajar desde su casa y pueden ahorrarse un montón de dinero. Y yo no puedo evitar pensar: “que se pueda, no significa que debamos”.

Y es que tengo la sensación de que no están considerando el costo que traerá la desconexión social, ni las consecuencias que esto tendrá en la salud mental. La innovación se complica estando en posición remota, mantener la cultura organizacional también. Me parece que están olvidando todo lo bueno que se genera cuando la gente se saluda en los pasillos, cuando los equipos hacen sesiones de ideación juntos en una sala. ¿Quién le está poniendo número a las sonrisas, a las interacciones junto a la cafetera, a los “high fives” que provocan los logros?

Me preocupa que el cuerpo de mis hijas vaya adoptando la forma del sillón en que se sientan a tomar sus clases, que se les olvide como entablar una conversación en persona, que se acostumbren a su mundo en línea. Extraño verlas metidas en sus partidos. Perdimos la racha de años de entrenamiento en los equipos de volibol y de basquetbol. Me da tristeza que hayan perdido esas canchas donde desarrollaban la resiliencia, donde aprendían a perder y a ganar, donde trabajaban en equipo. Nuestros niños y jóvenes están empatallados, sedentarios y solos.

El aire se siente espeso. La suma de las pérdidas y el sufrimiento colectivo sellan los pulmones al vacío. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental. Estoy cansada hasta los huesos de sentirme nerviosa, de tener pesadillas, de ver cómo la preocupación adelgaza a mis seres queridos, de tener que contener abrazos, de no ver a mis papás.

Al mismo tiempo han pasado cosas buenas. El mundo entero trabajando junto para fabricar una vacuna, héroes en los hospitales, voluntarios, solidaridad, innovaciones, aprendizaje, creatividad. Estamos aprendiendo a vivir entre opuestos, a manejar la incertidumbre, a ser más tolerantes, a soltar el control, a vivir en el caos.  Estamos conociendo mejor a nuestros hijos, vemos cómo interactúan con sus compañeros de clase, jugamos más, comemos en familia. Me parece que esto lo extrañaremos más adelante.

Podría seguirle a esta lista. Pero la meritita verdad es hoy no me dan ganas. Hoy necesito permiso para renegar.

Ya se me hizo largo el escrito. Acá lo voy a dejar. Sin preocuparme mucho por rematarlo con un final porque esta historia aún sigue.

El Podcast de Bienestar con Ciencia

Quiero compartirte con mucha ilusión y felicidad el lanzamiento de mi podcast “Bienestar con Ciencia”.

Me siento muy emocionada porque este sueño llevaba mucho tiempo haciendo fila en mi “Bucket List”. Hoy ya es una realidad.

Este proyecto fue muy paciente conmigo. Tuvo la gentiliza de esperar a que el universo se acomodara para darle salida y a que yo diera el paso valiente.

En este podcast vamos a explorar los caminos en donde habita la felicidad, conocer hábitos y compartir estrategias, basados en ciencia, que podemos integrar a nuestra rutina diaria para vivir más felices.

Quiero generar conversaciones alrededor de la felicidad, desbaratar mitos, y compartir estrategias que funcionan. Vamos a explorar las ideas de los autores y estudios más destacados en el tema. Te contaré mis propias experiencias en este recorrido y, en ocasiones, tendremos invitados que nos dejarán enseñanzas para mejorar nuestra calidad de vida.

Deseo que disfrutes mucho este podcast, pero sobretodo, que te inspire a hacer un cambio que te permita ser feliz en el trayecto.

Suscríbete en Spotify o en tu plataforma favorita.

Te espero en el primer capítulo. Aquí te dejo el vínculo:

PD. Quiero aprovechar este espacio para darle las gracias a Ruidoso por ayudarme a convertir este sueño en realidad. Te comparto el link a su página, por si hacer un Podcast está en tu lista de proyectos: https://www.facebook.com/RuidosoMkt/

2020: Una película surrealista sin guión

Y de pronto llegué al final del 2020, el año más bizarro que me ha tocado vivir. Separé un rato para tratar de entender de qué se trató esta película surrealista sin guión a la que me aventaron sin preguntar.

Todavía no decido si despedir al 2020 con una mentada de madre o nada más dejarlo pasar. De lo que sí estoy segura es que su partida me hace muy feliz. Soy del bando de las que se emocionan con el cambio de año. Al viejo le dejo las tristezas, los dolores, los malos ratos; al nuevo, lo visualizo lleno de cosas buenas, posibilidades y sueños por cumplir. Siempre me han gustado las páginas en blanco.

Estas son mis reflexiones.

El amor es poderoso. Aprendió a filtrarse a través de pantallas, tapabocas, caretas, lentes, guantes, trajes amarillos. Encontró la manera de hacerse sentir por chat con palabras escritas, símbolos, mensajes de voz, manos emparejadas con vidrios de por medio, aplausos y música desde los balcones. En este año de medias caras, los ojos fueron protagonistas. Hicieron todo: sonreír, gritar, acompañar, consolar, envolver, abrazar, llorar.

Viviendo entre duelos. El sueldo emocional fue brutal en 2020. Sufrimos diferentes tipos de perdidas. Pérdidas humanas, pérdida del contacto social, del trabajo, proyectos detenidos, viajes cancelados. Perdimos la paz interior, la libertad de movimiento, el sentido de normalidad, la rutina, la posibilidad de planear más allá de una semana.

El tiempo y el espacio se volvieron locos. No tienen idea de nada. Se borraron las líneas que dividen al viernes del sábado, al domingo del lunes. Todos los días saben igual. Da lo mismo sin son las 9:30 de la mañana o las 7:45 de la tarde. Se unificaron los espacios: el comedor es el salón de clases; la recámara, es la oficina; el cuarto de tele, la cancha de basquetbol. Hay días en que las horas tienen 180 minutos y meses que duran una semana. El tiempo pasa lento y rápido al mismo tiempo.

