Este es un espacio para explorar los caminos que conducen a la felicidad y conocer los hábitos y pequeñas acciones –científicamente probados- que podemos incorporar a nuestra rutina diaria para vivir más felices.
Quiero compartirte con mucha ilusión y felicidad el lanzamiento de mi podcast “Bienestar con Ciencia”.
Me siento muy emocionada porque este sueño llevaba mucho tiempo haciendo fila en mi “Bucket List”. Hoy ya es una realidad.
Este proyecto fue muy paciente conmigo. Tuvo la gentiliza de esperar a que el universo se acomodara para darle salida y a que yo diera el paso valiente.
En este podcast vamos a explorar los caminos en donde habita la felicidad, conocer hábitos y compartir estrategias, basados en ciencia, que podemos integrar a nuestra rutina diaria para vivir más felices.
Quiero generar conversaciones alrededor de la felicidad, desbaratar mitos, y compartir estrategias que funcionan. Vamos a explorar las ideas de los autores y estudios más destacados en el tema. Te contaré mis propias experiencias en este recorrido y, en ocasiones, tendremos invitados que nos dejarán enseñanzas para mejorar nuestra calidad de vida.
Deseo que disfrutes mucho este podcast, pero sobretodo, que te inspire a hacer un cambio que te permita ser feliz en el trayecto.
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Te espero en el primer capítulo. Aquí te dejo el vínculo:
PD. Quiero aprovechar este espacio para darle las gracias a Ruidoso por ayudarme a convertir este sueño en realidad. Te comparto el link a su página, por si hacer un Podcast está en tu lista de proyectos: https://www.facebook.com/RuidosoMkt/
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La semana pasada escuché una entrevista que le hizo Brené Brown el expresidente de Estados Unidos Barak Obama en su Podcast “Dare to Lead”. No me acuerdo cómo llegué al episodio o qué me llevó a darle clic. Quizá un empujón del universo, porque en ese espacio pusieron en palabras algo que he estado sintiendo intensamente y no sabía cómo explicar.
Hablaron sobre la habilidad que tienen los grandes líderes para sostener la tensión que genera la existencia simultanea de situaciones en conflicto. La capacidad de estar en el centro siendo jalado por los extremos de emociones opuestas y tolerar la incomodidad de la ambigüedad sin paralizarse o reventar.
He vivido justo así en las últimas semanas, tironeada entre emociones encontradas. Creo que todos hemos estado iguales.
En un mismo día nos toca entristecernos por la muerte de un ser querido y celebrar el cumpleaños de otro. Trabajar con la angustia profunda que produce tener a un familiar grave en el hospital y sentir felicidad por completar con éxito una presentación. Anhelar abrazar a tus padres porque los quieres con todo el corazón y, por esa misma razón, no hacerlo.
Este concepto aplica para todas esas veces en que estamos al centro de dos situaciones que evocan deseos encontrados. Consolar a uno de tus hijos porque no entró a jugar a la cancha, al mismo tiempo que brincas de alegría porque su hermano fue el campeón goleador. Adorar a tu bebé recién nacido y sentir ganas de devolverlo después de tres noches sin dormir.
La tentación de no hacer nada es muy grande y las probabilidades de quedar inmovilizados también. Y es que los espacios donde habitan la vulnerabilidad y la incertidumbre producen una incomodidad que es difícil de aguantar. Pero es justo ahí donde podemos transformarnos.
Transformarnos para salir de la mentalidad de crisis de la que hablábamos en la publicación pasada. Transformarnos para vivir, en lugar de sobrevivir.
Me quedé pensando en qué podría sernos útil en los meses que vienen.
Necesitamos conectar mucho más con el concepto de humanidad compartida. Es urgente reconocer que no estamos solos. Cada una de nuestras acciones repercute en la red de alguien más y en el ecosistema en que vivimos. ¿Qué pasaría si conectáramos más con el amor y la bondad?, ¿Qué pasaría si dejáramos de sentirnos invencibles?, ¿Qué pasaría si nos cuidáramos en lo personal para proteger a los demás? Quiero pensar que, si nos reconocemos parte de un todo, los incentivos para conducirnos de manera responsable aumentan. Si conectamos con una causa más grande que nosotros mismos, usar el tapabocas, mantener distancia y evitar reuniones adquieren un nuevo sentido.
Nuestro peor enemigo es la indiferencia. Somos nosotros, nos toca a nosotros, te toca a ti y me toca a mí. Nuestro mundo necesita de más generosidad, más cariño, más acción y menos “me vale”. Tenemos que estar más presentes, regresar de nuestras cabezas y de los mundos que nos creamos para escapar. Es aquí donde tenemos que estar, entrándole duro a contribuir positivamente y dejando de esperar que otros hagan el trabajo. La suma de nuestras buenas voluntades y acciones individuales puede hacer la diferencia.
Me gusta pensar que entre más aportemos todos juntos a la solución de la pandemia, menos seremos jalados a los escenarios dolorosos que produce.
La semana pasada fue ruda, la anterior también. Todos los días recibí correos con el encabezado “sensible fallecimiento”, a veces dos por día. Facebook se ha convertido en página de obituarios y plataforma para buscar tanques de oxígeno o donadores de sangre. El número de contagios rompe el récord cada día en combinación con el número de muertos. Los hospitales están saturados y el personal médico agotado. Cada día se pierden más trabajos y cierran negocios. La angustia y el dolor se han convertido en la música ambiental que suena por todos los rincones y nos acompaña sin tregua.
En abril del año pasado, cuando recién empezaba la pandemia y nos guardamos en nuestras casas pensando que sería cuestión de un par de semanas, tuve una conversación por Instagram Live con Johan Stuve -consultor, antiguo colega y muy querido amigo-. El objetivo de ese intercambio fue compartir estrategias para hacerle frente al confinamiento tanto a nivel personal como organizacional.
Luego de unos diez meses, el contexto ha cambiado y las ideas que funcionaban cuando esto era una novedad y pensábamos que teníamos que aguantar sólo un tiempo corto ya no aplican. Quiero pensar que si, a estas alturas del partido, le recomendamos a una mamá armar un rompecabezas más o hacer manualidades con sus hijos para pasar el tiempo, nos arranca la cabeza.
Entonces pensé en volver a conversar con Johan. Me gustan sus puntos de vista. Su especialidad es cuestionar el estatus quo y los patrones -personales y organizacionales- para co-diseñar estrategias que mejoran el bienestar y el desempeño. Yo andaba con ganas de cuestionar el modo pandemia, así que lo invité a un segundo Instagram Live.
