Jóvenes al borde de un ataque de nervios

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“Diez razones por las que los adolescentes están más ansiosos que nunca” es el título de un artículo que llamó mi atención este fin de semana. Aquí te dejo el vínculo.

Tengo dos jóvenes en casa que justo hace unos meses tocaron la puerta de la adolescencia decididas a meterse de lleno. En realidad, no es su debut a esta etapa de la vida lo que me inquieta… les tocará a ellas sobrevivirla y a los que estamos a su alrededor también. Más bien me preocupa pensar: ¿Qué estaremos haciendo los padres para crear ambientes donde la ansiedad de nuestros hijos prospera?

Y es que efectivamente los datos apuntan a que la ansiedad va en franco aumento entre niños y jóvenes.

En la última década la ansiedad ha superado a la depresión al convertirse en la razón número uno por la que los jóvenes buscan apoyo profesional y es el desorden mental más común en Estados Unidos –afecta a una de cada tres personas-. Las Naciones Unidas señalaron en el pasado Reporte Mundial de la Felicidad que para elevar el bienestar mundial es imperante atender los temas de salud mental.

¿Cuáles son algunas de las razones que explican la creciente ansiedad entre los adolescentes?

Nuestros niños y jóvenes tienen que cumplir con una expectativa muy alta: convertirse en súper-humanos. Tienen que ser deportistas, saber bailar, apreciar el arte, tocar violín, opinar de política, hablar francés y tener un portafolio de pasatiempos interesantes. Es obligatorio aparecer en la lista de honores del colegio, ser el estudiante del año –o de perdido del mes-. Deben ser ejemplo de buenos modales desde pre-kínder y llenarse la frente de estrellas doradas. Para ayudarles… los llenamos de tutores, saturamos sus días con clases extras, les buscamos intercambios en el extranjero, campamentos de verano de arquería, organizamos su agenda social con planes y reuniones. Siempre hay espacio para más y tienen que asegurar su lugar en el mundo.

Pero pareciera que tanta actividad y tanta expectativa está llevando a nuestros jóvenes al punto de quiebre…

Desde 1985, el Instituto de Investigación de Educación Superior de la Universidad de California (UCLA) pregunta a los estudiantes de nuevo ingreso si se sintieron abrumados por todo lo que tuvieron que hacer el año anterior. En 1985, el 18% respondió que sí; en 2010, este número creció a 29%; en 2016, fue de 41%. Parece que la cantidad de obligaciones empiezan a desbordárseles.

Los niños y los jóvenes tienen jornadas tan largas y faltas de tiempo libre como los adultos. Muchas matemáticas, tecnología, ciencia… pero pocas habilidades para la vida de esas que se desarrollan jugando al aire libre, con los amigos o simplemente no haciendo nada.

Las redes sociales son también una fuente generadora de estrés y ansiedad. A través de ellas, los adolescentes se someten a una brutal y constante comparación con los demás. Sirven también para medir el nivel de popularidad por medio de “likes”, “shares”, comentarios y número de seguidores. Es necesario atenderlas, revisarlas y alimentarlas constantemente para estar “in”, para estar enterados de todo y no perderse de nada. Las redes sociales pueden ser más demandantes que una pareja celosa.

Los teléfonos celulares ofrecen un escape fácil pero no saludable ni conducente a identificar y manejar emociones. Los adolescentes pueden meterse a esos aparatos mágicos para no sentir o evadir emociones incómodas, para no estar solos, no pensar en el colegio, no estar en silencio o no tener que interactuar en la vida real con los demás. Son un portal para evitar las incomodidades, pero con un efecto secundario peligroso: reducen las oportunidades para desarrollar la resiliencia necesaria para superar los retos del día a día que vienen con esto de vivir.

Pero… ¿Y que hay de nuestra contribución como padres?

No puedo evitar pensar que parte de la explicación de esta creciente ansiedad debe caer en nuestra cancha.

Me siento responsable.

¿Qué estamos modelando?, ¿Qué aprenden de nosotros?

Estos adolescentes son hijos de padres que también vivimos cada día más estresados y ansiosos. Modelamos que el tiempo libre es sinónimo de mediocridad y una vida poco glamorosa, que más es siempre mejor.

Son hijos de papás y mamás secuestrados por la prisa, atrapados en la competencia social, corriendo sin parar en una rueda de hámster sin línea de meta, aceptando compromisos como si tuviéramos ocho manos o pudiéramos estar en varios lugares a la vez, con la atención rehén de nuestros teléfonos, ausentes física y emocionalmente.

Hijos de padres crónicamente cansados, ridículamente saturados, habitantes de medio tiempo del futuro que hemos olvidado jugar y pasarla bien en el presente.

Padres que muchas veces hemos enterrado quiénes somos, que postergamos nuestras versiones auténticas y nos dejamos atrapar por la rutina o el deber ser sin cuestionar si en el camino nos perdemos. Dedicamos nuestras vidas a actividades, relaciones u obligaciones que no nos inspiran y, entonces, tenemos que esconder la frustración, ponernos un uniforme o fabricarnos una personalidad para hacerle frente a la vida. ¿Será que los enseñamos a vestirse también para combinar con el mundo, en lugar de consigo mismos?, ¿Será que observan que quedar bien afuera es más importante que ser genuinos?

¿Será que queremos vivir la vida a través de ellos, los usamos para competir y nos afirmamos con sus logros?

Son hijos de padres que resolvemos todo, en especial, lo que no debemos. Armamos sus grupos de amigos por medio de WhatsApp. Decidimos con quién sí vale la pena juntarse y con quién no. Hacemos estrategia para acomodarles el futuro y posicionarlos. No importa si dos amigas se quieren… importa si se convienen. Les robamos el derecho de opinar y la oportunidad de tomar decisiones sobre con quién pasar sus ratos.

Crecen bajo la expectativa o con la obligación de ser cien por ciento felices. Los papás queremos que así sea y hacemos todo lo posible para lograrlo. No dejamos que sientan tristeza, aburrimiento o frustración, tampoco les dejamos ver cuando a nosotros nos invaden estas emociones. Quitamos obstáculos del camino, resolvemos todo. Quizá les transmitimos que ser completamente felices todo el tiempo es lo normal, lo esperado y, entonces, cuando no logran serlo –como es natural- empiezan a pensar que algo está mal con ellos.

Me parece que con la mejor de las intenciones los papá estamos creando ambientes que fomentan la ansiedad, la competencia feroz, la comodidad y esas burbujas donde no caben las emociones difíciles. En lugar de crear ambientes que favorezcan la resiliencia, la tolerancia y la solución de problemas.

Pero al final y como dice el dicho: “las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra”. Revisemos nuestros propios niveles de ansiedad y trabajemos para reducirlos. La felicidad de nuestros hijos, empieza por nosotros.

2 thoughts on “Jóvenes al borde de un ataque de nervios

  1. Como se suele decir, es la suma de muchas circunstancias negativas. Ya no se disfrutan y menos aún se viven las etapas en la vida, se juega a ser mayor antes de saber ser niño, no existe la convivencia en la calle, se gasta el tiempo en redes sociales, videojuegos o actividades en exceso, añade las nuevas enfermedades, stress, ansiedad y sale una nueva generación. Creo que se debe enseñar a vivir como nosotros vivimos o vivieron nuestros padres, añadiendo las cosas buenas de la actualidad. Que los niños sean niños.

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