Por otro lado, que contradicción esta la de finalmente entender que el tiempo vuela, sentir prisa para salir a vivir y no poder hacerlo porque el aire se ha vuelto peligroso, porque el freno de mano está puesto. ¡Qué ansia esto de esperar a que el mundo se abra otra vez!

Aprender a soltar el futuro. Hace unas semanas me atrapó el título de un artículo en la revista The Economist: “El año en que el futuro se canceló”. ¡PUM! De esos encabezados que lo dicen todo.

Me acuerdo de abril. En una semana se borró mi agenda de todo el año. Un mensaje tras otro para comunicar lo mismo: “debido a la contingencia sanitaria hemos decidido cancelar/postergar la conferencia/taller/vuelo/viaje”. En una semana me quedé sin trabajo, en una semana se esfumaron mis planes y los de mi familia. En 2020 coleccionamos eventos que no sucedieron por el Coronavirus, aviones no tomados, lugares no visitados, aventuras no vividas, fiestas de cumpleaños no celebradas, besos y abrazos no dados.

En ese artículo algo resonó en mí. Hay un tipo de felicidad que viene de anticipar y saborear el futuro, de imaginar cómo serán las cosas. Nos entusiasma la cena del próximo viernes con amigos, del paseo, la ida al cine, el desayuno con amigas, el café para escribir. Nos motiva el compromiso de la siguiente conferencia en vivo, la vuelta a la universidad para dar clase. Aguantamos el martes porque pronto viene el sábado. Este año tocó vivir en el presente, un día a la vez.

¿Cómo sí? Esta crisis nos obligó a transformarnos en pleno vuelo. ¿Te has puesto a pensar en todo lo que ha cambiado en respuesta a la pandemia? Hemos tenido que encontrar la manera de seguir haciendo nuestra vida, de aprender a usar nuevas tecnologías, de cambiar el hábito de tallarnos los ojos con las manos. Hemos tenido que hacernos flexibles, moldeables, ágiles. En mi caso, la pregunta clave para navegar en este océano alebrestado ha sido: ¿cómo puedo seguir haciendo lo que me hace vibrar? Y entonces se me ocurren ideas. Y entonces vuelve la esperanza.

Parteaguas. Me parece que, de una u otra manera, dividiremos nuestras vidas en antes y después del Covid. Ni en mis sueños más locos me hubiera imaginado siendo parte de un evento que quedará registrado en la historia. Este fue el año en que estar juntos se volvió peligroso; abrazar y besar, prohibido. El año en que vivimos “online” y con GPS en permanente estado de “recalculando la ruta”.

Me inquietan las posibles secuelas. No sé, por ejemplo, cómo afectará esto a mis hijas que están en preparatoria, la época en la que todo lo que sucede no está sucediendo ahora. Algún día nos toparemos con las fotos que tomamos este año con tapabocas y la odiada susana distancia. ¿Qué pensaremos entonces?

Los pequeños detalles son los grandes. Extraño los tenis, chamarras, sweaters, termos y calcetas aventados en el asiento trasero de mi coche. Ese era un desorden congruente con partidos de voleibol y basquetbol, planes en casas de amigas y clases en el colegio. Extraño respirar sin miedo y las noches sin pesadillas.

Nueva normalidad. Tapabocas desechables, de tela, con filtro, con diseño, con logo de marca fina, como una prenda más que combinar, tirados en las banquetas. Caretas de plástico, guantes, gel antibacterial, tapetes con líquido para desinfectar zapatos. Círculos dibujados en el suelo a 1.5 metros de distancia entre sí. Termómetros que no sirven en la entrada de los comercios -un día registré 32 grados y me dejaron pasar porque creyeron que estaba viva-. Pasaportes, visas y maletas irrelevantes. La casa siempre llena, desapareció el silencio, la privacidad también. El internet fundamental, el ancho de banda crítico. Desfile de coches para festejar cumpleaños, saludar de lejos, ley seca, “lockdowns”, distanciamiento social, hospitales saturados, miles de muertos.

La gratitud es la herramienta más importante. Y a pesar de todo, me siento agradecida con el 2020. Hay tanto que sí tenemos y sí podemos hacer. Aprendí cosas nuevas como soltar el control, vivir en el caos, tolerar la incertidumbre. Este año fue una gran oportunidad para descubrir qué es lo importante, encontrar los detonadores que nos revelan dónde no somos libres. Conocí a personas maravillosas, regresaron las oportunidades de trabajo y formé parte de proyectos retadores e inspiradores, descubrí que somos más resilientes de lo que pensamos, crecí como persona, pasé horas en la montaña, mi familia está completa y ya viene la vacuna. Sí pudimos.

Ahora vamos por el 2021. No quiero ni imaginar las toneladas de responsabilidad que siente el año nuevo sabiendo que la mirada de la humanidad entera está enfocada en él.

Hoy es un buen día para trazar las metas del año que empieza.

Antes de arrancar con una lista de propósitos de nuevo ciclo es importante dedicar tiempo a pensar lo siguiente: ¿Cómo quiero sentirme?, ¿Qué emociones quiero sentir?, ¿Qué experiencias quiero tener?

Con frecuencia hacemos listas de lo que queremos… Viajar por el mundo, un trabajo estable, un auto nuevo, escribir una novela, encontrar una pareja, tener buena condición física. En realidad, lo que andamos buscando es cómo queremos sentirnos… Libres, independientes, creativos, amados, sanos. Andamos detrás de una manera de sentir. Es por aquí que tenemos que empezar antes de definir nuevas metas.

Yo quiero sentir paz, libertad, claridad, amor, creatividad, diversión, curiosidad, valentía.