Arrancamos la conversación con problemas técnicos, igual que la primera vez. De ahí hablamos un poco sobre el contexto en el que estamos viviendo. Mi percepción y sentir es que es ahora cuando estamos sintiendo, con todo, los efectos acumulados de los últimos meses. Tenemos cansancio emocional, dolor, estrés económico, físico, fastidio de pantallas, trastorno de rutinas y un tedio monumental.
Todo lo anterior nos ha metido en una mentalidad de crisis que nos tiene con el sistema nervioso central en alerta máxima. Este modo crisis sin duda es necesario, pues nos recuerda que debemos cuidarnos -cubrirnos nariz y boca, lavarnos las manos, usar gel antibacterial, mantener distancia sana, evitar reuniones sociales-. La cosa es que la pandemia sigue y, aunque debemos seguir alertas y cuidándonos, también necesitamos salir del permanente modo crisis que dispara nuestro sistema de supervivencia.
Cuando nos sentimos amenazados, la amígdala activa las alarmas y nos pone listos para pelear, escapar o congelarnos. El cerebro responde inyectándonos cortisol -hormona del estrés-, eleva nuestro ritmo cardiaco, suprime el sistema inmune y provoca visión de túnel, lo cual nos tiene como caballos viendo sólo hacia el frente, atendiendo el paso inmediato siguiente y sin posibilidad de contemplar otras alternativas.
El modo crisis va limitando nuestro radio de acción, nos tiene híper alertas a lo negativo, nos encierra en un mundo de quejas y lamentos que no nos permite avanzar. Para salir de este atolladero es necesario desenchufarnos de una mentalidad de supervivencia y conectarnos con una narrativa que nos jale a un futuro en donde sea posible visualizar posibilidades, nuevas maneras de funcionar y un mayor bienestar.
¿Cómo le hacemos?
Johan compartió tres ideas principales:
1. Visión y actividad. Es importante movernos. Quedarnos paralizados frente a los cambios del entorno nos deja en el mismo lugar. Así como una bicicleta necesita moverse para mantener el equilibrio, así las personas y las organizaciones. ¿Qué pequeña acción puedes hacer para salir de donde estás, para acercarte un poco a donde quieres estar o a lo que te gustaría lograr? Esto me hizo pensar que, con frecuencia, confundimos pensar y preocuparnos mucho con hacer. Preocupación sin acción es como estar en una mecedora: te da algo que hacer, pero no te lleva a ningún lado.
2. Enfoque en lo valioso. No se trata de hacer cualquier cosa simplemente para mantener el equilibrio -aunque si estás paralizado… ¡Haz cualquier cosa!-. Lo ideal es identificar las actividades que se alinean con el nuevo escenario que queremos construir. Movernos con propósito.
A mí, por otro lado, escuchar las palabras “enfocarse en lo valioso” me conectó con la práctica de la gratitud. Una herramienta para salir de los pantanos en donde viven los problemas, los dolores, los monstruos viscosos y todo lo que puede hacernos sentir miserables en la vida, es notar lo bueno. Buscar con intensión lo que sí funciona, lo que sí está bien, lo que sí se puede, las personas que sí están con nosotros. La gratitud es un antídoto poderoso contra las emociones difíciles.
3. Disciplina. Formar nuevos hábitos y cambiar nuestro estatus quo requiere de comportamientos repetitivos. Para ganar impulso e incorporar nuevas rutinas es necesario sostener nuestras acciones en el tiempo. Hacer algo positivo una vez, sirve una vez. En este sentido, hacer una comida sana no es suficiente para bajar de peso o recuperar la cintura. Tenemos que convertirlo en un hábito. Y para aumentar nuestra motivación es importante celebrar nuestros logros, por pequeños que sean. Me recuerda al dicho “un viaje de 1,000 millas comienza con el primer paso”.
Y yo aportaría un cuarto punto…
4. Fortalezas personales. En momentos de crisis, cambios inesperados y retos nuevos hay que mirar al interior y entrar en contacto con nuestros mejores recursos personales. Recordar nuestras fortalezas, habilidades, talentos, superpoderes. Preguntarnos… ¿Para qué soy muy bueno y cómo puedo trasladar esto a otra realidad?
Al final hablamos del poder de las palabras y las historias que nos contamos. Es muy fácil quedar atrapados en narrativas catastrofistas, en posiciones de víctimas, en el reino de las quejas. Es importante cuidar el lenguaje que usamos para comunicarnos con nosotros mismos y con los demás. Con las palabras se construyen mundos, así que utilizémoslas para escribir páginas que queramos leer.
¿Qué opinan?
Si quieres ver y escuchar la conversación con Johan Stuve visita su perfil de Instagram: @johan.stuve.oficial
Aprovecho para desearles un 2021 lleno de salud e historias nuevas.
Y de pronto llegué al final del 2020, el año más bizarro que me ha tocado vivir. Separé un rato para tratar de entender de qué se trató esta película surrealista sin guión a la que me aventaron sin preguntar.
Todavía no decido si despedir al 2020 con una mentada de madre o nada más dejarlo pasar. De lo que sí estoy segura es que su partida me hace muy feliz. Soy del bando de las que se emocionan con el cambio de año. Al viejo le dejo las tristezas, los dolores, los malos ratos; al nuevo, lo visualizo lleno de cosas buenas, posibilidades y sueños por cumplir. Siempre me han gustado las páginas en blanco.
Estas son mis reflexiones.
El amor es poderoso. Aprendió a filtrarse a través de pantallas, tapabocas, caretas, lentes, guantes, trajes amarillos. Encontró la manera de hacerse sentir por chat con palabras escritas, símbolos, mensajes de voz, manos emparejadas con vidrios de por medio, aplausos y música desde los balcones. En este año de medias caras, los ojos fueron protagonistas. Hicieron todo: sonreír, gritar, acompañar, consolar, envolver, abrazar, llorar.
Viviendo entre duelos. El sueldo emocional fue brutal en 2020. Sufrimos diferentes tipos de perdidas. Pérdidas humanas, pérdida del contacto social, del trabajo, proyectos detenidos, viajes cancelados. Perdimos la paz interior, la libertad de movimiento, el sentido de normalidad, la rutina, la posibilidad de planear más allá de una semana.
El tiempo y el espacio se volvieron locos. No tienen idea de nada. Se borraron las líneas que dividen al viernes del sábado, al domingo del lunes. Todos los días saben igual. Da lo mismo sin son las 9:30 de la mañana o las 7:45 de la tarde. Se unificaron los espacios: el comedor es el salón de clases; la recámara, es la oficina; el cuarto de tele, la cancha de basquetbol. Hay días en que las horas tienen 180 minutos y meses que duran una semana. El tiempo pasa lento y rápido al mismo tiempo.
