A veces las tristezas llegan todas juntas. Me las imagino poniéndose de acuerdo entre ellas en un chat especial para aprovechar la vuelta, ahorrar gasolina y dividir la cuenta.
El viernes pasado nos tocó despedir a Helmut, el bóxer blanco que de tan feo era bonito.
Fue el primogénito de mi hermano y su esposa. Hijo único hasta que se convirtió en el hermano mayor y compañero inseparable de mi sobrina. Helmut además era el tío de cuatro patas favorito de mis hijas y uno de mis seres vivos preferidos.
Helmut fue un perrazo.
Su historia es un ejemplo de amor a primera vista. Un día salieron a pasear mi hermano, mi cuñada y su papá, que estaba de visita en la ciudad. Mi cuñada –que no andaba con planes de hacerse de un perro ese día- se detuvo a hacerle fiestas a un grupo de cachorros bóxer que vendían en la calle. El único perro blanco del grupo se le aventó a los brazos y ella, como si se conocieran de toda la vida, le dijo “Hola Helmut”. Su papá, al presenciar aquella escena, compró al cachorro en el instante y Helmut se fue a su nueva casa, como si ya viniera de ahí.
Helmut era un perrote. Desde pequeño -con un par de kilos de peso- se acostumbró a dormir encima de su dueño mientras leía. Helmut jamás renunció a ese puesto. Tenemos cientos de imágenes de mi hermano torcido leyendo bajo 35 kilos de bóxer blanco.
Helmut era copiloto. Mi hermano y yo no vivimos en la misma ciudad, pero coincidimos un par de veces al año en casa de nuestros padres. Un día estábamos mis papás y yo esperando que mi hermano y su familia llegaran de su viaje en carretera. Llamaron por teléfono para avisar que estaban cerca, así que salimos a la calle a recibirlos. A lo lejos apareció su carro rojo con mi hermano al volante y Helmut sentado -muy derecho y con el cinturón de seguridad bien puesto- en el asiento del copiloto… “riding shotgun”. ¡Que “Waze” ni que nada!.
Helmut fue el mejor niñero del mundo. Le seguía la corriente a mis hijas y se convertía en caballo para brincar los obstáculos fabricados con escobas y trapeadores colocados en cruz por los pasillos alrededor de la casa y el jardín. Nunca lo vi reparar, si consideraba muy alto el reto, entonces pasaba por debajo. Tampoco me toco escucharlo decir “ya no juego”.
Sabía jugar a las escondidas y lo hacía tan bien que mi hijas preguntaron… ¿Tía, hasta cuál sabe contar Helmut?. “Yo creo que hasta el 20” les dijo. Y yo creo que sí, pues jamás salió a buscarlas ni antes ni después. Aunque sospecho que la tía tenía algo que ver en el juego.
Helmut era especial. Indignado cuando la menor de mis hijas lo hizo a un lado para entretenerse con lo que le trajo Santa tomó cartas en el asunto y de uno en uno fue escondiendo los juguetes. Y casi nada como verlo llevándole sus huesos de carnaza a mi sobrina cuando lloraba.
Helmut era una obra de arte caminante. Su blancura lo convirtió en un lienzo perfecto para su humana, que con sus plumones hizo innumerables diseños exóticos y estampados en piel. “¿Por qué pintaste a Helmut?” preguntó su mamá a mi sobrina una vez… “porqué estaba muy blanco” respondió con una lógica irrefutable. El abuelo siempre quiso dibujarle cejas.
Tengo la memoria llena de recuerdos. Me llegan todos juntos.
¿Dónde está el botón de “deshacer”?
¡Qué difícil es asimilar la partida de una mascota!
¡Qué difícil es extrañar!
No queda más que presionar el botón de “regresar” y revivir en la mente los momentos especiales. No importa si hoy nos hacen llorar. Llegará el día en que logremos recordar sonriendo.
Nos toca extrañar a Helmut.
Sus pelos blancos, sus rosas atributos, sus babas, su mirada entendida y profunda, su nobleza, buen humor y buena actitud.
Nos toca extrañar a ese bóxer blanco que de tan feo era bonito y que nunca necesito palabras para comunicarse pues lo hacía con su corazón, con su gigantísimo corazón.
¡Gracias Helmut!
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