Me quedo con la frase de Mark Twain como guía para lo que viene:

“Dentro de 20 años lamentarás más las cosas que no hiciste, que las que hiciste. Así que suelta amarras y abandona puerto seguro. Atrapa el viento en tus velas. Sueña. Explora. Descubre”.

¡Feliz año nuevo!

El mágico “Y” en tiempos de pandemia

swamp oasis

Si alguien me hubiera dicho que me tocaría vivir una pandemia que le robaría la brújula al mundo, no lo hubiera creído. La idea de convertirme en personaje de un evento que quedará registrado en los anaqueles de la historia me hubiera sonado muy pretenciosa. Pero aquí estoy, aquí estamos, lidiando con la sensación de haber sido lanzados al set de una película surrealista que no tiene guion.

Vamos un día a la vez, reina la incertidumbre, la línea de meta no está a la vista, tampoco sabemos qué tan larga es la carrera. Los mitos rellenan los espacios que generan la sobredemanda de preguntas y la escasez de respuestas. El aire está cargado de peligro, las paredes se nos vienen encima.

En las últimas semanas he hablado con muchas personas y sus voces hacen eco con la mía. Los sentimientos predominantes son ansiedad, miedo, frustración, enojo, depresión, confusión, tristeza. La incertidumbre y los cambios imprevistos son tierra fértil para las emociones difíciles. Estamos todos en modo “recalculando ruta”.

¿Qué podemos hacer para mitigar el impacto negativo de esta crisis en nuestro bienestar emocional?

Mi estrategia favorita es practicar la gratitud.

Sentir gratitud y felicidad es fácil cuando todo va bien. Pero… ¿Cómo sentir gratitud en estos días?

Hace unos años, Maria Sirois -una de mis maestras favoritas-, hizo con nosotros un ejercicio para aterrizar el concepto de gratitud y presentarnos al mágico “Y”.

El primer paso invita a imaginar un pantano oscuro, frío y escabroso en el que viven los problemas, los demonios, las cosas que arruinan nuestros días, lo que ocasiona dolor, sufrimiento y destruye felicidad: Covid-19, muerte, migraña, falta de dinero, traiciones, desempleo, incertidumbre, un pelo en la sopa, desastres naturales, amores no correspondidos, multas de tráfico, fracasos, ley seca, no WIFI, 1% de batería en el celular, un pariente incómodo. Podría escribir 27 hojas llenas de desgracias y artes oscuras. Sí, la vida incluye todo esto y, hoy, el mundo parece haberse convertido en un gran pantano.

El segundo paso es dibujar un oasis en donde está lo bueno, bonito, inspirador y que hace que vivir valga la pena: empatía, amistad, lealtad, solidaridad, muestras de cariño, sinfonías, personas aplaudiendo desde sus ventanas en reconocimiento a la labor que hacen enfermeras y médicos, una nota de amor, tu canción favorita sonando en el radio, el sol colgado al centro de un cielo azul, aire limpio, vuelos sin turbulencia, la emoción de tu perro cuando te ve, un libro, un poema, un beso, un encuentro inesperado, el olor de tus hijos cuando están recién bañados, una solución, una idea, una batalla superada. La vida también está llena de cosas que nos hacen vibrar.

El último paso consiste en trazar una enorme letra “Y” entre el pantano y el oasis. Ambas realidades existen y conviven. La cosa es que las personas tendemos a clavarnos en el pantano, somos campeones para resaltar lo malo y ver la vida a través de un lente de escasez. Sacamos conclusiones a partir de una realidad incompleta.

Practicar la gratitud significa voltear a ver el oasis, resaltar lo que sí tenemos, sí podemos hacer, sí podemos resolver. Cuando practicamos la gratitud vemos la vida a través de un lente de abundancia.

Hay una diferencia importante entre sentir y practicar gratitud. En los días pesados y en las épocas más espinosas es difícil sentir gratitud, pero es justo cuando más útil es practicarla. No sólo ayuda, sino que es esencial. Convertirla en una actitud nos permite resistir el flujo de las altas y bajas en la vida. Es una perspectiva desde la cual podemos ver la vida en su totalidad y no sentirnos abrumados por circunstancias temporales.

En estos últimos días me he aferrado de la letra “Y” para evitar caer en el pantano.

Te comparto algunas de las cosas buenas que, desde mi punto de vista, están sucediendo como resultado de la pandemia.

  • “Y” estamos entendiendo que la verdadera riqueza es la salud.
  • “Y” nuestro planeta está recibiendo un respiro. Un descanso a los lagos, a las playas, a los cielos, a los bosques, a las montañas, a los animales.
  • “Y” escuchamos a los pájaros, a las hojas de los arboles, al silencio.
  • “Y” en ciudades en el norte de la India se ven por primera vez en 30 años los Himalayas, el agua está cristalina en los canales de Venecia.
  • “Y” la prisa que nos tenía rehenes corriendo de un lado a otro desapareció.
  • “Y” los niños pequeños duermen más tiempo, los hermanos juegan juntos, las familias se reconocen.
  • “Y” estamos desarrollando la conciencia social. Los que estamos bien nos quedamos en casa para que los demás estén bien.
  • “Y” comenzamos a conectarnos con la humanidad que compartimos y la vulnerabilidad que nos une.
  • “Y” tenemos ratos disponibles para recuperar pasatiempos o descubrir nuevos.
  • “Y” somos testigos de la grandeza de los héroes vestidos de enfermeras, doctores, policías, repartidores, personal de limpieza.
  • “Y” mentes brillantes trabajan sin tregua para encontrar el remedio.
  • “Y” estamos aprendiendo a usar nuevas plataformas tecnológicas, experimentando con alternativas, explotando nuestra creatividad.
  • “Y” estamos dándonos cuenta de que la tecnología es maravillosa, pero JAMÁS alcanzará a calentarnos el corazón como un abrazo.