Por otro lado, que contradicción esta la de finalmente entender que el tiempo vuela, sentir prisa para salir a vivir y no poder hacerlo porque el aire se ha vuelto peligroso, porque el freno de mano está puesto. ¡Qué ansia esto de esperar a que el mundo se abra otra vez!
Aprender a soltar el futuro. Hace unas semanas me atrapó el título de un artículo en la revista The Economist: “El año en que el futuro se canceló”. ¡PUM! De esos encabezados que lo dicen todo.
Me acuerdo de abril. En una semana se borró mi agenda de todo el año. Un mensaje tras otro para comunicar lo mismo: “debido a la contingencia sanitaria hemos decidido cancelar/postergar la conferencia/taller/vuelo/viaje”. En una semana me quedé sin trabajo, en una semana se esfumaron mis planes y los de mi familia. En 2020 coleccionamos eventos que no sucedieron por el Coronavirus, aviones no tomados, lugares no visitados, aventuras no vividas, fiestas de cumpleaños no celebradas, besos y abrazos no dados.
En ese artículo algo resonó en mí. Hay un tipo de felicidad que viene de anticipar y saborear el futuro, de imaginar cómo serán las cosas. Nos entusiasma la cena del próximo viernes con amigos, del paseo, la ida al cine, el desayuno con amigas, el café para escribir. Nos motiva el compromiso de la siguiente conferencia en vivo, la vuelta a la universidad para dar clase. Aguantamos el martes porque pronto viene el sábado. Este año tocó vivir en el presente, un día a la vez.
¿Cómo sí? Esta crisis nos obligó a transformarnos en pleno vuelo. ¿Te has puesto a pensar en todo lo que ha cambiado en respuesta a la pandemia? Hemos tenido que encontrar la manera de seguir haciendo nuestra vida, de aprender a usar nuevas tecnologías, de cambiar el hábito de tallarnos los ojos con las manos. Hemos tenido que hacernos flexibles, moldeables, ágiles. En mi caso, la pregunta clave para navegar en este océano alebrestado ha sido: ¿cómo puedo seguir haciendo lo que me hace vibrar? Y entonces se me ocurren ideas. Y entonces vuelve la esperanza.
Parteaguas. Me parece que, de una u otra manera, dividiremos nuestras vidas en antes y después del Covid. Ni en mis sueños más locos me hubiera imaginado siendo parte de un evento que quedará registrado en la historia. Este fue el año en que estar juntos se volvió peligroso; abrazar y besar, prohibido. El año en que vivimos “online” y con GPS en permanente estado de “recalculando la ruta”.
Me inquietan las posibles secuelas. No sé, por ejemplo, cómo afectará esto a mis hijas que están en preparatoria, la época en la que todo lo que sucede no está sucediendo ahora. Algún día nos toparemos con las fotos que tomamos este año con tapabocas y la odiada susana distancia. ¿Qué pensaremos entonces?
Los pequeños detalles son los grandes. Extraño los tenis, chamarras, sweaters, termos y calcetas aventados en el asiento trasero de mi coche. Ese era un desorden congruente con partidos de voleibol y basquetbol, planes en casas de amigas y clases en el colegio. Extraño respirar sin miedo y las noches sin pesadillas.
Nueva normalidad. Tapabocas desechables, de tela, con filtro, con diseño, con logo de marca fina, como una prenda más que combinar, tirados en las banquetas. Caretas de plástico, guantes, gel antibacterial, tapetes con líquido para desinfectar zapatos. Círculos dibujados en el suelo a 1.5 metros de distancia entre sí. Termómetros que no sirven en la entrada de los comercios -un día registré 32 grados y me dejaron pasar porque creyeron que estaba viva-. Pasaportes, visas y maletas irrelevantes. La casa siempre llena, desapareció el silencio, la privacidad también. El internet fundamental, el ancho de banda crítico. Desfile de coches para festejar cumpleaños, saludar de lejos, ley seca, “lockdowns”, distanciamiento social, hospitales saturados, miles de muertos.
La gratitud es la herramienta más importante. Y a pesar de todo, me siento agradecida con el 2020. Hay tanto que sí tenemos y sí podemos hacer. Aprendí cosas nuevas como soltar el control, vivir en el caos, tolerar la incertidumbre. Este año fue una gran oportunidad para descubrir qué es lo importante, encontrar los detonadores que nos revelan dónde no somos libres. Conocí a personas maravillosas, regresaron las oportunidades de trabajo y formé parte de proyectos retadores e inspiradores, descubrí que somos más resilientes de lo que pensamos, crecí como persona, pasé horas en la montaña, mi familia está completa y ya viene la vacuna. Sí pudimos.
Ahora vamos por el 2021. No quiero ni imaginar las toneladas de responsabilidad que siente el año nuevo sabiendo que la mirada de la humanidad entera está enfocada en él.
Hoy es un buen día para trazar las metas del año que empieza.
Antes de arrancar con una lista de propósitos de nuevo ciclo es importante dedicar tiempo a pensar lo siguiente: ¿Cómo quiero sentirme?, ¿Qué emociones quiero sentir?, ¿Qué experiencias quiero tener?
Con frecuencia hacemos listas de lo que queremos… Viajar por el mundo, un trabajo estable, un auto nuevo, escribir una novela, encontrar una pareja, tener buena condición física. En realidad, lo que andamos buscando es cómo queremos sentirnos… Libres, independientes, creativos, amados, sanos. Andamos detrás de una manera de sentir. Es por aquí que tenemos que empezar antes de definir nuevas metas.
Me quedo con la frase de Mark Twain como guía para lo que viene:
“Dentro de 20 años lamentarás más las cosas que no hiciste, que las que hiciste. Así que suelta amarras y abandona puerto seguro. Atrapa el viento en tus velas. Sueña. Explora. Descubre”.
¿Alguna vez te imaginaste que el modo pandemia llegaría hasta Navidad?
Cada vez que me siento a escribir me estrello con el tiempo. En marzo, cuando nos mandaron a nuestras casas, en mi mente dibujé dos semanas. A partir de entonces, pongo la esperanza en el evento inmediato siguiente.
Pasó el verano, un semestre completo en la universidad, Halloween, el Día de Muertos, mi cumpleaños. Llevamos 9 meses, casi 7 cuarentenas. Navidad es la próxima semana. No quiero ni imaginar las toneladas de responsabilidad que siente el 2021 sabiendo que la mirada de la humanidad entera está enfocada en él.
Entre todo esto, me tocó estar en una conversación de dos bandos con relación a las celebraciones navideñas e intercambios de regalos. Por un lado, estaban los que decían: “aceptemos que este año ya valió, que todo está muy complicado, nada de intercambios, ni de regalos debajo del pino” -OK, si estoy exagerando un poco- y; por el otro, estaban los que decían “por esto mismo hay que echarle más ganas, más cariño, cuidar más los detalles”.
Desde que arrancó la temporada del año, en que ser feliz parece ser obligatorio, yo brinco de bandos. Un día tiro la toalla y al siguiente la recojo. Supongo que lo mío tiene que ver con el clima.
Estuve tentada a anunciar un brote de Coronavirus en el Polo Norte. Santa, pensando que por ser Santa estaba exento de enfermarse, fue descuidado con el uso del tapabocas. Santa tiene Covid, se le complicó por el sobrepeso y está en terapia intensiva. El pronóstico es reservado.
También pensé en sacudirme el pendiente entregando unos “Vale por___” canjeables la próxima navidad o cuando llegue la vacuna, lo que suceda primero.
Sólo que ninguna de esas opciones me convenció.
La mera verdad es que me siento más alineada con la idea de ponerle ganas. Y con esto no quiero decir que hay que salir a regalar cosas materiales o intentar compensar el encierro, los planes cancelados y la desaparición de la raya que separa al fin de semana del resto de los días con un exceso de regalos materiales. Lo que quiero decir es que, creo que una buena manera de hacerle frente a esta pandemia es justo con lo esencial.
Es muy difícil eliminar las ganas de mostrar nuestro amor con un regalo. Este año yo siento más ganas de regalar que otros y sospecho que justo es porque quiero “compensar”. Sin embargo, pienso que el mejor regalo que podemos darle, no sólo a las personas que queremos, sino al mundo entero, es cuidarnos.
Mis memorias navideñas más lindas no tienen nada que ver con lo que recibí de regalo. Lo que recuerdo con claridad es a mi mamá horneando galletas y yo metiendo las manos en la masa, a mi papá asomado por la ventana listo para avisarnos si pasaban los renos, la corona de adviento que llegaba a la Navidad con sus 4 velas disparejas. Recuerdo también cuánto nos divertíamos mis hermanos y yo inyectándole vino al pavo la noche del 23, el olor a comida que inundaba toda la casa desde la mañana del 24, la música, la mesa puesta, el recalentado. Ahora repetimos las tradiciones para la siguiente generación.
Por más que busco no encuentro nada material rescatable en mis memorias. Lo que se queda en el corazón es lo que vivimos, cómo lo vivimos y con quién lo vivimos.
La pandemia ha enloquecido al tiempo. Desde mi punto de vista, se ha deschavetado, se le han borrado las fronteras. Hay días que duran 54 horas porque a los minutos se les olvida pasar y hay meses que duran una semana, por ejemplo, noviembre.
Esta falta de ritmo del tiempo tiene como efectos secundarios que mi rutina de escribir se haya vuelto aleatoria. Se me desprogramó la rutina de publicar una vez por semana o quizá toda yo perdí la configuración.
No es que me falten temas para escribir. Creo que el problema es el contrario. Tengo tantas cosas en la cabeza, ideas, y ganas de arrancar proyectos que de pronto no sé por donde empezar. Así que les pido a ellos que se pongan de acuerdo en el orden y me avisen. Pero sucede que se arremolinan en la puerta de salida, se pisan y terminan por aplastarse mutuamente. ¡Maldito tiempo distorsionado!
Pero bueno. A veces llega un tema que no se detiene a negociar con los demás y sale. Ojalá todos fueran tan decididos.
Hace unos días hablé con la directora de una secundaria para ponernos de acuerdo en los detalles y contenido de un programa de entrenamiento para sus maestros. Me platicó del panorama y contexto que están viviendo en esta nueva realidad de dar clases a través de una pantalla. Nos quedamos hablando buen rato. Fue una conversación agridulce.
En este tema tengo una perspectiva desde varios los ángulos. Soy maestra en línea de estudiantes de carrera; mamá de niñas que toman clases desde su sillón favorito en la casa; y soy alumna en un programa de coaching. Al salón de clases en Zoom llegamos todos en un clic.
¿Qué te puedo decir?
Como mamá puedo espiar a los maestros de mis hijas y darme cuenta de lo que ellas hacen detrás de la pantalla; como maestra, el reto es mantener la atención de mis estudiantes e intentar crear una atmosfera lo más parecida a la presencial; como estudiante, caigo en las mismas las tentaciones que mis alumnos e hijas.
Punto de vista de maestros.
Lo primerito que voy a decir es que admiro a los maestros más que nunca. A mi me toca fácil. Mis estudiantes son de carrera y son independientes. ¿En qué sentido? En todos. Conocen sus horarios, entran solos a sus clases, tienen experiencia aprendiendo en línea, son capaces de quedarse sentados y, lo más importante de todo, me dicen qué hacer cuando se me atora la tecnología.
El reto es MUY diferente para maestros de niños pequeños. Hace un par de meses me tocó darle clase a un grupo de maestros, muchos de ellos de kínder y primaria baja. Su labor es titánica. ¿Cómo le hacen para mantener sentado a un chiquito frente a una pantalla para explicarle matemáticas, cuando tienen a sus juguetes, a sus hermanos, a sus mascotas y a Netflix a la mano?
Me tocó escucharlos angustiados porque en su corazón vive el deseo de apoyar a los niños, pero la logística no ayuda. Se desvelan adaptando materiales, inventado actividades y trabajan más que nunca. Usan títeres, cantan, bailan, juegan. Están agotados. Están preocupados porque ahora que hay ventanas a la vida de los niños en casa, lo que ven o escuchan no siempre es agradable. Y el recurso del cariño y el acompañamiento en tercera dimensión no está disponible en línea. Todavía no inventan el botón que les permita agacharse para ponerse a la altura de un par de ojos asustados y comunicar que no están solos.
Los maestros antes teníamos privacidad. Esta pandemia ha convertido los muros de nuestros salones en paredes de cristal. Ahora nos toca dar clases metidos en una pecera o en un aparador. Somos escuchados, observados y evaluados por nuestros alumnos y sus padres que se sienten parte del grupo.
Por el lado bueno, esto nos obliga a prepararnos mejor. Por el lado malo, sabernos vigilados o grabados, no hace más tibios y menos espontáneos.
Ahora, de pronto y de la nada, aparece una mamá en pantalla, colgada de alguna de las esquinas e interrumpe la sesión: “Miss, ¿te podrías quedar cinco minutos después de la clase?, tengo un comentario y una duda de la tarea”. Mamás y papás… ¡Por favor, no hagan esto! La cortesía pre-pandemia de pedir citas con los maestros para atender temas aún aplica. Si antes no te aparecías en el salón, no entres por la pantalla ahora. Tus hijos también te lo agradecerán.