Si le ponemos intención, podemos llenar el oasis con todo lo bueno que tiene la vida y entrenar a nuestro cerebro para que lo tenga en el radar. Cuando practicamos la gratitud cambiamos el rumbo de nuestro bienestar emocional y aumentamos nuestra capacidad para resistir y superar adversidades.

Te invito a utilizar el mágico “Y”. Haz tu lista y compártela con nosotros para que podamos inspirarnos con ella.

Por lo pronto, cuidémonos intensivamente -para no caer en cuidados intensivos- y saboreemos por anticipado la llegada del día en que podamos preguntar… “¿En dónde nos vemos para tomar un café?”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las cartas de mi Tío

Correspondencia

Uno de los tesoros más lindos que encontré en mi cofre durante el viaje que hice al pasado fueron las cartas con remitente de la Embajada de México que recibí desde diferentes partes del mundo.

El autor es mi Tío y sus letras desataban una explosión de imágenes en mi cabeza.

Encontrarme con sus relatos fue como recibir un boleto para volver a ver tramos de la película de mi vida entre 1986 y 1990. Recuperé memorias, revisité lugares, reaprendí lo que había olvidado, me divertí con sus descripciones y terminé invadida por el deseo de conocer la historia de mis ancestros.

Las cartas de mi Tío son todas iguales en su estructura y forma. La ciudad y el país desde donde escribía junto con la fecha en la parte superior de la hoja.

Con excepción del saludo, su firma y las letras que agregaba a mano luego de revisar el texto y descubrir que faltaban, están escritas con máquina. Sí sobre la marcha se le escapaba una letra, por ejemplo, “¡nada de esox!” abría un paréntesis “(no hagas caso de la x, se metió sin querer)” para dejarme saber que había notado la intromisión y seguía.

Los escritos de mi Tío incluyen el recuento de sus últimas noticias y comentarios sobre las mías. Datos, pedazos de historia y descripciones con las que dibujaba ventanas para que yo pudiera echar un vistazo al lugar donde vivía. Seguido encontraba la manera de integrar a sus relatos anécdotas de personajes de nuestro árbol genealógico. Dedicaba un par de líneas a consejos y recomendaciones. Lo que no sabíamos, en ese entonces, es que sus cartas también contenían augurios.

Pocas cosas me gustan más que viajar y sospecho sus narraciones con tinta de fantasía tuvieron algo que ver.

En Finlandia vivió en una isla llamada Katajanokka, con vista a Helskinki, que tenía 4 cuadras de ancho y 10 de largo. Su primera casa, a pesar de ser pequeña, tenía 25 puertas. Esto era un lío pues ocurría que pensando que abría una puerta para salir a la calle, más bien entraba en un clóset. Para resolver el problema de “puertitis” se cambió de casa. En la nueva el tema era que el mar quería entrar por la ventana desde la cual él estiraba la mano para tocar los barcos y ver el faro del fin del mundo… “le pusieron así porque antiguamente pensaban que no había nada más allá (imagínate: no sabían que si navegaban un poco más, verían las costas de Polonia y de Alemania)”.

El mar se congelaba hasta parecer de vidrio, al grado que cuando salía la luna, se reflejaba iluminando todo y hacía posible caminar por el bosque sin perder la vereda y ver cada vena de las hojas de los árboles… “Es una sensación extraña y bonita, como si se viviera en un mundo de cristal en que la luz sale del suelo y no del cielo”.

En Seúl, Corea del Sur, las cocineras eran más chiquitas que una uña y las maestras de música parecían pajaritos mojados que se ponían nerviosas cuando los estudiantes no daban bien las notas.

Yo soñaba con conocer esos lugares.

Encontraba desviaciones de nuestros intercambios cotidianos para contarme historias familiares… “Porque en la escuela uno estudia historia de México y del mundo, pero rara vez le enseñan de su familia, que es de donde uno entiende por qué es como es”.

En esas épocas yo tomaba clases de piano. Gracias a una de sus cartas sé que mi bisabuela -aquella señora que yo siempre vi atrapada en un retrato tan grande como la pared y me seguía a todas partes con su mirada- cantaba y tocaba la guitarra. Su mamá tocaba la mandolina y su abuela el piano… “Así que si tú llegas a dominar un instrumento serás heredera de una tradición musical de más de ciento cincuenta años”. Destrocé la tradición.

A propósito de un viaje que hice a Manzanillo con mis amigas, me contó que mi abuelo paterno nació en Comala, un diminuto pueblo de Colima. Mi parte favorita fue leer que somos descendientes de un pirata, que en mi cabeza no puede ser más que Jack Sparrow.

Volviendo a leer la correspondencia de mi Tío encontré pedazos de mí.

En 1986 practicaba gimnasia, pero no por mucho tiempo más. Me ganó el miedo a hacer piruetas sobre la viga de equilibrio, renuncié a esa disciplina y a mi sueño de competir en las olimpiadas.

Andaba tratando de sacar buenas calificaciones para ganarme la bicicleta que me había prometido mi papá -no tengo recuerdos de la bici-. En 1988 estuve en la escolta e intenté el Karate… “no practiques con Teresa”.

Entonces recordé a Doña Tere, la nana que vivió en mi casa, con sus lentes de fondo de botella de tres centímetros de espesor que convertían sus ojos en puntos negros perdidos en el fondo del mar.

Aparecieron mis abuelas entre sus líneas. En una de sus cartas me cuenta lo bien la pasaron él y su mamá -mi abuela paterna- cuando lo visitó en Finlandia. Aprovecharon para ir a Lourdes, donde ella rezó horas enteras por cada uno de sus nietos y descubrió que la fascinaba la comida indonesia. En otra carta me pregunta cómo pasé las dos semanas que estuve con mi abuela materna en San Diego. Ese fue el último viaje que hice con ella. En esos intercambios ninguno de los dos sabíamos que mis abuelas no vivirían mucho tiempo más.