Todos somos vulnerables. Mostramos nuestras casas y espacios más íntimos, aparecen nuestros familiares, suena el timbre, ladran los perros, discuten los hermanos. Es posible tomar fotos o videos y convertir a personas en “stickers” que luego circulan en redes sociales. La lista es larga.
Este semestre me tocó, por primera vez en veinte años, arrancar en Zoom. Tengo un grupo maravilloso de chavos involucrados y comprometidos que hacen todo sencillo. Darles clase ha sido un gozo. Sin embargo, me destantea no verlos a todos al mismo tiempo. Me falta el recurso de la visión periférica. Puedo ver a la persona que habla, pero no la reacción de los demás. Y si comparto mi presentación entonces ya no veo a nadie. Estando en el salón físico tengo visibilidad de lo que sucede con mis estudiantes. Puedo ver sus caras, sus gestos, sus posturas. Tengo una muy buena idea de si el material les gusta y queda claro. Esto me permite alinear y balancear en el instante. Puedo darme cuenta de quién tiene sueño, quién está aburrido, quién tiene ganas de ir al baño. Puedo sentir la energía. La interacción es diferente. Deseo con ansias regresar a la modalidad presencial.
Punto de vista de estudiantes.
Es un reto gigante mantener la atención en la pantalla, aún y cuando la clase es divertida. Pero es casi imposible lograrlo cuando el maestro o maestra es de corte calmado, voz bajita y se esconde detrás de diapositivas retacadas de información. La tentación de apagar la cámara y dejar al maestro hablándole a nuestro retrato es enorme. El botón de mute es una chulada, permite escuchar música y tener la televisión prendida. Y ya si combinas cámara apagada con micrófono cerrado, puedes hablar con las personas a tu alrededor, tomar llamadas de teléfono, acomodar un cajón y hasta servirte de cenar.
De lo más lindo de estudiar es interactuar con los demás. Intercambios de miradas cuando el maestro no ve, saludos en los pasillos, pláticas entre clases, planes con amigos. La vida social alrededor de los estudiantes es quizá la educación más importante.
Los estudiantes están al aborde de un ataque de nervios. Pareciera que los maestros están compensando la ausencia en el salón de clases con toneladas de trabajo adicional. Tareas kilométricas y acartonadas tienen a los chavos rehenes de la computadora horas y horas. No está divertido ser un adolescente en cuarentena.
Punto de vista de mamás.
Me toca escuchar las clases de mis tres porque las computadoras están por todos lados. Hay maestros que me caen bien y otros que me parecen insufribles. Juzgo lo que dicen y cómo lo dicen. Tengo algo que decir de su tono de voz, de la energía que le imprimen a la clase, de la manera en que interactúan con el grupo. También tengo opiniones sobre el contenido, la entrega y la resolución de dudas.
Percibo a los maestros que están felices dando clase y a los que están odiando cada minuto. Y voy a confesar que se me han salido comentarios en voz alta del tipo: “Claro que no, eso no es cierto” o “tu maestra anda de pésimo humor hoy”. Lo único que logro es confundir a mis hijas. O sea, hago justo lo que no quiero que me hagan a mi cuando doy clase.
Hay maestros que se invierten a fondo para hacer la clase divertida, que le meten un montón de creatividad, buena vibra y compasión. Me fascina en especial una maestra de voz dulce y cariñosa que pide a sus alumnos prender la cámara y dejarle saber que están presentes, aunque sea con un brazo, un hombro o un pedazo de frente.
Al igual que mis estudiantes, mis hijas son independientes. No quiero imaginar lo es tener que vivir este proceso con niños chiquitos. Las historias que me cuentan las mamás y papás en esta situación me dan terror. Tienen que sobornar, amenazar, negociar con sus hijos para que se conecten. Incluso tienen que hacer la clase de educación física, dar saltos en la sala y hacer ejercicios de estiramiento junto con sus creaturas para lograr que lo hagan. Todo esto estresa la relación entre padres e hijos.
Como mamá tienes que estar muy atenta a por dónde caminar o gatear, según sea al caso. Si se te ocurre bajar en pijama por una taza de café y tus hijos olvidan avisarte que la cámara está encendida apareces con tu look mañanero en el salón virtual. ¿Algún día imaginaste que entrarías al salón de tus hijos en bata? Yo tampoco.
Y lo que es para todos.
El coctel está potente. Nos toca enseñar y aprender en medio de una situación hostil. Nos toca manejar la depresión, la apatía, el aburrimiento, el cansancio, el tedio propio y el ajeno. Las nuevas demandas son muchas y la carga emocional brutal. La temporada de malas noticias más que lluvia, parece monzón. El duelo es constante. La paciencia se agota y la pantalla nos tiene aplanados. Tenemos fatiga de Zoom.
Pero somos fuertes.
Estamos en fase de remodelación y readaptación en todos sentidos. ¿Cómo lograr apoyar a nuestros estudiantes en esta nueva realidad?, ¿Cómo lograr el involucramiento de nuestros hijos?, ¿Cómo transformarnos para facilitar el aprendizaje, al mismo tiempo que mantenemos la cordura?, ¿Cómo cuidar nuestro bienestar?, ¿Cómo mantenernos resilientes? En esto estamos.
Los maestros que tienen una verdadera vocación de enseñar están haciendo lo posible por apoyar a nuestros hijos. Ya están haciendo algo extraordinario. ¡Gracias!
Hoy desperté y no encontré el suelo. Bajé los pies de la cama y como no había dónde pisar, me quedé flotando. Hay días en que el piso desaparece y no queda más alternativa que dar vueltas en el aire esperando a que se dibuje una equis para saber dónde aterrizar.
Anduve indefinida algunas horas. Esperando a ver en qué me convertía o en qué se cristalizaba lo que sentía. Hay días en que amanecemos sin contorno.
Esa nube que me atravesaba sabía a nostalgia, a melancolía, a miedo, a todo lo que extraño.
Bajo nivel de energía, mucho movimiento emocional, atrapada en mi cabeza.
Sé que algo falta porque siento un agujero. Extraño a mi gente y a la gente. Quiero abrazar a mis papás, a mis hermanos, a mis sobrinos, a mis amigos. Quiero conocer a mis alumnos en tercera dimensión. Quiero sentarme en un café a escribir. Quiero que regresen mis conferencias en vivo. Quiero andar por ahí sin tapabocas y sin temor a respirar enfermedad. Quiero ver caras completas.
Me gustaría caminar por una calle angosta y empedrada en algún otro país buscando bicicletas con su canasta recargadas esperando a sus dueños, puertas azules, candados interesantes, grafitis o pedazos de pared descarapelados. Se me antoja tomar una cerveza con música en vivo de fondo y una buena conversación.