¿Y las premoniciones?

Por lo visto desde entonces me perfilaba hacia la escritura. Me preguntó por un cuento que escribí en 1985… “veo que te gusta escribir y contar cosas, no estaría de más que siguieras haciéndolo”. Y aquí ando, escribiendo.

“¿Y sabes por qué? Porque un escritor o un pintor puede crear un mundo nuevo para él y para quienes lo rodean, pues su imaginación le permite ver y pensar cosas que a nadie más se le ocurren”.

Desde entonces hablábamos de felicidad… “¿Sabes cuál es uno de los grandes secretos para ser feliz? Encontrar lo bello a todo, sin compararlo con nada, porque cada cosa es buena en sí misma, ¿o no? Lo mismo hay que hacer con las personas: aceptarlas como son, sin decir Fulana es más buena que Sutana, o Mangana mejor que Perengana. Todas son buenas, si uno quiere verles lo bueno”.

Había sabiduría también en los temas más simples… “Ni me digas que no te gustan las abdominales, dentro de veinte años vas a estar haciéndolas para que no te salga panza”.  Y sí.

Otros temas no mejoraron, por ejemplo, mi caligrafía… “¿De dónde sacas que tienes mala letra? Es muy clara y tiene mucha personalidad, así que no pidas disculpas por ella. Refleja tu carácter -seguro y muy terco-, ¿o no? Y eso no tiene nada de malo, mientras la terquedad la mantengas controlada y no la conviertas en necedad”. Esta batalla la perdí por todos lados. Mi letra es casi ilegible, sigo siendo terca y además me hice necia.

Esta aventura al pasado fue linda. Veo con claridad las cosas que consistentemente vibran conmigo: viajar, escribir, aprender, preguntar, hacer ejercicio, conectar con personas. Encontré versiones mías que dejaron de existir por las razones correctas, otras vencidas por el miedo. Me gustó darme cuenta de todo lo que intenté sólo por que sí. Traje al presente emociones que experimenté al lado de mis personas favoritas y descubrí nuevos intereses como el de conocer la historia de mis ancestros.

Fue un ejercicio de autoconocimiento que me permite recalibrar mi brújula interior y reforzar mi propósito de vida.

Hoy tengo una mejor idea de lo que quiero vivir en el presente, para que cuando desde el futuro visite mi pasado, como lo hice recorriendo estas cartas, encuentre a la persona que quiero ser y que logró serlo.

Aceptación radical al estilo Lady Gaga

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El domingo pasado escuché mientras corría la entrevista más reciente que le hizo Oprah Winfrey a Lady Gaga. Me encantó, me sorprendió, abrió mi mente, aprendí, cambió mi percepción sobre algunas cosas y me dejó pensando.

Pensé en todas las personas que viven con dolor físico crónico, que han sido marcadas por eventos traumáticos, que padecen de enfermedades mentales, que atravesaron o atraviesan por una crisis… o dos, o tres, o todo lo anterior. Pensé en la gente que tengo a mi alrededor. Pensé en mí.

Confieso que mi percepción sobre Lady Gaga ha cambiado de manera importante de unos meses para acá. Pasé de considerarla una artista más que buscaba llamar la atención con excentricidades, a apreciar su talento como compositora, cantante y actriz luego de ver la película “A Star is Born” -una canción en esa película está hoy entre mis cinco favoritas-. Después de escuchar la entrevista y entrar por la ventana que abrió para dejarnos conocer su mundo, puedo decir que siento admiración y respeto por su trayectoria.

Lo primero que pensé es esta facilidad y velocidad con la que emitimos juicios con respecto a una persona sin saber qué carga en la mochila. Nota para mí… ¡no hacerlo!

Todo el intercambio entre Oprah y Lady Gaga es interesante. Sin embargo, el concepto que capturó mi atención fue el de “aceptación radical”.

Aceptación radical significa admitir y estar presente en el momento actual. Estar dispuestos a pasar tiempo con la incomodidad y las emociones difíciles en lugar de correrles. Significa aceptar la realidad, admitir su llegada o presencia, hacer oficial un evento, ponerle nombre, hablarlo en voz alta.

“Tengo un problema con el alcohol”, “tengo una enfermedad mental que sea llama esquizofrenia”, “mi hermano es adicto a la heroína”, “estamos en bancarrota”, “soy gay”, “mi pareja me golpeaba”.

Aceptar radicalmente que vas a tener dolor físico todos los días, aceptar radicalmente que perdiste a tus padres, aceptar radicalmente que tu carrera como futbolista terminó, aceptar radicalmente que perdiste una pierna a causa de la diabetes, aceptar radicalmente que perdiste un hijo, aceptar radicalmente que tu padre tiene Alzheimer y a ratos no sabe quién eres.

Y es que lo más fácil es negar la realidad, anestesiar lo que sentimos tomando, fumando, trabajando sin parar, comprando compulsivamente, durmiendo o culpando al resto del mundo.

Ahora… Sí la palabra “aceptación” te causa problemas, como me los causaba a mí durante años, te invito a considerar la explicación que recibí de Maria Sirois -una de mis maestras favoritas- en una de sus clases.

“Aceptar” no es sinónimo de “me gusta”, “me conformo” o “me resigno”. Aceptación en este contexto significa admitir “aquí está, esto pasó, no lo pedí, no lo estaba buscando y, sin duda alguna, no lo quería”. Pero… “aquí está y es un hecho”.

El primer paso para sanar es aceptar la realidad. Toma tiempo, pero lentamente comienzas a considerar la posibilidad de rediseñar tu vida y de volver a funcionar dando pequeños pellizcos de valentía.