La distancia a cualquier lado parece haberse triplicado y el tiempo se arrastra como cansado, como desganado, como si hubiera perdido el ritmo. Está enloquecido. Ayer era marzo, mañana es Navidad.
Parecía que hoy sería un día de esquina de sillón, de pedirle a un libro que se encargara de mi y me prestara un mundo alternativo. Lo intenté. Pero entre renglones, eso que sentía empezaba a dibujar siluetas que no me gustaban. Les soplaba para disolverlas con la esperanza de que agarraran una forma diferente, más agradable, más digerible. Hasta que entre líneas pude darme cuenta de que hoy no era día de lectura, sino de moverme en la naturaleza.
Para salir de mi cabeza y quitarle lo abstracto a pensamientos y emociones, para mi no hay mejor receta que bicicleta en la montaña. El ritmo de los pedales me alinea y balancea.
Como yo no sabía describir con precisión cómo me sentía, la montaña me prestó una imagen.
Levanté la vista y me topé con el árbol en la foto de esta publicación.
Al árbol también le falta piso.
Una parte de sus raíces flotan en el aire, está pandeando, como a punto de caerse. A primera vista parece frágil.
Me bajé de la bicicleta para verlo con detalle.
Sí, una buena cantidad de raíces no tienen de dónde pescarse. Pero este árbol ha sabido compensar la falta de suelo y adaptarse a su nueva realidad haciendo crecer sus brazos hacia los lados. Las raíces que aún tienen tierra debajo son sólidas y fuertes; las nuevas, han descifrado que sí no hay de dónde agarrarse abajo, pueden estirarse horizontales hasta alcanzar una orilla donde fijarse.
Este árbol, que a lo lejos parece estar a punto de quebrarse, está lleno de hojas verdes y sus ramas apuntan al sol. Sospecho que su secreto está en que se sostiene del cielo, no del suelo.
Entonces me fijé en el cielo azul, en las mariposas, en lo majestuoso de mi alrededor. Me puse en sintonía con los sonidos de la montaña y me metí en ella. Rodé a hasta mi lugar favorito para escribir. Allá en ese rincón corre un hilo de agua que hace música y contagia paz.
¿Te has debatido tratando de decidir cuándo es el mejor momento para hacer algo?
Cuándo salir a correr, empezar un diplomado, dar una mala noticia, terminar una relación, salir de vacaciones, declarar tu amor, hacer una llamada importante, agendar una cirugía, ponerte a dieta, irte a vivir a otro lugar, renunciar a tu trabajo, salir a caminar.
¿Lanzo el proyecto de una vez o hasta que pase Navidad?, ¿Empiezo a estudiar este semestre o hasta el siguiente?, ¿Le digo que me gusta el sábado o el día de su cumpleaños?, ¿Elijo un horario en la mañana para el taller o en la noche?, ¿Me tomo la pastilla antes o después de comer?
Creo que estamos más acostumbrados a analizar con detalle las preguntas: ¿Qué? y ¿Cómo?; pero no tanto la pregunta, ¿Cuándo?
Hace varias semanas terminé de leer el libro “WHEN: The scientific secrets of perfect timing” de Daniel Pink y me gustó mucho. Encontré información valiosa sobre cuándo hacer ciertas cosas para mejorar nuestro desempeño, salud y satisfacción. Aprendí que, a menos que sea una emergencia, por ejemplo, hay que evitar programar una cirugía en la tarde.
El libro arranca explicando los patrones escondidos en la vida diaria.
El pulso de las emociones a nivel mundial me pareció increíble. De acuerdo con el lenguaje utilizado en los Tweets, las personas nos sentimos más activos, comprometidos y esperanzados durante las mañanas. Alrededor del medio día y las primeras horas de la tarde se nos cae el afecto positivo y vuelve a repuntar en la tarde-noche, sin importar la región geográfica o el día de la semana.
Nuestro reloj biológico juega un papel importante en nuestro funcionamiento. En la medida de lo posible, haríamos muy bien en conocerlo y honrarlo. ¿Cuándo es más alto tu nivel de energía y concentración? Nuestro mejor yo en términos de habilidades cognitivas no es estable durante el día. Tenemos algunos momentos de más inteligencia, rapidez y creatividad que otros. ¿Tienes identificados tus mejores momentos del día?
Según estudios, las mujeres nos sentimos más felices, cariñosas y satisfechas con nosotras mismas en la mañana; entre la 1:00 y las 5:00 de la tarde tenemos un bajón pronunciado y; volvemos a subir a medida que avanza la tarde y llega la noche. ¿Necesitas algo? Quizá este horario pueda servirte de guía.
¿Cuándo es el mejor momento del día para hacer algo?
Depende de la actividad.
Si quieres bajar de peso, te conviene hacer ejercicio al despertar. Dado que no has comido en varias horas tu nivel de azúcar es bajo, entonces tu cuerpo usa la grasa almacenada -en lugar de utilizar la energía de los alimentos que recién comiste-. Ahora, si quieres evitar una lesión, entonces ejercítate en la tarde pues tus músculos están más calientes y elásticos.
¿Temas médicos?
Agenda tu colonoscopia en la mañana… Es más probable que detecten pólipos temprano. Los doctores son más propensos a recetar antibióticos en la tarde, pues están cansados y es más fácil que explorar más posibilidades. ¿Tienes que programar una cirugía? Que sea temprano, pues es menos probable que el anestesiólogo se equivoque y más probable que las enfermeras se laven las manos.
¿En la oficina?
Juntas, decisiones y llamadas importantes es mejor hacerlas en la primera mitad del día; “breaks” más largos y oportunidades para comer fuera de la oficina -o al menos lejos del escritorio- aumentan la productividad en la tarde.
Ahora, si puedes hacer una siesta de entre 10 y 20 minutos entre las 2:00 pm y 3:00 pm notarás que tienes más energía durante la tarde. Una siesta puede aumentar tu memoria de corto plazo, tu memoria asociativa -la que te permite relacionar una cara con un nombre- y mejorar tu razonamiento lógico. Además, las siestas fortalecen tu sistema inmune, ese que ahorita necesitamos para protegernos del Coronavirus.
El número de accidentes de tráfico crece entre las 2:00 am y las 6:00 am, así como entre las 2:00 pm y las 4:00 pm. Esto me sirve para saber a qué hora no prestarle el carro a mis adolescentes que están empezando a manejar.
Los comienzos son importantes. Los lunes, las primeros de mes, el primer día del año. Son “nuevas cuentas mentales”, oportunidades para empezar otra vez, para desconectarnos de los errores cometidos, de las imperfecciones. Otros momentos simbólicos como cumpleaños, aniversarios, cambios de trabajo nos ofrecen pausas para ver el panorama completo, reflexionar sobre lo que viene, recalcular y hacer análisis para tomar mejores decisiones.
¿Cuándo casarte? Para incrementar las probabilidades de permanecer casado toda la vida, el mejor momento para casarte es: cuando seas lo suficientemente grande, pero no tanto -alrededor de los 32 años-, cuando hayas completado tu educación y cuando tu relación haya madurado lo suficiente.
Y… ¿sobre el divorcio? Es más probable que tu pareja tome la iniciativa y te de el aviso en marzo y en agosto -pasando la temporada navideña y al terminar el año escolar de los niños-
Si te metiste en problemas con la ley y están evaluando dejarte libre bajo fianza o quitarte el brazalete de seguridad, es más probable que el juez dicte una sentencia a tu favor temprano en la mañana. Si te toca el turno al final de la mañana justo antes de la hora de comida del juez… estás frito.
La variable tiempo juega un papel más importante del que pensamos. Organizar nuestra rutina en congruencia con nuestro ritmo natural y tener en cuenta el mejor momento para hacer ciertas actividades puede mejorar nuestro desempeño, salud y satisfacción.
Vengo caminando de regreso -y de puntitas- a esto de escribir. Rompí mi récord personal de semanas sin publicar y ando con la confianza disminuida.
Estamos en octubre, llevamos unos 8 meses conviviendo con el Covid. Los días pasan al mismo tiempo rápido y lento.
La semana pasada di un par de conferencias sobre estrategias para cuidar nuestra felicidad en tiempos de pandemia – más bien, a estas alturas de la pandemia-. Cuando recién empezó esta contingencia me invitaron a hablar varias veces sobre el mismo tema, así que abrí el archivo para trabajar en la presentación y actualizarla. Me di cuenta de que muchas de las herramientas que compartí a principios del año para hacerle frente a este fenómeno ya no aplican.
Los primeros meses de pandemia fueron diferentes a estos últimos meses.
Me atrevo a decir que al inicio la tratamos como a una novedad, con sorpresa y una buena dosis de escepticismo. Una exageración pasajera que teníamos que administrar por un tiempo corto. Al menos, así fue para mi.
Iniciamos el confinamiento casi emocionados. Organizamos actividades en familia, manualidades, juegos de mesa, películas, cientos de reuniones por plataformas virtuales con amigos y familiares. Agradecimos el descanso, la oportunidad de estar en casa, de evitar horas de tráfico y desentendernos de eventos sociales, nos parecía buena onda arreglarnos de la cintura para arriba nada más. Le pusimos buena cara y mucho entusiasmo. Creíamos que esto duraría poco, un par de meses a lo mucho.
Pero sucedió que terminó el año escolar, pasó el verano, empezó otro año escolar, ya estamos en otoño, Halloween está a la vuelta de la esquina y aún no se ve la línea de meta. Espero con todo que esté pasando la hoja del 31 de diciembre -sigo poniendo nuevas metas de llegada-.
En la primera ola del Covid y en las primeras semanas de cuarentena, algunas de las recomendaciones estuvieron muy dirigidas a tolerar estar contenidos en nuestras casas: utiliza las escaleras para hacer cardio, cuida tu rutina de sueño, levántate a la misma hora, arréglate, arma rompecabezas, intenta recetas nuevas, mantente en contacto con tus seres queridos, medita, date permiso de ir más despacio.
Hoy ya no estamos tan guardados ni tan restringidos. Es posible salir a caminar, hacer ejercicio, algunas actividades comienzan a reactivarse.
Hemos recuperado algo de terreno y movilidad, pero seguimos siendo acechados por el Covid. Y después de meses de su andar entre nosotros, sus efectos colaterales están empezando a manifestarse.
Estamos cansados, dolidos, asustados, preocupados, ansiosos, estresados, llenos de tedio, incertidumbre y hartazgo. Cualquier mala noticia, por pequeña o grande que sea, ya se monta sobre el desgaste acumulado.
No sé cuántas olas de este virus tendremos, pero ya están llegando las marejadas de sus consecuencias en cuestiones económicas, sociales y de salud mental. Las crisis de la crisis.
Las empresas que aguantaron y retuvieron a sus colaboradores en solidaridad, ahora se ven obligadas a recortar talento humano para bajar sus costos. Están desocupando pisos enteros de oficinas y cambiando de manera considerable la manera en que operan.
Las mamás se han convertido en maestras. El reto ya no es sólo entretener niños con actividades dentro de casa, ahora tienen que dar seguimiento al colegio en línea. Hay que cumplir con planes de estudio, mandar tareas, amenazar y sobornar hijos para que se conecten a sus clases y no a Tik Tok. Entre que todo esto sucede hay que sacar adelante las obligaciones de casa y trabajo. Los únicos cinco minutos libres se logran estando encerrada en un clóset. El café americano de las mañanas está a dos días de ser reemplazado por café irlandés. Matrimonios están volando por la ventana.
A estas alturas, me parece que la gran mayoría de nosotros hemos sido tocados de cerca por este virus. Conocidos, amigos o familiares que se han enfermado o incluso que se han ido. Estamos en duelo permanente. Por una cosa o por la otra.
Todo lo anterior se traduce en estrés, en ansiedad, en miedo. El sueldo emocional que hemos pagado en estos meses empieza a pasar la factura.
Hace un par de semanas caí en la cuenta de que estoy bailando con demonios a los que creía haber vencido. Angustias y miedos del pasado han estado apareciendo otra vez. Danzan a mi alrededor, me susurran al oído, interfieren en mis sueños, me aprietan la garganta, me desordenan los pensamientos, me hacen dudar.
Y no sólo estoy bailando con los míos, sino también con los de mi gente.
Están asomando la cabeza aquellas preocupaciones que provocaban pesadillas, la necesidad de controlar, la ansiedad de separación, el miedo a estar enfermo. Esos demonios que estaban apaciguados están agarrando ritmo otra vez. Están haciéndose presentes en la pista emocional y mental.
No compré boleto ni hice reservación para participar en esto. Pero aquí estoy, abriendo la caja de herramientas y preguntándome todos los días… ¿Cuál es mi mejor versión hoy?, ¿Qué necesito para mantenerme bien?
Algunas estrategias que eran relevantes al inicio de la pandemia ya no aplican.
¿Cuáles si pueden funcionar?
Las más básicas siguen estando vigentes: comer bien, dormir suficiente, cuidar nuestra salud, hacer ejercicio, mantenernos muy conectados con las personas que queremos, meditar para manejar el estrés, encontrar momentos para hacer lo que nos gusta, apreciar los pequeños detalles, practicar la gratitud y la compasión.