El segundo paso consiste en cambiar la pregunta. En lugar de preguntarte… ¿Por qué a mí? o ¿Por qué me pasó esto?; mejor pregúntate… ¿Quién soy yo ante la presencia de esto?, ¿Cuál es mi mejor versión posible dada esta realidad? Entonces aparecen posibilidades, alternativas diferentes, escenarios nuevos.

La aceptación radical aplica a cada crisis, cada dificultad, cada reto en nuestras vidas. Mucho del sufrimiento que sentimos es ocasionado por negar la realidad. Las cosas cambian sólo hasta que aceptamos lo que tenemos en las manos tal como es… “OK, te veo, te siento, acepto que estás aquí”. Ahora sí… ¿Qué hacemos?, ¿Cómo solucionamos esto?

Con frecuencia me preguntan si todo esto que escribo a mí me sale muy bien y yo tengo todo resuelto.

La respuesta es no.

La mayoría de las veces hablo sobre temas que domino desde la teoría y la práctica. Pero también escribo sobre aquello que me inquieta, sobre lo que quiero entender, lograr o resolver. Muchas veces mis letras me apuntan hacia el camino que necesito recorrer.

Estoy siempre en proceso.

Escuchar sobre el concepto de aceptación radical hoy me pone a reflexionar sobre los temas que yo tengo que aceptar radicalmente para vivir más plena y feliz.

Te invito a hacer lo mismo.

PD. Aquí te dejo el vínculo a la entrevista.

 

 

 

 

 

 

 

Fin de una década

2020

Estar a unas horas de colgar una década más en el armario del pasado me pone en modo recuerdo, reconocimiento y reflexión.

Antes de encaminar mis pasos hacia el futuro, quiero detenerme y mirar hacia atrás.

Desde mi experiencia, el 2019 fue un año bipolar, sin tonalidades de grises. Fue intensamente bueno, estuvo lleno de cosas muy lindas; pero también, trajo momentos duros y grandes tristezas. Algunos sueños se hicieron realidad, otros explotaron como gallinas de caricatura que sólo dejan un reguero de plumas al reventar. Fue un año de aprendizaje y crecimiento personal obligatorio.

Me anima el cambio de año. Me produce una sensación de alivio, de esperanza. Me gusta pensar que vienen cosas buenas, nuevas oportunidades para poner en tierra metas que se quedaron dando vueltas en el aire o tuvieron intentos de aterrizaje fallidos, permisos para intentar otra vez.

El año nuevo es para mí como la hoja en blanco: me inspira, me permite visualizar posibilidades, me invita a escribir, a crear.

Y hoy no sólo cambia el año,  también cambia la década.

Me parece increíble todo lo que puede pasar en diez años.

Es impresionante darme cuenta de la transformación de mis hijas. Pasaron de ser niñas pequeñas que demandaban todo mi tiempo y atención, a ser jóvenes que no tardan en agarrar las riendas de sus vidas.

Hacia adelante me tocará verlas dueñas del volante -en sentido literal y metafórico- y conducirse hacia sus propios caminos. Cada vez iré decidiendo menos los detalles de sus vidas, pero con suerte, lograré mantenerme como una fuente de consulta valiosa para ellas.

Siento curiosidad por saber qué profesión elegirán, qué rincones del mundo querrán visitar, cuáles temas les apasionarán. Imagino que en los siguientes años conoceré a esa persona que les robará el corazón. Cada vez irán necesitándome menos para resolver el día a día. Y no lo digo con nostalgia, en verdad así lo deseo, pues entonces sabré que han adquirido las herramientas necesarias para vivir. Si conservo mi lugar en su lista de cinco personas favoritas, ya la hice.

¿Qué más pasó en la última década?

Corrí maratones, atravesé un país en bicicleta, me aventé al agua desde rocas a metros de altura, nadé algunos kilómetros en el mar, caminé en la montaña, jugué basquetbol -ahora en la liga de mamás-, aprendí a jugar tenis.

Gané arrugas, pecas, canas, una enfermedad autoinmune, medicinas en el buró, insomnio intermitente. Tuve que despedirme de algunas partes del cuerpo que empezaron a dar problemas. Llegué a la edad en que tengo que cuidar mi alimentación y hacerme a la idea de pasar por chequeos para mantener la maquinaria en el mejor estado posible. Ni modo.

Hice nuevas amistades, conocí a personas que me enseñaron mucho, partieron seres muy queridos, también mascotas. Leí un montón de libros -tantos que perdí la cuenta- y descubrí que tengo pésima memoria para recordarlos. Me convertí en tía de tres increíbles seres humanos. Me lancé a la aventura de trabajar por mi cuenta, eso sí, sin sacar el pie del salón de clases pues me apasiona la educación. Comencé este Blog, escribí un libro, viajé a lugares increíbles, me hice conferencista, coach, atravesé varias tormentas. ¡Uf!

En esta década llegué al destino cumbre conocido como “middle age” con su “midlife crisis”. El trayecto es interesante, también irónico. Invertimos años, energía, recursos y trabajamos diligentemente para convertirnos en ese alguien que cumple con los requisitos en la lista prefabricada del éxito -estudios, familia, profesión, dinero, lujos, etc.- Vamos empeñados y a paso firme a encontrarnos con esa versión que se ajusta a lo que dictan las reglas para ser feliz…

Y, sin embargo, puede pasar, que al llegar nos demos cuenta de que tenemos todo lo que algún día quisimos, pero nos perdimos en el camino. Por eso la crisis. Empieza la sacudida, la tristeza, la sensación de vació, el tedio. Se vuelve necesario hacer un alto para desarmarnos, reconstruir nuestras piezas, despejar las nubes para volver a ubicar a nuestra estrella polar y decidirnos a vivir una vida que nos haga sentido en lo más profundo, aunque hagamos trizas el molde que alguien más construyó para nosotros.