Y si no son suficientes…
Lo que sigue es buscar ayuda profesional. Hacer contacto con terapeutas, psicólogos, grupos de apoyo, coaches. La depresión, la ansiedad y el miedo crecen en el silencio, en la oscuridad y la soledad. No dudemos en pedir apoyo. No hay lugar para tabúes, ni culpa, ni pena.
Cuidar nuestro bienestar emocional y salud mental es prioridad.
Hoy el camino a mi salón de clases fue diferente. En lugar de caminar al aire libre por el campus de la universidad con vistas a las montañas y entre un río de estudiantes, bajé de mi recámara a mi oficina entre las paredes blancas de las escaleras y un silencio desentonado.
Es la primera vez en 20 años que conozco a mis estudiantes de carrera por computadora y arranco un nuevo semestre estando detrás de una pantalla. Esta mañana me tocó experimentar un primer día de clases en modalidad pandemia.
¡Fue un reto!
Otro más.
En todos los sentidos.
Si me regreso en el tiempo y recuerdo cómo arrancamos, me atrevo a decir que a la pandemia la tratamos como una novedad. Organizamos actividades para pasar el tiempo en casa, entramos rápido en modo resolver, hicimos cambios, le pusimos buena actitud y energía, agradecimos la pausa. Pensamos que duraría poco. En mi mente esto era una carrera de cien metros, no un maratón.
Terminé el semestre pasado convencida de que regresaría a mi salón en tercera dimensión al finalizar el verano, mis hijas también. Empecé a dudar cuando iniciaron las conversaciones alrededor de nuevos códigos de conducta, nuevas reglas, capacitaciones de uso de plataformas virtuales, esquemas híbridos, colores de semáforos.
Y aquí estamos.
Todavía en posición remota.
Y nos toca acomodar todas las emociones que vienen con el regreso a clases en línea. Las propias y las ajenas. Lo que yo siento, más lo que sienten mis hijas, más lo que sienten mis estudiantes. Más lo que creo que sienten mis hijas y lo que creo que sienten mis estudiantes cuando imagino qué sentiría yo si estuviera en su lugar. ¡UFF!
No puedo evitar sentir tristeza cuando pienso en los niños y jóvenes empezando un nuevo ciclo escolar así. El primer día de clases es todo un evento. Decidir qué ropa ponerte, esperar con ansias las listas para saber con cuáles amigos tocas, conocer maestros, ubicar al chavo/chava que te gusta, notar quién creció, quién se puso más guapo. Es mucho más que temas académicos. Compartí esto con mis hijas y me sorprendí cuando dijeron: “no está tan mal, mamá”
Así arrancaron. Así arrancamos.
Han pasado casi tres semanas. Es sólo el comienzo, pero el ánimo, las ganas y la paciencia ya están en niveles como de exámenes finales. Escucho risas que se convierten en lágrimas y llantos que se convierten en risas. La colección de gritos de frustración y quejas que hemos juntado en los últimos 15 días es más grande que la que acumulamos en todos los años anteriores de colegio.
Estamos cansados.
Papás, mamás, maestros y estudiantes tenemos encima 6 meses de pandemia. Hemos tenido que asimilar cambios radicales, ajustar estilos de vida, atravesar duelos, navegar en la incertidumbre, aprender trucos nuevos, trabajar de distinta forma, lidiar con noches de insomnio.
No olvidemos que traemos encima una carga emocional pesada. Además de vivir nuestro encierro, vivimos el encierro de los que están con nosotros. Pretender funcionar como antes e imprimir el mismo nivel de exigencia -a nosotros mismos y a los demás- me parece de otro mundo.
Es mi primera pandemia, pero el sentido común me dice que los márgenes deben ser más anchos y el perfeccionismo debe salir volando por la ventana. Todos estamos aprendiendo. ¿Y qué si confesamos que no sabemos cómo explicar matemáticas? o ¿Cuál es el problema de aceptarnos vulnerables ante la nueva responsabilidad de convertirnos en maestros de nuestros hijos?, ¿Por qué sentir culpa de no tener todo el pandero organizado?, ¿Por qué nos sentimos obligados a tener todas las respuestas?, ¿Y qué si nos tiemblan las rodillas pensando cómo mantener la atención de nuestros estudiantes por Zoom?
Vamos mejor por el camino de la paciencia, de la compasión. Vamos dándonos permiso de equivocarnos muchas veces y de pedir ayuda.
Escucho a mamás agotadas. Mamás que tenían planes diferentes para este año, que finalmente iban a tener unas cuantas horas en las mañanas para ellas mismas y de pronto están más ocupadas que nunca. Otra vez poniendo en pausa sueños propios en favor de la familia. Y además llenas de culpa porque están desesperadas, cansadas, porque no tienen suficiente paciencia y fantasean con 20 minutos de tiempo fuera.
Es como en el avión, nuestra máscara de oxígeno primero para poder ayudar a los demás.
Me topo con papás y mamás que despiertan de madrugada para avanzar en su trabajo. Despiertan antes que todos para tener unas horas de silencio y acumular medio turno de jornada laboral. Siguen con el trabajo de la casa, coordinar horarios, conectar niños a sus clases, mantenerlos enfocados, apoyarles con tareas. Más tarde, otra vez de noche, de regreso al trabajo. Unas horas más para sacar pendientes y cumplir con obligaciones. Por si fuera poco, se sienten culpables porque, desde su perspectiva, no lo están haciendo tan bien como otros.
Fuera culpa y fuera comparaciones.
Ya estamos haciendo algo extraordinario.
La incertidumbre y la sensación de pérdida de control provocan un tsunami de emociones. Nos quejamos porque queremos información, nos enojamos por la falta de organización y definición, pero… ¿Cómo exigir certezas en un mundo que está acomodándose? Vayamos un par de días a la vez, al menos por ahora.
Aceptemos que hay una contingencia y no podemos hacer mucho al respecto para cambiar lo que sucede allá afuera. No gastemos energía pensando ¿Por qué está pasando esto? Preguntemos mejor: ¿Cuál es mi mejor versión ante esta situación?, ¿Cuál es mi mejor versión como maestra detrás de una pantalla?, ¿Cuál es mi mejor versión de mamá-maestra?, ¿Cuál es mi mejor versión de papá que trabaja en casa? Así van apareciendo posibilidades.
Conectemos con la intuición, con lo que nos hace sentido emocional, física, mental y logísticamente. Creo que es momento de escuchar nuestra voz, la de nuestra familia. Encontremos nuestro propio ritmo pandémico.
Seguimos pisando terreno desconocido.
Vamos a entrarle a este regreso a clases en línea sabiendo que somos resilientes, nuestro espíritu es fuerte y que podemos seguir colgados de la esperanza.
PD. Un abrazo bien apretado para todos mi amigos y colegas maestros que ya están haciendo algo extraordinario.
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