He notado también que el tiempo ha acelerado su paso. Esta década desfiló mucho más rápido que la otra y algo me dice que esta que empieza volará a la velocidad de la luz. Aún no decido si hacer el doble de actividades que nutren el alma o, más bien, hacer la mitad, pero más despacio y estando más presente para estirar el tiempo. Lo que sí me queda claro es que ya no queda mucho lugar para la paja, ni para las tonterías que roban tiempo y distraen.

Si el tiempo pasa más rápido con la edad, entonces hay que elegir mejor a qué dedicarlo. Menos complacencia, menos obediencia, menos vivir para darle gusto a los demás. Más determinación para ir tras lo que hace grande nuestro corazón, más valor para ser auténticos.

Hoy es un buen día para trazar las metas no sólo del siguiente año, sino de la siguiente década.

Antes de arrancar con una lista de propósitos de nuevo ciclo es importante dedicar tiempo a pensar lo siguiente: ¿Cómo quiero sentirme?, ¿Qué emociones quiero sentir?, ¿Qué experiencias quiero tener?

Con frecuencia hacemos listas de lo que queremos… Viajar por el mundo, un trabajo estable, escribir una novela, encontrar una pareja, tener buena condición física. En realidad, lo que andamos buscando es cómo queremos sentirnos… Libres, independientes, creativos, amados, sanos. Andamos detrás de una manera de sentir. Es por aquí que tenemos que empezar antes de definir nuevas metas.

Yo quiero sentir paz, libertad, claridad, amor, creatividad, diversión, curiosidad, valentía.

Me quedo con la frase de Mark Twain como guía para la década que viene:

“Dentro de 20 años lamentarás más las cosas que no hiciste, que las que hiciste. Así que suelta amarras y abandona puerto seguro. Atrapa el viento en tus velas. Sueña. Explora. Descubre”.

¡Feliz inicio de década!

 

 

 

 

 

 

¡Feliz “Hygge” Navidad!

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Hoy festejamos la Nochebuena, mañana la Navidad y lo que sigue son algunos días libres para descansar de la rutina –o parte de ella- y desconectarse del mundo.

Siempre he tenido la sensación de que la semana entre Navidad y Fin de Año queda como suspendida en un espacio etéreo, poco definido, pero muy particular. Ninguna otra semana del año se siente como esta y quiero hacer un esfuerzo por pasarla a la Hygge.

Te cuento de qué se trata.

Según el Reporte Mundial de la Felicidad publicado por la Organización de Naciones Unidas (ONU), Dinamarca es uno de los países más felices del mundo. Son muchas las condiciones objetivas que explican este resultado, pero hay un elemento muy subjetivo detrás de la felicidad en este país y tiene que ver con la capacidad de los daneses para crear ratos agradables. Se llama “hygge”. Esta palabra –que no tengo idea de cómo pronunciar- no tiene traducción exacta. Más que una palabra, “hygge” es un conjunto de pequeñas cosas que producen una sensación de bienestar, comodidad, cercanía con los demás y tranquilidad. Es algo que se siente.

Crear momentos “hygge” es sencillo. Lo primero es generar tiempo para hacer cosas que nos hacen sentir bien a nosotros mismos y a los que nos rodean en un ambiente lindo. Por ejemplo, tomar una taza de chocolate caliente en una tarde fría, planear el menú de la siguiente comida y cocinar en compañía, ver una película divertida con la familia debajo de una cobija, ver un atardecer, una carne asada con amigos aprovechando el buen clima, pintarle las uñas a tu hija y dejar que ella pinte las tuyas, ver fotos para recordar momentos, usar en la cena la vajilla que era de la abuela –recordar a los seres queridos que ya se fueron es muy “hygge”-, poner velas para darle calidez al espacio, tomar un té mientras lees un buen libro, usar ropa cómoda, decorar con flores. Tiene que ver con estar a gusto en un entorno acogedor.

Los momentos “hygge” funcionan mejor en grupos pequeños de personas y para que la comunicación y la conexión sea más fácil es recomendable que el lugar no sea muy grande. Fortalecer los lazos sociales y familiares están en el corazón de este concepto danés. Invita a un par de amigos a tu casa a pasar el rato y recontar anécdotas.

El concepto “Hygge” tiene que ver también con relajarte, disfrutar de tu casa y olvidar las preocupaciones. Para esto es fundamental habitar el momento presente e involucrar todos tus sentidos. Quitar el piloto automático. Es importante incluir elementos que hagan agradable el espacio que te rodea de manera que quieras estar ahí –velas, luces cálidas, música relajante, eliminar el ruido, buena temperatura-.

Para estos días, mi intención es tomarme las vacaciones enserio y pasar una navidad muy “hygge”. ¿Qué significa esto? Significa que no voy a hacer lecturas de trabajo, pero sí volveré a leer libros que leí cuando tenía la mitad de edad y me gustaron mucho. Voy a tirarme un clavado a la caja de cartas que guardo hace décadas -correspondencia que llegaba en sobre con timbre postal de diferentes lugares del mundo o cartas que intercambiábamos los amigos entre clase y clase-. Sospecho que entre esas líneas encontraré partes de mí que se fueron quedando en el camino.

Voy a estar presente y participaré en las actividades características de estas fechas. Quiero ser parte de los recuerdos. Como dice el Dr. Seuss “A veces conocerás el verdadero valor de un momento hasta que se convierta en recuerdo”.

Si tienes la fortuna de contar con días de descanso en estas fechas y puedes desconcertarte, te invito a hacer lo mismo. Si, por el contrario, la naturaleza de tu trabajo o tus compromisos te impiden despegarte, entonces incorpora elementos “hygge” a tu espacio o tiempo de oficina. Lleva algo de comer para compartir con tus compañeros, ten cerca de ti una foto de alguien querido, pon música agradable de fondo, dedica cinco minutos a hablar con alguien, decora con una planta.

Hoy aprovecho este espacio para darte las gracias por leer estos artículos, comentarlos y compartirlos.

¡Te deseo una muy “hygge” Navidad!

 

“Soy un fraude”

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¿Te ha cruzado ese pensamiento por la cabeza?, ¿Alguna vez has sentido que no perteneces? ¿Has tenido la sensación de que no mereces tus logros, ni tu trabajo y que estás a punto de ser descubierto?

Se llama Síndrome del Impostor.

Este es el término que la Psicología le ha dado al patrón de comportamientos que llevan a una persona a dudar de sus talentos, capacidades o logros y a sentir miedo de ser expuesta como un fraude.

Hace mucho tiempo, cuando recién había empezado a dar conferencias sobre el tema de la felicidad, me angustiaba llegar al final de la presentación. Seguían las preguntas y respuestas. Invariablemente alguien pedía el micrófono para preguntarme en tono de confirmación algo parecido a: Y tú… siempre estás feliz o eres muy feliz, ¿verdad?

Para mí ser feliz era una obligación.

¿Cómo admitir que no era cien por ciento feliz, el cien por ciento del tiempo?

¿No sería algo así como entrar a la oficina de una nutrióloga y ver que tiene 20 kilos de sobrepeso, darte cuenta de que tu dentista tiene los dientes verdes por falta de limpieza o encontrarte a tu psicóloga gritándole a sus hijos en el súper?

Pero también era terriblemente sospechoso asegurar que yo era siempre completamente feliz, además no era cierto.

Todo un enredo.

Por mi trayectoria yo debería de ser extremadamente feliz de lo contrario…. ¿cómo podría considerarme experta en el tema? Estaba convencida de que la gente esperaba que con todo mi conocimiento yo tenía que serlo y de manera perfecta. Sobre mis hombros sentía la presión de cumplir con las expectativas -mías y de los demás-.

Ahora sé que conocer la teoría no me libera de la practica. No estoy exenta de situaciones difíciles, ni de incertidumbre, ni de problemas, ni de frustraciones. La vida me pone a prueba todos los días igual que todos los demás.

De cualquier manera, con frecuencia tengo que arremangarme la blusa y entrarle a la pelea con esa sensación de que, en materia de felicidad, yo debería tener todo resuelto; tengo que darme permiso de hablar de felicidad, aunque en ese momento no la sienta y; de cuando en cuando, recuperarme de balas hechas a la medida que me disparan para cuestionar mi legitimidad como consultora en el tema.

Hace algunos años me invitaron al colegio de mis hijas a dar una plática a los todos los entrenadores sobre las ventajas de la felicidad. La tarde anterior, una de mis tres se plantó delante mío y me preguntó: ¿Puedes llevarme a comprar churros con chocolate? Y yo que trabajaba frenéticamente en la presentación respondí: “No, mañana tengo la plática en tu colegio y todavía no termino”.

Para hacer el cuento corto -quienes tienen hijos saben que este ir y venir puede durar un rato-, la historia terminó cuando me preguntó furiosa, al mismo tiempo que se daba la vuelta para regresar por donde había llegado: ¿Cómo puedes ir a hablar de felicidad a mi colegio cuando tu única misión en la vida es hacerme infeliz?

¡Ouch!

Ahora no sólo tenía que preocuparme por hacer un buen trabajo, sino también por la posibilidad de que este personaje de 8 años fuera a ventanearme con sus entrenadores antes de la conferencia. Nota al pie: conseguir churros con chocolate y enviar al salón antes del recreo.

Tengo una buena colección de ejemplos parecidos a ese… “¿Por qué andas triste, no se supone que lo tuyo es la felicidad?”, “Seguramente tus hijas siempre están contentas”, “No deberías de tener miedo”, “¿Por qué te enojas, que no siempre estás contenta?”, etc.

No soy feliz todo el tiempo, no tengo una fórmula infalible y caigo presa en varias de las trampas que yo misma señalo a los demás. Esto ahora lo digo abiertamente en mis conferencias y en mis clases. Comparto lo que he aprendido desde la intención genuina de agregar valor y aportar al bienestar de los demás, nunca desde la perfección. Los ejemplos que utilizo casi siempre son los míos.

Lo que sí tengo es un montón de herramientas para romper con cadenas de momentos tristes, ideas para fabricar emociones positivas, capacidad para reponerme de adversidades, motivación para lograr lo que me propongo y la decisión de mejorar mi propia versión.

Si aprendemos a aplicar el “mágico Y” podemos hacer las paces con nuestras ambivalencias… “quiero a mis hijos con toda mi alma Y cuento los minutos para que se vayan a dormir”, “soy experta en felicidad Y a veces no la siento”, “puedo ayudar a alguien a superar un miedo Y estar atascada en uno propio”, “quiero a mi amiga Y no la soporto”.

La idea es evitar que esta sensación de no tener todo resuelto nos limite y nos deje al margen de nuevas oportunidades.

Así que cuando te invada la cabeza ese pensamiento de que “eres un fraude”, conecta con tu interior y revisa tus intenciones. Si vienen de un lugar auténtico, muy probablemente estás cayendo víctima del síndrome del impostor. Practica la gratitud, reconoce que una buena parte de tus logros son producto de tu trabajo y dedicación y date permiso de seguir.

Hoy me queda claro que una vida plena y feliz incluye problemas, dificultades, inconsistencias, dudas, desilusiones y todo lo que entra en ese cajón.

Equivocarnos, no tener todas las respuestas, no ser perfectos y mostrarnos vulnerables no nos hace impostores. Perder y regarla es parte del juego. Lo que sí nos hace impostores es comunicar algo en lo que no creemos o dejar de intentar.